miércoles, junio 15, 2016

Violencia de género chico.


Las casetas

Salías de casa, bajando a toda velocidad los dos pisos que te llevaban a la calle y te llamaba la atención el buen aspecto que tenía todo. El conjunto residencial, muy modesto en realidad, muy pequeño burgués, era una manzana formada por dos edificios de pisos, una serie de casetas situadas entre ambos, un aparcamiento y un jardín. Mi casa  estaba en el edificio grande de pisos, un edificio que albergaba seis portales, tres que daban al jardín, y tres que quedaban a la espalda, en el Paseo de La Castellana, aunque entonces, cuando yo era pequeño, ese tramo se llamaba Avenida del Generalísimo. El otro edificio sólo albergaba 2 portales y debían ser pisos de mayor categoría, tengo la impresión.
Justo delante de mi bloque, el grande, había una serie de parterres, delimitados por arriates, que no
estaban excesivamente cuidados, pero su mera existencia dotaba al conjunto de un aire provinciano de lo más agradable. Los suelos de loseta de conglomerado de cantos rodados, brillaban con furia los días de sol y olían tristes cuando llovía, y caminabas entre los arriates, o los recorrías en bici, si no feliz, sí razonablemente satisfecho de vivir. Entre los dos edificios de viviendas, había una serie de casetas de una planta, unidas en diagonal por la cubierta, de planta rectangular, pero dispuestas de forma que, si mirabas desde arriba (desde la terraza de casa, por ejemplo), parecían una formación de combate. Albergaban estas casetas diversos negocios de barrio: una relojería y  una peluquería, que eran dos establecimientos abiertos al público; además había una pequeña gestoría y un modesto estudio de delineantes además del negocio con más glamour, en teoría, pero más casposillo, en la dura realidad: Investigaciones Álvarez, la oficina de unos detectives privados. En la última caseta, un poco más pequeña, y de planta cuadrada, estaban las oficinas de la comunidad de propietarios. Bajo las casetas, y entre los dos edificios, estaba el garaje de la comunidad, al que se accedía por la calle Carmen Sánchez Carrascosa, a la izquierda de la imagen.
Al otro lado de las casetas, estaba el aparcamiento, de suelo de gravilla, y por fin, el otro edificio de viviendas, donde vive ella, Elsa, la chica que me tiene secuestrado el corazón. También vive el Pipas y bueno, un montón de gente más, ya sabes lo que quiero decir, pero cuando yo me levanto por la mañana los fines de semana y salgo con el café a la terraza... miro al edificio de enfrente por si la veo a ella. Un día (¡un día en 5 años...!) salí, miré y ella estaba allí. Apoyada de codos en la ventana, despeinada, con una especie de pijama escocés en tonos rojos. Yo me quedé como un tonto mirando con mi café hacia ella como seis horas y ella, no sé cómo decirlo, pero yo juraría que estaba disfrutando que la mirara y ladeaba la cabeza como un perrito (esto es un piropo... ¿sabes cuando le hablas a tu perro como si te entendiera y te mira fijo y ladea la cabeza? pues eso) y cuando la llamó su madre juraría que puso los ojos en blanco y (esto lo sé, no me hace falta juraríarlo) me dijo adiós con las dos manos y se metió en su casa.
Hasta ese día no me había fijado en Elsa. Era una más de las niñas del jardín, muy simpática, pero nosotros, los chicos, lo que habíamos comentado de ella es que le habían salido las tetas antes que a las demás, pero oficialmente no me molaba. Pero al verla despeinada, en pijama y ladeando la cabeza... caray, me volvió la cabeza del revés. Y, desde entonces, fue ella. Siempre fue ella.

Eran tiempos convulsos, los últimos 70, con la transición dando la tabarra, Suárez pudiendo prometer y prometiendo, Pina López Gay siendo musa y apalizada, el Madrid de los García fichando a Juanito y Stielike... pero nosotros, en nuestra manzana, en el jardín, teníamos nuestra propia lucha.

Zona de Exclusión

Nos gustaba, como a todos los niños, jugar al fútbol. Y en el jardín no nos dejaban. Nórba Coí Rad, conocido como el chino, un hombre de aspecto oriental pero con un fuerte acento gallego, y de origen turco, era el administrador de la comunidad, y una especie de Gárgamel en Pitufilandia, estaba obsesionado con algunas tonterías como no dejarnos jugar al fútbol, que no pisáramos el césped y nos perseguía y nos confiscaba el balón, porque, aunque no reconocíamos su capacidad legislativa, y jugábamos al fútbol por mucho que él lo prohibiera, temíamos su poder represor, especialmente su célebre chinesca, un cate liftado que te propinaba casi sin que te enteraras con sus dedos huesudos, y que era extremadamente doloroso y humillante. En aquella época, los adolescentes no levantávamos la mano a un mayor ni para fardar delante de las nenas. Si tenías agallas para desafiar la autoridad, debías ser consciente de que te la jugabas y si te daban una hostia... te la comías. 

Para que os hagáis una idea de la complejidad psicológica del personaje, en una de las entradas al jardín se pusieron unas puertas de hierro... bueno, metálicas, pintadas de verde. Dentro, pero junto a la puerta, había un cartel de madera, pintado de verde también, en el que cualquiera hubiera esperado que pusiera: "Agustín de Foxá. Acceso Portales 11-13-15", que eran los portales a los que se accedía por esa entrada. Pero no fue tan sencillo. Ni tan lógico. Estuvo sin palabras durante tres largos años, y cuando se le preguntaba, el chino contestaba que estaba pensando una buena frase, que se entendiera a la primera, que no dejara lugar a equívocos. A los tres años, una mañana, al bajar a la calle, vimos el contundente mensaje que le había llevado tres años pergeñar: PRIVADO / PRIVATE

Así, con esa brillante sencillez, logró el chino hacernos antipáticos a todo el mundo. La gente llegaba a Madrid por miles en trenes que se vaciaban en la estación de Chamartín, apenas a 500 metros del jardín; llegaban a una ciudad que presumía de abierta, de recibir con los brazos abiertos a todo el mundo. Pero en la primera casa que encontraban veían el cartelito del chino, advirtiendo de que no eran especialmente bienvenidos, al menos en esa manzana. De que aquella era una zona exclusión respecto de la proverbial hospitalidad madrileña.era aquella una zona de exclusión del indiscutible liderazgo del fútbol entre los niños y adolescentes, y llegaron incluso a poner unas ridículas canastas (sobre tierra) para que jugáramos al baloncesto,deporte que consideraban más civilizado, menos salvaje, quizá que el malvado fútbol. Al final, el uso primordial que se daba a la canasta era de "palo", de "poste" de una imaginaria portería de fútbol.

Nuestra lucha, quizá no fue una lucha demasiado noble, elevada, idealista, pero fue la nuestra, y acabó torciendo el intolerante brazo de el chino, y finalmente, obtuvimos permiso para jugar al fútbol. Y, como sucede algunas veces, el ansia juvenil por dar patadas al balón se calmó ligeramente cuando se convirtió en una actividad no clandestina y permitida.
Quizá no estuvieran ambos hechos conectados, y no era más que el discurrir natural del tiempo, pero una vez hubimos obtenido el permiso de jugar al fútbol, empezamos a tener ganas de hacer otras cosas.


Escóndete

El tiempo de jugar al futbol, tirar petardos, dar por culo a los vecinos y hacer el ganso en general, iba haciendo hueco a perseguir niñas, comprar pitillos sueltos en la Plaza de Castilla, oír y tocar música y rascarnos los huevos como si acabaran de crecernos. Era como que sí, estaban ahí, pero no les prestabas atención, y de pronto, estabas tooodo el día colocándote el paquete, a veces, de forma obsesiva. Mi amigo Javier García Charanga era especialmente pesado: era muy entusiasta hablando y exigía toda tu atención y su mano iba cada dos minutos a tu barbilla y te dirigía la mirada a sus ojos, no soportaba que miraras a otro lado y constantemente (tío, tío, tío...) te cogía la barbilla y te ponía cara a cara con él. Por si esto no fuera, de por sí, ya lo suficientemente cargante, Javier alternaba tocarte la barbilla con tocarse los huevos y si era por fuera de los vaqueros no había problema. Pero entonces, teníamos pocos reparos en meternos la mano por la cinturilla del pantalón y colocar el escroto en un rápido y preciso movimiento y claro, cuando esa mano proveniente del juvenil paquete iba justo a tu barbilla, un olor no muy apetitoso te llenaba el cerebro de rechazo. 
En aquellos días, Elsa, que era como si acabara de nacer para mí, no me hacía ni caso. Sus rizos descarados y castaños, enmarcando su rostro de boca grande y sonriente, ni siquiera sospechaban que yo soñaba con ella. Ella y sus amigas eran un par de años más pequeñas que yo y hasta que no cumplieron... ¿14, 15 años...? bueno, caretas fuera: hasta que no les salieron tetas y se les ensancharon las caderas no fueron seres dignos de tener en cuenta. Pasaron de ser niñas, a ser tías, y de ser invisibles, a monopolizar toda nuestra atención.
Un día, en casa de Lolo, en el séptimo y último piso del 11, escuchando discos de Mamá, Nacha Pop, Glutamato YeYé y algo de los Jam, los Clash, los Who... se unieron a la fiesta (nos tirábamos en el sofá con la música altísima, cantábamos, fumábamos y tocábamos la guitarra o hacíamos playback, esa era nuestra fiesta) Lola,
hermana de Lolo, y sus inseparables Elsa, Nieves y Tory. Para mi sorpresa, disfrutaban como nosotros de las canciones de El último bar de Mamá, hacían el cabra igual que nosotros con las locuras de "¿Cuándo se come aquí?" de Siniestro Total y, caray... bailaban mucho mejor que nosotros. Se movían... como mujeres. Nosotros nos limitábamos a hacer que tocábamos la guitarra y a saltar y ellas eran... sensuales.
Alguien trajo ácido, unas tabletitas, para probar. Hasta ese día, yo había sido inmune a la filosofía reinante (hay que probarlo todo... si no lo pruebas, ¿cómo vas a saber si te gusta o no?) con una contestación igual de idiota que aquel descerebrado mainstream: No he probado nunca la mierda de perro, no tengo ninguna gana de comprobar a qué sabe la mierda de perro y no me hace falta probar la mierda de perro para saber que no me va a gustar.
Yo no fumaba porros, como mis amigos. De hecho... me consideraban algo así como una especie de puritano, porque no fumaba porros y no quería probarlos. Pero aquel día... vaya, el hecho de que las chicas quisieran probar sin miedo ninguno aquellas cosas, me hizo replantearme mi puritanismo: ¿y si me gusta? Pero sobre todo, ¿y si me las puedo tirar?
Probé, pues.
Me sorprendí mirando cómo bailaban, sintiéndome en armonía, viendo como flotando aquellos cuerpecitos, apreciando la verdad absoluta en el aire, cómo se meneaban sus juveniles y descarados pechos, que latían al ritmo dela música, cómo sus caderas y sus espaldas se contoneaban al mismo ritmo que mis gentiles y traviesos genitales. Me fascinaron todas ellas. Eran niñas a las que, a veces, había dado algún consejillo dos años atrás (cuando yo tenía 14 y ellas 12, y yo era mayor) y ahora yo sólo quería... decirles cosas. Hablarlas. Sentirlas. Fundirme con ellas. Comprobar si eran de verdad. Si no eran una alucinación. Bueno... y tocarles el culo, también. Aquella noche, cuando empezó a sonar "Llegando hasta el final" de los Pegamoides, acabé bailando con Elsa, agarrado a ella como si fuera a salvarle la vida de la penosa realidad, una hora después de que la música hubiera terminado, tiempo después de haber llegado hasta el final. Seguíamos abrazados, balanceándonos, ajenos al mundo, cuando se desató la locura.

Pabellón de reposo

Mirando por la ventana, si estiro el cuello, puedo ver el nido de la cigüeña sobre el campanario de la Iglesia de la calle de enfrente. Sábanas blancas y ásperas, olor a limpio deprimente, luz a raudales, calor pegajoso y una cosa a la que llaman merienda: vaso de leche caliente, galletas sin marca y una manzana que parece más enferma y desmigada que yo.

Ha entrado Lola, mi amiga Lola, que en realidad es más amiga de Elsa que mía, pero le agradezco mogollón que venga a verme. Me pregunta que cómo estoy, que si me acuerdo de lo que pasó.

No recuerdo nada. Yo estaba bailando sin música con Elsa, sintiéndola. Un segundo después, estaba ahí, inhóspito, in hospitalis. Viene a verme gente desdichada, que presume de tener muchos libros, de escribir a máquina, de tener abuela, de ser apolítica, de ir a ver a los Rolling Stones... gente feliz con hijos felices y enrollados, gente sin enfermedad, gente que se llama como un viaje, como un  libro, enfermeras con cabeza de gato y endemoniadamente sexys, gente que quiere que vote a Podemos, gente a la que le da igual, y todos son amables y sus crueles gentilezas me desconciertan. Odio el fingido amor. Ignoro la fútil sabihondez. Soy un tip liberado de las redes sociales. Un otrosí ilegal.

Lola me ha traído algo de lucidez a la cama. Me da una tableta y es como en esas películas en las que un señor se vuelve idiota (o listo) porque se da un golpe con un tablón y hasta que alguien no le pega igualde fuerte con un tablón igual no vuelve a ser igual de idiota (o listo). Empizo a recordar.

Elsa quiere volar. Elsa cree que sólo encontrará su alma si sobrevuela la ciudad vulgar, las afueras burguesas de la burguesa urbe. Planeamos juntos cómo será el planeo. No siento mis alas... aún, me dice Elsa, y yo sé que lo que quiere es que mi semen se derrame en su espalda y se convierta así mi irme en blanca humedad, en plumas ligeras, celestiales insertos en su espalda morena. Y para obtener de mí tan mágica corrida, me dice con clarividente audacia, ha de penetrarme ella, ¡albricias!, e introducir su punzante espíritu en mi alma acogedora. No seré yo quien te lo niegue, pero ¿me dejarás tocarte el culo mientras? pregunto insípido, y ella accede generosa.

Nada. No lo conseguimos. Su espíritu es fantástico y mi alma obstetrícica, pero no conseguimos, a pesar de que lo ponemos todo, nada. Al parecer, no es tan fácil. ¿Y si me la chupas? se me ocurre preguntar y ella vuelve a acceder, generosa y lamedora mujer, y el milagro obra.


Ella se desnuda totalmente y se pone a cuatro patas y yo, de pie, convenientemente estimulado por su espíritu y sus cálidos labios, dejo que la naturaleza se derrame y salen de mí cientos de pajarillos blancos, níveas microaves que se desparraman por su espalda y se aferran a su verdad, a su espalda, y yo estoy a punto de perder el sentido por la dicha y el placer desbordantes, pero es ella, sin embargo, la que se desmaya solo a medias, y siente que todo va a comenzar y
su espalda me pide a gritos el vacío para poder surcarlo y me asomo con ella en brazos y los miles de pajarillos blancos, que conforman las alas pían alborozados porque quieren volar, toda ella quiere volar y yo la elevo y la ofrezco a la plebe de la ciudad y ella me pide que la suelte, que ya quiere volar.

¿Qué hacer?

Allá vas, vuela, Elsa, vuela, libre. Muéstrate al mundo tal como eres, hermosa y desnuda, voladora y letal, y enséñales quién eres.

Y algo marcha mal, algo que nadie entiende y menos que nadie, yo: Elsa no planea. Hace un arriesgado picado.

Cae.

Cae...

Cae.

Cayó. Y calló.
Y ahora, nadie quiere escuchar.