viernes, abril 24, 2015

Emma está en las nubes






Ella apenas sabía nada. Yo tampoco.

Yo sabía algunas cosas, de todos modos, y nunca me dio por pensar si ella las sabía o no. No sabía si ella sabía las cosas que yo sabía. pero es que no me importaba. Entonces esas cosas, sencillamente, no importaban.

Emma era preciosa. Siempre fue una niña preciosa. Emma era la conquista mítica.

Emma, quiero pensar, soñaba casi siempre despierta y yo soñaba con Emma, y nunca a nadie le dije nada, por supuesto a ella menos que a nadie, y no creo que nunca tuviéramos una verdadera conversación.

Cuando me di cuenta de su existencia (cuando empezó a rellenar los vaqueros y los jerseys) yo era demasiado mayor, ella era demasiado pequeña. Dos años de diferencia, una eternidad. De ser una niña preciosa, pero una niña pecosa y flacucha, pasó a ser una chica levemente despampanante en cuestión de semanas. Un día, al salir a la calle, vi jugando a la goma a un grupo de niñas en uniforme colegial. El más habitual era el del Sagrado Corazón, azul marino y blanco, pero no era el único. Uno de las señales de la primavera en el Madrid de los últimos 70, era que las niñas jugaban sin abrigo a la goma. Con el bocadillo en una mano y sujetando con la otra el vuelo de la falda del uniforme, un gesto tan natural como inocente, cantando esas canciones que acompañaban esas complicadas (para los chicos) suertes que las niñas hacían con los pies y las gomas negras. Canciones de ritmos monótonos y letras amaneradas y llanamente estúpidas. En fin, por alguna razón que no consigo recordar, casi todas las niñas llevaban el uniforme del colegio, pero Emma no. Llevaba unos vaqueros claritos. Llevava puesto un trasero magnífico.Se había calzado unos estupendos muslos de curva peligrosamente suave. Y así, por encima, como si no importara la cosa, se colocó dos maravillosos pechos, dos regalos obstinados y levemente puntiagudos bajo su blusa blanca. Ya no tenía aparato corrector en la boca. Ya no me dejaría indiferente nunca más. Glups.

Y, amigos, sin el uniforme del colegio, Emma se reveló como un auténtico y genuino pimpollo reventón. De repente no era una niña flacucha, la amiga de los pequeños, la boba que apenas aparecía. Era una chica interesante y sensual, que nos ponía nerviosos a los memos que nos sentábamos a ver jugar a las niñas en uniforme.De pronto ya no estábamos atentos por si alguna se caía y se le levantaban las faldas. No sé los demás, pero yo miraba a Emma, la forma en la que su pelo rubio saltaba de un lado a otro, la perturbadora manera en que ella se quitaba el pelo de la cara.

De un modo u otro, Emma debió darse cuenta de su nuevo magnetismo, del poder de sus nuevas armas de mujer. porque si, hasta entonces, me había hecho poco caso, correspondiendo tal vez al poco caso que yo le había hecho hasta entonces, a partir de entonces me ignoró por completo. Yo revoloteaba como un colibrí nervioso, olisqueaba sus alrededores como un perrillo maltratado,la miraba como un detective aburrido, y ella seguía viviendo su vida completamente al margen de mi idiocia adolescente.

-.-

Emma y yo vivíamos en el mismo edificio, pero en portales opuestos. En calles diferentes, incluso. Pero las casas de ambos, además de al exterior, compartían un patio interior al que daba la habitación de Emma y la habitación de mi hermano mayor donde,además, estaba el tocadiscos y el amplificador al que podía enchufar mi guitarra. Así, si me asomaba a la ventana de la habitación de mi hermano, estaba a apenas 7 u 8 metros de la habitación de Emma.

Durante años canté para ella, le envié mensajes en aviones de papel, la miraba descaradamente y lanzaba clips a su ventana para que me viera como un tonto, mirando, entregado, a su ventana,con la esperanza de que ella mirara y me viera enamorado como un dibujo animado. Menos mal que, si me vio, nunca me dejó saberlo, porque nunca supe cómo reaccionaría yo mismo si ella me pillaba mirando como un idiota.

Estuve muchos años coladito por una niña que ya no era una niña (salvo en mi cabeza) porque dejé de verla cuando ella se cansó, supongo, de mi carita de corderito degollado. Como un ser etéreo, ella estaba en las nubes, ignorante no ya de mi colgadura, sino de mi existencia incluso.Ella siguió su vida sin mirar por la ventana, y yo seguí con la mía,en serio, pero nunca dejé de mirar por la ventana.

-.-

Me casé y todo eso... y un día, me separé. Durante unos meses, volví a la casa de mis padres y sin esperanza alguna, pero como el actor que vuelve a pisar el escenario que le lanzó a la fama en otro tiempo, volví a mirar por la ventana. Metódicamente primero. Desordenadamente después. Supongo que Emma no estaba ya allí desde hacía muchos años, que como yo, como todos mis amigos,o casi todos, habría partido a vivir su vida, pero para mí Emma estaba en la misma nube. Con sus vaqueros claritos, con su bocadillo y su coleta, contestado un tanto hastiada a su madre desde su cuarto. Yo miraba esas cortinas blancas y me parecía vislumbrarla brumosa y lánguidamente detrás, como flotando en un tiempo detenido y añorado. Un tiempo en el que yo era alguien. Quizá era alguien para ella, también. Nunca la volví a ver.

-.-

Ahora han pasado un montón de años. Una verdadero montón de años que me han golpeado,a mí y a mis contemporáneos, seguro,comoun martillo pilón. Estoy físicamente deteriorado como nunca imaginé que lo estaría. Tengo una buena vida. Me quejo mucho, pero en conjunto no es una mala vida. Podría ser más cómoda,más glamourosa,más... muchas cosas, pero también podría ser mucho peor en muchos aspectos. Ell caso es que hace un par de años, quizá, volví a mirar por la ventana. A través de facebook busqué en los perfiles de mis amigos de entonces a Emma, imaginando cómo sería, pero viéndola siempre en su eterna nube de los 16 años, bella como un amanecer nublado, virgen como un amanecer nublado, fría como un amanecer nublado.

No la encontré.

Esta tarde, una muy querida amiga me ha dejado un mensaje en el Messenger de Facebook que decía: "te entreraste de los de emma?"
Y no, no me había enterado, pero me temí lo peor. Resulta que Emma viajaba en ese avión. Sí, en ese avión. En ese maldito avión con ese malnacido al mando. Me he quedado de piedra.

          (de El País, ligera, ligerísimamente modificado)

Emma consultó por última vez el WhatsApp el martes a las 9.49. Estaba ya en el aeropuerto del Prat y probablemente dentro del avión. Pudo apurar el uso del móvil gracias al retraso de 20 minutos que acumulaba su vuelo a Düsseldorf, aunque ese no era su destino final. Iba a Manchester, a buscar al mediano de sus hijos, que el viernes concluía un Erasmus allí. Y había convencido a su madre y a su hija para que la acompañaran. Aprovecharían el viaje para hacer algo de turismo.
Vivía en Sant Cugat (Barcelona) con su marido y sus tres hijos desde hacía una década. El martes hacía un mes que habían estrenado piso a 500 metros de donde habían vivido hasta entonces. Allí había establecido fuertes vínculos con vecinos, con otros padres del colegio donde estudiaron sus hijos —el Santa Isabel— y con sus compañeros de pádel, el deporte que practicaba. También compartía con sus amigas salidas a esquiar o jornadas de cocina. Con un círculo muy próximo de amigas tenía pendiente una salida de fin de semana que intentaba arreglar. Probablemente ella también organizó el desplazamiento de su madre de Madrid a Barcelona antes de partir a Alemania.
La hija de Emma, Emma también, de 12 años, era (nadie es perfecto) orgullosa fan del Atlético de Madrid.


Y Emma, la preciosa e inolvidable Emma, está, ya para siempre, en las nubes. Te veo allí.



Yo, a pesar de que me impresionó, conocía muy poco a la Emma niña. Y menos aún a la Emma mujer, pero seguro que le parecería bien esta canción para este momento. Mírala y escúchala si tienes 5 minutos. Y si conociste a Emma. Y si te emocionan las cosas sencillamente hermosas.






jueves, abril 16, 2015

7 citas

Lo bueno de ella es que no espera las cosas que espera el resto de la gente. Llega, te saca la lengua, le da una vuelta a la manzana y empieza a sonreír. Y ya no para.

En nuestro primer encuentro, caminamos juntos, hablamos de esto y de aquello, y poco a poco, me voy olvidando de lo penoso que me parezco el resto del tiempo, y empiezo a pensar que a veces merecen la pena cosas como hablar, no tener prisa, la risa inofensiva, escuchar y -sencillamente- estar al lado de alguien.

Estar a su lado, ¡qué poco parece... y cuán grande es! Sentirse a la misma altura, mirar el mismo horizonte, aunque veamos confines distintos, rozar su codo o su cadera según andamos, fijarme en cómo exploran el mundo sus pestañas cuando la miro desde un lado.

Como conductora es correcta, tirando a buena. No sé porqué se ha hecho a la idea de que soy mal conductor (no lo soy, en absoluto), de que no me gusta conducir, o de que me agobio en la ciudad, nada de eso es cierto,pero prefiero que permanezca en su error, porque así conduce ella y yo puedo mirarla a gusto sin poner en peligro nuestras vidas,como sucedería, sin ninguna duda, si ella,con toda su figura y toda su sonrisa y todo su fatal atractivo, ocupara el asiento del copiloto y yo mirara su cuello y me imaginara besándolo, me asomara a su escote y me imaginara asomándome a su escote, si yo trazara visualmente una linea golfilla por sus muslos y me imaginara trazando esa misma línea, pero con mi dedo índice.

Hablamos muchísimo durante nuestra primera cita, y hablar era mejor que chatear, porque cuando hablas no se cruzan los mensajes ni, sobre todo, hay emoticonos, cosa que detesto con toda mi alma, y en fin, hablar con ella es, en esas circunstancias, ponerse delante de una mujer que, por decirlo en pocas palabra, es mundial.

A ella le chocaba un poco eso de "mundial" y no se lo reprocho, pero, ¿se puede decir algo mejor de una mujer que hacerle ver lo mundial que es? Porque es bastante mundial, por no decir absolutamente mundial, que es más lo que a mí me parece.

Nuestra segunda cita fue bien también. Ella es buena bailarina, pero yo no.De modo que la parte del baile fue un poco penosa para mí, aunque ella insistía en que "no bailaba tan mal". Tan es importante en este contexto. Yo no dije que bailara tan mal. Ni siquiera muy mal. Yo sólo dije que no bailaba demasiado bien, lo cual es diferente.
- Bueno, yo es que no bailo demasiado bien - dije, y empezamos a bailar con ella quitando importancia al asunto.
Luego al salir de la discoteca, me sentía fatal, se notaba cantidad que ella se sentía un poco avergonzada, o decepcionada por mi torpeza bailística, así que estaba como obligado a disculparme:
- Lo siento, te advertí...
- Tampoco bailas tan mal - me interrumpió ella.
¿Veis lo que quiero decir?
Por eso no la besé al dejarla en su casa. No le di una patada de milagro.

La tercera cita me dio la oportunidad de mostrarme simpático y expansivo y a ella le dio la oportunidad de negarme el sexo por tercera vez. Quise seducirla y me mostré encantador, la llevé a comer al Quinto Vino y al estudio de un pintor en El Escorial, pero ni aun así me abrió las piernas.


La cuarta vez que me me dio calabazas fue en nuestra cuarta cita. Lo cual no es una curiosa coincidencia. Es un patrón.

La quinta vez, pensé por primera vez en matarla y lo pensé en cinco ocasiones, de modo que la sexta vez que pensé en matarla, fue en nuestra sexta cita.

La séptima cita, esta misma noche, justo cundo iba a matarla, ella se desnudó y me ofreció su cuello, sus labios, todos ellos, sus pechitos descarados, su cuerpo entero. Me desconcertó bastante. Tanto fue así, que me ha matado a polvos.

Me muero de gusto.





miércoles, abril 08, 2015

Cuando me veas



Espero que, cuando al fin me veas, sepas mirar más allá del planeta que aparento ser. Que no entres en mi atmósfera sin traje de cosmonauta, porque podrías orbitarme por toda la eternidad, ser mi luna inalcanzable, objeto de mis cantos y poemas, razón de mis altibajos ciclotímicos, imán de mis mareas, reloj de todas mis vidas.


Confío en que, cuando al fin me veas, no fijes tus ojos biempensantes en mi torpe y ajado aliño indumentario, porque los paños vulgares que, a la vez, me esconden y delatan, no son parte de mí ni de ti, no son yo ni son nosotros, son sólo un afán de otro tiempo y de otro cuerpo, un rato desafortunado de hechizo en los pasillos nada glamourosos del hipermercado, una inútil pretensión de normalidad huída hace mucho tiempo de mí. De mi planeta, si vamos a eso.
Espero que, cuando me veas, corras como una loca, desaforada, infantil, apasionadamente hasta el final del pasillo que es mi mirada esquiva. Y que en tu carrera hacia el centro del planeta, te dejes llevar por tu instinto, sin que las luces te deslumbren, sin que las sombras te atemoricen. Tu vestido blanco de vuelo y tirantes, tus pies desnudos acortando las distancias siderales, propulsados por tu sonrisa, por mis ganas de entenderlo, por el frío que derrite los polos de este planeta anhelante de vida.


Creo que cuando me veas me vas a contagiar la alegría, me transmitirás los microbios traviesos de las chispas de tus ojos, sucumbiré al virus de tu talento y se me pegarán los humores de tu simpatía desbordante.


Esto es lo que yo creo. Y yo, atento, discreto, soberanamente aburrido, sin saber nunca qué vino pedir, ni qué cantidad de comida es la correcta, ni... a dónde dirigir mis ojos hambrientos, si a los tuyos y ruborizarnos, si a tus labios y hartarme de sonrisa o a la parcela dorada de piel que baja desde el hombro, por la zona de la axila, hasta el pecho.


Cuando me veas, supongo, no serán decisivos las grandes palabras ni los gestos grandilocuentes, sino esa forma de ponerte la servilleta, o de juguetear tus pies por debajo de la mesa mientras te acabas el postre.


Después de tanto tiempo, cuando me veas, el cielo en ciernes podría reinar.