jueves, marzo 22, 2018

No sé si contarlo... venga, ¡sí!

Abro los ojos, no sé ni cómo, ni porqué, pero abro los ojos exactamente en el momento que el radio-reloj despertador cambia de las 6:28 a las 6:29, es decir, un minuto antes de que suene la alarma del móvil para ir a la oficina. Desactivar el despertador del móvil es lo primero, para no despertar a Lorna, cuyo sueño adoro, sencillamente, y es entonces cuando me doy cuenta de varias cosas que, caray, uno diría tienen cierta importancia: en primer lugar, fíjate, resulta que no estoy en mi casa, o eso me parece a mí.
Al menos, si esto que no veo, pero casi adivino, es mi casa, alguien debe haber cambiado los muebles de sitio, la altura de los techos y el sitio y el color de las paredes, la ubicación de la ventana, aunque ha dejado en el mismo sitio la mesita de noche y la radio-reloj despertador; y también caigo en la cuenta de que la persona que duerme a mi lado, bueno, puede ser casi cualquier persona, pero os aseguro que no es Lorna. No es Lorna. No, definitivamente no es Lorna Cor, la persona que parece dormir a mi lado, no es mi verdadero amor de todos estos años de errático vagabundeo por el mundo de lo fenoménico, acechando incansable, merodeando el de lo sublime. Mierda... cojo el móvil y compruebo que he desactivado la alarma, porque si lo que duerme a mi lado es alguien a quien no conozco, mejor que no se despierte y así poder largarme sin dar demasiadas explicaciones.

Después de una rápida autoinspección -táctil- de urgencia, confirmo que estoy desnudo bajo las sábanas, con la ligera erección de antes de la primera visita al baño y, caray, esto sí que es extraño, un fortísimo y pastoso sabor a tabaco, a cenicero, en la boca. Hace 10 años que no fumo. También hace 10 años mi erección mañanera, mi morning glory, no era ligera, era tremenda. Tapo, con una violenta tos falsa, un pedo que podría haber inflado 6 globos pero coño, la presencia durmiente de mi lado, ni se entera de mi tos falsa, ni de mi caudalosa ventosidad.

Quiero ir al baño, pero no sé dónde está; no veo nada que parezca la puerta de un baño; salvo los dígitos rojos del reloj, nada es cierto en esta extraña habitación y, agarrado a esa única certidumbre, la de los dígitos rojos que me anuncian que el despertador debe haber sonado, allá en mi casa, hace un minuto, pienso que seguramente se habrá despertado Lorna, y casi se me olvida que me estoy meando, y que seguramente Lorna se estará preguntando que dónde coño he pasado la noche del martes al miércoles. Pues, si te sirve de de consuelo, yo también me lo pregunto, Lorna, mi Lorna querida. Ojalá estuvieras aquí en vez de... en vez de este enorme bulto que duerme a mi lado. A su favor he de decir que no ronca. Duerme en total silencio.

Me muevo inquieto y espero intranquilo a que la persona que duerme a mi lado emita alguna especie de ruido, o gemido de acomodo, queja olfativa, se gire ligeramente, o despierte. Entra algo de claridad por entre las rendijas de la persiana, no perfectamente bajada, y me atrevo a mirar hacia el lado de la cama que ocupa la otra persona, porque me estoy temiendo lo peor. Cuando mis ojos se acostumbran a la casi obscuridad, me atrevo a mirar y confirmo mis temores: lo que duerme a mi lado es grande,  lo bastante grande para suponer que no es una mujer. Al menos, no una mujer de tamaño estándar. Ni siquiera es un hombre de tamaño estándar. No es Lorna. Lorna es de tamaño estándar, aunque ella piensa que ha engordado últimamente, y no está demasiado cómoda con el tamaño de sus pechos. A mí me parecen comodísimos.

Echo de menos, cuánto la añoro en momentos como estos, la dulce simpatía de Lorna. Me refiero a la simpatía física, no al carácter. Lo agradable que es estar a su lado, sin hablar, sin hacer nada más que disfrutarse. Si fuera Lorna la que a mi lado duerme, trataría de convencerla, vocalmente, de lo cómodos que son sus pechos. Con vocalmente, me refiero a que lo haría de palabra (elogiando su deliciosa piel, su carnosa y sopesable entidad, y su adorable tendencia -ya- a caer bajo el peso de los años) y de obra (rechupeteando cada centímetro de su divina masa pectoral). Pero... no es Lorna.

Ni siquiera es un cuerpo cuya cercanía, su falta de calor o su olor, me resulte agradable. La habitación huele a cerveza amarga y a cenicero y no tengo gana ninguna de rechupetear los pechos de este dizque tiarrón que dormita a mi lado. Aunque, mierda, ni siquiera estoy seguro de que la cosa esté durmiendo. Oh... fría e inerte presencia. O, expresado asaz crudamente y con la simpleza expositiva que tanto agradecen las nuevas generaciones, puede que,  y solo lo aventuro a efectos legales, como cuando se dice "presunto" en la tele, que este tío esté muerto. Es gordo, como yo. Y huele mucho a cerveza. Y un poco a muerto.

Existe una cualidad, una textura, un algo indefinible pero que se pega a las paredes, que flota en el aire de algunas habitaciones donde ha tenido lugar una juerga; es una especie de gelatina ambiental que va de los culos de tazas de café con restos de alcohol y colillas, a los sujetadores y calzoncillos inopinada y dispersamente abandonados sobre los brazos y respaldos de los sofás, que definen y dan carácter al campo de batalla de un episodio alcohólico-sexual. En fin, esa clase de cosas, toda esa... mierda es lo que me encuentro cuando reúno la presencia de ánimo necesaria para levantarme, abandonar la cama-féretro y al salir de la habitación y asomarme a la sala contigua al dormitorio. No es mi casa, ni mucho menos, eso lo compruebo sin dificultad, y me dispongo a aventurar cuál de las puertas que veo al otro lado de la sala, en todo el perímetro, en realidad, puede ser un cuarto de baño. Estoy desnudo en medio de una habitación donde ayer se celebró una juerga, por lo menos, regular. Hay ropa desperdigada por todas partes, pero no consigo distinguir la mía. Hay ropa de hombre y de mujer y nada, ninguna prenda, me desvela nada de lo que sucedió ayer, no reconozco esos pantalones, esa falda, o ese jersey. Voy levantando prendas, unas medias, una camiseta, unos vaqueros... con el pie, separo unas botas y bajo la mesa baja de cristal que hay entre los sofás, veo, ridículamente ordenada y doblada sobre la tabla inferior de la mesa, mi ropa.

Trato de imaginar, de visualizar, cómo sería esa fiesta en la que se dio el momento en el que todo el mundo se emparejó y las mujeres decidieron que el idiota que doblaba su ropa era el hombre a evitar, y quedé de pareja del señor gordo que huele a cerveza y muerte y que yace en la habitación que acabo de dejar. Una mierda de fiesta, supongo, porque no me acuerdo de nada. ¡Y yo doblé mi ropa!

Me perdería, de verdad, en este tipo de disquisiciones, pero ya te digo que me estoy meando. No sé si es el instinto, o la suerte, o un recuerdo oculto, pero la primera puerta que abro es el baño y entro corriendo a mear. Aquí también huele a juerga. Mientras meo y paseo distraídamente la mirada en derredor veo que de la bañera, que tiene las cortinas echadas, asoma un pie de mujer. Me molan los pies, pero, ojo: me gustan los pies redonditos, no esos en plan alargado. Este pie no es gran cosa morfológicamente, pero su palidez me hace pensar que detrás de la cortina hay otro fiambre. Cualquiera hubiera pensado que semejante pensamiento debería haber cortado mi micción, pero no es así: de hecho, lo único que sucede (es triste reconocerlo) es que en mi ensoñación de matarife, he girado levemente las caderas mientras me inclinaba para ver mejor el pie asomante, y estoy meando fuera del wáter, en el suelo. En fin.

Me acerco a la bañera, descorro la cortina y bueno, asomaba un pie, pero en la bañera hay dos personas. Un hombre debajo, boca arriba y encima, también boca arriba, como haciendo la cucharita, la dueña del pie asomativo. Ambos tan desnudos como muertos, eso sí, con absoluta ausencia de sangre. Huelen, también ellos, a cerveza, a tabaco y a muerto. La fiesta debió ser mejor de lo que imagino, porque, cojones, qué nivelazo.

Salgo del baño, un poco agilipollado, la verdad, pero con intención de no sé qué, porque me siento raro. Uno no se levanta así todos los días. Yo, por lo menos, nunca me había levantado así. Justo enfrente de la puerta del dormitorio en el que pasé la noche con Fattybeer (Fattybear), sale un pasillo que conduce a lo que parece la cocina. Lo sé. Lo juicioso, lo normal hubiera sido vestirse y salir pitando de allí, pero esperaba encontrar un plátano, o quizá un poco de jamón york en la cocina, no me preguntes porqué, pero eso es lo que me apetecía entonces, un plátano o un poquito de jamón york.
Ahí me tienes, cruzando resuelto la sala de la casa, a grandes zancadas y aún en bolas, baile de
Buenísimo montaje, no fastidies.
escroto y metiendo tripa para que el bailongo paquete parezca un poco menos chico; persiguiendo el jamón york, anhelando un plátano y entrando en la cocina, muy desordenada, y muy poco novelera. Después de una rápida inspección visual sin resultados (no hay una lozana cesta de fruta a la vista), abro la nevera y coño, eso no me lo esperaba: hay una bandeja redonda, torpemente preparada para ser asada, pero con una cabeza humana en lugar de la clásica cabeza de un cochinillo y un plátano en la boca en lugar de la manzana. Es menos asqueroso de lo parece. Es, más bien, cutre. Pero es el cuarto fiambre que encuentro. En rigor (mortis) es la cabeza de un cuarto fiambre lo que llena la nevera del mismo olor que tiene toda la casa.

Me pica la curiosidad. Me pongo a buscar el cuerpo de Cabeza de Cerdo. ¿En el cuarto de la lavadora? ¿En el office? ¿En el aseo que hay junto a la cocina? ¿En la terraza? Me queda un dormitorio, que debe ser el principal de la casa. Entro y ¡bingo! al encender la luz veo el cuerpo descabezado de Cabeza de Cerdo, completamente desnudo y sentado, apoyada la espalda en el cabecero y con dos mujeres desnudas, bastante atractivas aun muertas, en sus costados, acogiéndolas en sus brazos, como si las estuviese amamantando, dando el pecho. Una escena rara.

Y no era eso lo único raro. Llamaba mi atención el hecho de que el muerto tenía un paquete enorme. Ojalá yo tuviera un mango así. Pensé en si serían posibles trasplantes de ciertos órganos, y si habría establecido un protocolo para recuperación y reimplantación de pollas. ¿Sabes? como los riñones y eso... pero de vergas. Y ¿habría un sitio bueno para cortarla? Y en si lo cubriría la Seguridad Social. Tenemos una sanidad pública cojonuda, lo dice todo el mundo. Si se cubren operaciones de cambio de sexo, a lo mejor encontraba un centro donde considerasen cambio de sexo a un cambio de nabo. Un upgrade, más que un cambio. Porque era el nabo lo único que yo quería del cadáver de Cabeza de Cerdo. Mis testículos eran mucho mejores, de color, tamaño forma y actitud. Mucha gente ha elogiado lo bien que me cuelgan, no es que lo diga yo.

Había encontrado 6 cadáveres, y el único al que había mirado un rasgo o atributo (el Atributo) era el que estaba sin cabeza. Curioso, ¿no? Empiezo a ver muertos y no les miro ni nada, pero pero veo uno sin cabeza -sin cara- y me obsesiono con su polla. Esto es de psiquiastra, no me jodas. Porque ni siquiera sería capaz de recordar un rasgo de la cabeza de Cabeza de Cerdo, pero no me quitaba de la cabeza su rabo. Quizá influía, en esto de no quitármelo de la cabeza

Las 8. Y no he desayunado. Voy a bajar, me tomo algo y luego pienso si se lo cuento a Lorna. Se va a reír.
(temazo)