domingo, noviembre 17, 2013

Primeras líneas (Prontuario de alegrías y tristezas del príncipe Joduar - Prólogo)

 Lea en orden, como es debido, por humanidad: Prontuario de alegrías y tristezas del príncipe Joduar (El empiece, como si dijéramos)

 

1. EL CUADERNO

La primera página, sin prólogos, título, licencias o explicaciones previas, es una remembranza algo cruda, que te pone en disposición, te avisa de que vas a leer, si continúas, algo realmente singular.

El recuerdo de mi padre es una vaga secuencia de fotogramas en blanco y negro; destellos leves, velados de tristeza. Zapatillas, batín y pipa, lectura junto a la chimenea y un indescriptible halo de melancolía en su mirada gris azulada. Aprendí a cobijarme bajo su brazo, inquietantemente seguro, y relativamente cómodo en su resignada fatalidad. Olía a Brummel, a tradiciones semiperdidas y a  mí me tranquilizaba ese aroma sorprendente de pequeñoburgués, una inesperada familiaridad en alguien nacido y educado para reinar. Mi padre, el monarca humilde, gobernante oximorónico, un hombre, nada menos.

Mi madre, música en vivo, trompetas en la risa, violines en el llanto, era extrema como  las lindes, y era, por hacerlo fácil de entender, un sol: su presencia era vida y su ausencia, pura añoranza de la luz y el calor. A veces era demasiado presente, como sol de estío; otras, no entendías porqué nubes tan despreciables eran capaces de hacerla languidecer, como tímido sol poniente del otoño.

Ninguno de los dos tenía el don de la elocuencia. Pero declamaban con soltura y estaban más que acostumbrados a perorar sobre cualquien asunto en cualquier lugar y ante cualquier audiencia. Desde pequeñito, pues, me acostumbraron, o más bien, me entrenaron...

(nota disgresiva para periodistas deportivos: entrenar es un verbo transitivo y necesita de complemento directo; no se puede decir "Mesi entrena bien", porque es mentira -lo hace fatal, me apuesto un huevo- y porque se dice "Mesi se entrena bien" si se diera el caso -improbable- de que este as del fútbol tuviera cerebro para hacerlo él solito, o "a Mesi lo entrenan bien"; además, el sustantivo, la acción de entrenar, es entrenamiento, no entreno, aunque sea más corto, aunque la Real Acedemia de la Lengua -Durmiendo con su enemigo- lo haya aceptado -como descambiar- y aunque a ti, cabeza hueca, te parezca más chulo)

... me entrenaron, decía, porque aquello fue un auténtico entrenamiento, a estar siempre preparado -entrenado- para contestar preguntas, o improvisar pequeñas charlas, largar el rollazo, vamos, y la técnica que usaron era darme fichas con frases hechas, neutras, polisémicas, que me ayudaran a arrancar un discursillo, un imporvisado speech mientras organizaba mis ideas y pensaba qué es lo que iba a decir.

Pronto fue evidente para todo el mundo, excepto quizá, para mi madre, que yo nunca reinaría y ella, en plan mamá de la Pantoja, siguió aleccionándome al regio estilo, sin perder la esperanza, y es de entonces de donde me viene mi afición (más que afición, necesidad) de los prontuarios: de tener una referencia siempre a mano para poder arrancar la charla sobre lo que sea sin titubeos.
Y a eso me dispongo ahora. A contaros sin delicadeza, sin titubeos, sin dudar, mi peripecia. Y no porque yo crea que os importe, sino, tal vez, conmovido por la lealtad incomprensible del grupo de nostálgicos que me ha provisto de sustento toda mi vida, anhelando una imposible Restauración. Añorando un tiempo que, pensándolo ahora, quizá nunca fue en realidad. Ellos, infelices soñadores, leales como perritos, me piden que por favor escriba, que tome nota, que la patria sepa que la llama de nuestra estirpe nunca fue del todo extinguida, aunque durante un tiempo lo pareciera. Y yo, lo que pienso es que quizá lo que ellos llaman el Continuo Histórico de la Monarquía no es más que un fogonazo, un destello amable en la cruda y prescindible historia de mi pequeño país. Dudo que, si esto llega a manos de mis fieles patrocinadores, les satisfaga en lo más mínimo, pues es poca herencia, poca ensañanza la que aquí voy a dejar.

Yo soy un príncipe sin reino en un mundo de gentiles hombres. Un non despiadado, un impar no emparejable, una personalidad compleja con pocas probabilidades de desposar, como dijo el sabio Joey Tribiani de su amigo Chaendler Bing.
 Yo soy el príncipe Joduar, un hombre sin suerte.

viernes, noviembre 15, 2013

Prontuario de alegrías y tristezas del príncipe Joduar (El empiece, como si dijéramos)

0. DE CÓMO LO ENCONTRÉ Y SUCUMBÍ

Muerto el príncipe, y de eso hace tres laaargos años, sin herederos legales o bastardillos, y siendo su corte inexistente, pues el reino en el que debía reinar, por razón de sangre y tradición, fue disuelto poco después de nacer él, se planteó el asunto de qué hacer con las cosas de palacio.

Como quiera que "palacio" es un enlace con el pasado, un eufemismo tras el que se medio oculta el pisito miserable que los nostálgicos pagan a Joduar, nadie hizo nada y la exigua corte se disolvió como un azucarillo aliviado en una relajante cup de black coffee in bed. Sus declaraciones al sentirse al fin libres del principito -"hicimos lo que pudimos"- sonaban a suspiros liberadores, como el silbido de la olla a presión cuando la apartas del fuego.

Y es que un ex-príncipe es, fundamentalmente, alguien a quien, como a algunos cónyuges, le cuesta asumir su ex-idad. Si uno crece comiendo mortadela, se acostumbra pronto al jamón, pero es difícil hacer el camino vicevérsico o, más que difícil, es desagradable y Joduar, al parecer, según la opinión de casi todo el mundo, no supo hacer ese camino cuesta abajo con un  mínimo de galanura.

Yo no sé qué decir al respecto. Sólo soy Camilo, el que limpia las casas de los muertos sin herederos, un trabajador no cualificado de la inmobiliaria, así que no soy una persona cultivada, ni experta, ni estudiada ni nada por el estilo. Soy un hombre supuestamente con pocos escrúpulos que hace un trabajo dicen que desagradable, pero a mí no me lo parece tanto. La expresión "casas de muerto", que yo uso sin anestesia, porque me gusta ver el efecto que causa en mis interlocutores, evoca en la mente viejos abandonados que llevan un trimestre pudriéndose o sirviendo de comida al gato. Lo cierto es que la mayoría de las veces, en mi caso, al menos, son casas de gente que salió con idea de volver un rato después, y si algo se pudre es un tupper con sobras de macarrones con chorizo en la nevera.

Si nadie reclama las pertenencias del finado (lenguaje técnico, lo uso con falsa soltura para darme importancia), hago inventario, empaqueto e identifico lo susceptible de ser reutilizado (otro eufemismo, se vende en eBay), y me deshago de lo que estimo oportuno. Es un sobreentendido laboral, latente en mi contrato, pero jamás patente por escrito, que yo, en primer lugar, y mi equipo, a continuación, nos quedemos lo que queramos, siempre, insisto, que nadie lo reclame. Finalmente, nos convertimos en brigada de reparación, desinfección y limpieza, y la vivienda queda lista para una nueva... ¿víctima?

El piso del príncipe Joduar no sería una excepción de esta decepcionante
rutina, si no fuera por el cuadernito que encontré en su mesita de noche. Un cuadernito Centauro, tamaño A7, de tapa semidura azul, muy vulgar, nada principesco, muy sencillo, nada ostentoso que con el fantástico título de "Pequeño Prontuario de Alegrías y Tristezas" me llamaba tantísimo como si emitiera luces y sirenas de emergencia.

Lo tomé con cuidado, como si quemara, o estuviera pringado de petróleo y lo examiné por fuera, antes de atreverme a abrirlo, aunque al verme, accidentalmente, reflejado en el espejo, la imagen que éste me devolvía era, seamos sinceros y gráficos, la de un chimpancé examinando un iPod. Desolado por esta imagen, preguntándome si era un reflejo de mi autoestima, abrí el cuadernillo, pero sin mirar aún dentro, y pasé con rapidez sus hojas frente a mi rostro, como abanicándome antes de empezar.

Me senté en la cama, con la sensación de que antes de seguir con todo eso tenía que leer esa rareza manuscrita, con letra firme, un poco nerviosa y picuda, de aspecto poco amable, pero firmemente determinada a permanecer contra viento y marea, through thick and thin, para que un infeliz como yo la leyera.

De modo que abandoné la Posición de Fowler y me abandoné, sucesivamente, a las de semifowler, decúbito supino, lateral, prono y por útimo, decúbito dorsal, porque leí completo el contenido del cuadernillo del príncipe, y de lo que leí en tales posiciones y de las enseñanzas que obtuve de su lectura, reflexión y maduración, es de lo que me dispongo a escribir en las líneas venideras.

Y tal.



lunes, noviembre 11, 2013

Un señor bastante importante

He visto que hoy ponen en la tele El inolvidable Simon Birch, una peli del todo encantadora, como muchas de las películas basadas en novelas de John Irving, de quien yo me atrevería a decir, sin miedo a equivocarme, que se trata de un señor bastante importante.
La película tiene esa cosa tan fantástica del cine americano que te hace meterte en la historia nada más empezar, atrapando tu alma con un par de notas musicales, la nostalgia y el discurso evocador de una voz en off que repite, casi literalmente las primeras líneas del gran libro de Irving:

"Estoy destinado a recordar a un chico de voz estridente..."
Ver que ponían esta peli me ha recordado lo mucho que disfruté leyendo la novela en que la peli está basada, Oración por Owen, y lo que, en general me ha hecho disfrutar John Irving con sus fantásticas novelas.
Irving es un autor muy peliculizado y estoy seguro de que mi amiga Clementine, una de las pocas lectoras habituales de este blog, y autora de varios blogs sobre cine, escribiría un brillante y bien documentado artículo sobre las pelis que Hollywood, o la industria del cine en general, ha hecho sobre la base de las historias de John Irving, Aquí le dejo la idea y la sugerencia, a ver si ella toma mi guante.

Pero quería escribir sobre John Irving, bueno, no sobre él, sino lo que me ha pasado a mí con John Irving. Yo creo que de los autores contemporáneos de éxito, no hay ninguno como John Irving. Puede que sea escritor de best sellers, y que esto sea malo para alguien, pero para mí es un escritor de  los pies a la cabeza, y no un escritor cualquiera, sino un gran escritor, que tiene la fortuna, por la cual le envidiamos en todo el mundo, de que su talento sea además reconocido y aplaudido por millones de lectores.

Para mí, leer a John Irving es un placer. Me encantan sus diálogos y sus personajes, su sentido del humor y su inteligencia preclara, aunque a veces me fastidie un poco su militancia (ligera, no es un tío demasiado sermones) en la superioridad moral de lo políticamente correcto que sobrevuela en ocasiones sobre su discurso, algo que ocurre, también, por ejemplo, con otro grande, aunque en mayor medida, como Paul Auster.

Me sucede, a menudo, leyendo a Irving que al leer un párrafo levanto la vista, cierro a medias el libro (sin perder la marca, eso sí) y me cago en su santa calavera, de pura envidia, y vuelvo a leer ese mismo párrafo, preguntándome y buscando qué es lo que ha hecho genial ese párrafo; y lo leo y releo, y me pregnto mil veces dónde está; y nunca lo encuentro, no hay un chispazo poético, un destello de ingenio, ni una elección afortunada de adjetivos o circumloquios; pero subyace en las palabras escogidas, y su significado, un orden rítmico inexplicable, una musicalidad latente que, como agua subterránea, riega el texto de vida, como un jardín tropical, de esos tan frondosos que casi cansa mirarlos.

No lo encuentro, decía, quizá tú sí. Quizá si lees Libertad para los osos, puedas explicar de dónde sale el genio, cuándo nació esa luz. John Irving es parte de mí, aunque él no lo sepa, y así debería seguir siendo. Si te lo encuentras un día, quizá comprando calabacines, tal vez en un ferry a una isla aburrida. no le digas nada sobre mí. Hablad de béisbol, de gambas o de Etta James o Muddy Waters, con eso le mantendrás tranquilo y circunspecto, que es el modo en el que, según la Enciclopedia Obtusa de Exploradores, debe mantenerse a los escritores. Porque, querida, te diré algo que quizá te salve la vida un día: si dejas que un escritor empiece a hablar de su obra, sus historias o personajes, estás perdida.

No y no. No hay nada tan pelmazo como un escritor hablando de su cosa, explayándose pedante y pomposamente sobre toda esa basurilla que tanto gusta a los periodistas, tipo si su historia es autobiográfica, o si el personaje del gato está inspirado en su tía Angustias. Incluso si es a Irving, no soporto las entrevistas a escritores. O a actores. Mejor la muerte.

Sé que John Irving no es el mejor, pero es, sin ninguna duda, el que a mí más me gusta. Supongo que no enseñarán sus libros en el colegio, pero igual que leía párrafos a mis hijos para dormirles y, más adelante, les recomendé y presté sus novelas, enseñaré a mis nietos la magia que se esconde tras, o sobre, algunos párrafos sublimes. Seré al abuelo cebolleta pelmazo que lee cosas pesadísimas y un día, sin darse cuenta, se encontrarán frente a la tele, o en un cine, viendo una peli cuyo guión sea suyo, o basada en una novela suya... y se acordarán de su abuelete obeso y pelmacín, el que les leía párrafos sin sentido y, en fin, todo tendrá, al fin, sentido.

¿Me entendéis, Príncipes de Maine, Reyes de Nueva Inglaterra?

Pues a eso me refiero.












viernes, noviembre 08, 2013

La de las palabras huecas. La de Cepción

Ella, como casi todas las de allí, es bonita. Las de Cepción antes, en los tiempos en que las chicas esperaban a que los chicos les llevaran al baile, eran feas, pero ahora no, ahora que las mujeres tienen la desfachatez de no desearme espontáneamente, ahora están buenas, tienen talento y los pechos rebosantes de promesas y buenos augurios.

El caldo de la sopa es el resultado de la lenta y contumaz cocción de los alimentos esenciales, y ella sería como un caldo si no fuera de Cepción ante todo. Pero ella, por ser tan de Cepción, no tiene tiempo para ser caldo y es más gallina blanca, gallina fugaz y trepidante, cloqueando como una gallina mágica, por lo que podríamos decir que ella, como buena de Cepción adora esfumarse sin pensar en nada más.

Ella canta. Canta al sol a la luna y el viento, porque dice ser natural como el sol, la luna y el viento. Pero también son naturales las berzas, la mierda de cerda y la nariz de la lombriz y no van diciéndolo por ahí, como si fueran portuguesas, por lo que no debemos dar demasiada importancia a la canción que canta esta mujercita de pies traviesos y mente insolente, pero es que ella es toda vacuidad, ella es pura de Cepción. No hay nadie más de su pueblo que ella.

Ella a veces parece otra ella, la Mento de Cirlo, la típica mema que no sabe tocar la flauta, pero insiste una y otra vez con Twinkle, twinkle, little star, y a mí me parece completamente insustancial, totalmente irresponsable, absolutamente egoexistencial, como un conejito mirando melancólicamente las zapatillas de correr, Adidas Tampico, de la señora tortuga.

Ella sólo dice ecos. Ella sólo aflora en reflujos. Parece que sabe, pero no sabe a nada, fast food, pim-pam-pum. Tiene mucho cuento, y no tiene relato. Es una tormenta desatada de cháchara, pero ya sabes, es la lluvia incesante y calabóbica, el orballo tenaz de Cocacola en el cerebro, ella es la de las palabras huecas, la de Cepción.

La indiscutible y neta decepción.

lunes, noviembre 04, 2013

Quieres saber, tú quieres saber.

Quieres saber por qué camino mirándome los pies, y ya me gustaría a mí saberlo. Quizá es que no me atrevo a mirarte, o a mirar tus pies, o a mirar a nigún otro lado, porque me volvería loco.
Quieres saber

Camino porque si me quedo quieto, me mata la brisa que primero te abrazó ti y llega a mí impregnada de tu olor.

Quieres saber por qué me castigo así, y yo no puedo contestarte porque no tengo la menor idea. Y estúpidamente consciente como soy del mal que me hago con estos  voraces arrebatos, con esta inmovilidad suicida, se me ocurre que quizá no sea tan listo como tú pareces pensar.

Me castigo porque no sabría, si no lo hiciera, cómo justificar mi soledad física, ni cómo salvarme de la condena eterna al amor propio que parece mi vida.

Quieres saber por qué me encierro, por qué no le cuento al mundo todo lo que llevo dentro, y sigo en un trabajo de mierda, cuando es evidente que mi sitio está en otro lugar. Quieres saber por qué callo, cuando una voz como la mía se echa de menos en un mundo tan materialista.

Me encierro y callo mis anhelos, porque si no lo hiciera, el mundo sabría entonces que soy vulgar como un gato callejero, cuyo encanto  termina después del primer salto, gracioso de ver de lejos, incómodo de vivir de cerca.

Quieres saber el porqué de tantas cosas...

Y entonces pones un disco de Pablo Alborán. Y me cuentas una injusticia que se cometió en el último programa de Top Chef, y te escandalizas porque Bankia vuelve a los beneficios. Me dices lo mucho que te apetece leer otra gilipollez de Ruiz Zafón, que Barcelona es muy europea, que te da morbo hacerlo en la cocina, y que no importa la edad que tengas (te refieres a la que tú tienes, que te tortura), lo que importa es que te sientes joven por dentro.


Y yo quiero saber por qué, mi vida, por qué no soy capaz de plantarme frente a ti, y ante esta insufrible tabarra, y ponerle fin a todo este asunto porque, francamente, querida, toda esa monserga, toda esa basura, me importa bastante menos que un pimiento.

Vulgar, como un gato callejero

Te vas.


viernes, noviembre 01, 2013

La dibujante que no sabía pintar

Estaba limpiando la caseta, la inútil caseta del socorrista de Playa Nueva, la Playa Donde Nadie Se Baña, cuando algo golpeó el tejadillo. Salí, lo miré, miré hacia arriba, al mirador, y finalmente lo cogí y lo miré otro rato, desconcertado. La marea estaba subiendo, así que las olas estaban en ese momento en que salpican un huevo; un buen chorreón de agua salada cayó sobre aquello, borrando, casi mágicamente, lo que sobraba. Ahora era soberbio. Lo colgué en una de las desnudas paredes de la inútil caseta del socorrrista.

-.-

Solía visitarla los viernes, un poco antes de mediodía, aunque quizá visitarla sea un tanto inexacto. Iba a mirarla, a escondidas, mientras ella pintaba. Ahora estaba pintando, otra vez, la Ría Nueva. No siempre fue así. Quiero decir que no siempre la miré a escondidas. Ni tampoco pintaba siempre la Ría Nueva, bueno sí, pero la pintaba desde diferentes encuadres. Al principio, cuando -de golpe- la descubrí, iba a mirarla abiertamente y ella, todavía no entiendo muy bien por qué, un día me dijo:
- Eh, tú... ¿no tienes nada mejor que hacer?
Me gustaría contar que se me ocurrió una buena réplica, pero no. Me puse rojo, balbuceé dos paridas y me marché. 
Desde entonces, mis visitas fueron furtivas. Así que, bueno, no eran visitas. No iba a visitarla. La acosaba.
Ella pintaba muy divertido. Paisajes. Elegía un encuadre y primero, lo dibujaba. Su dibujo era de trazo vigoroso y suelto, maduro, experto, muy seguro. Y sin embargo, luego, al darle color, parecía sufrir una regresión. 
Su pintura era infantil, parvularia, dubitativa, en la misma medida en que su dibujo era adulto, cultivado y certero.
A mí, raro que es uno, me gustaba ver esa degradación que sufría el lienzo en su tránsito del dibujo sublime a la pintura mema. Me divertía ver su expresión cambiante, de la satisfecha mirada inicial a la incredulidad final, como diciendo, ¿cómo puedo pintar tan mal?
Lo cierto es que no pintaba tan mal. Tan mal como ella pensaba. Es cierto que su dibujo era mjuy superior, pero no era tan mala pintando. Pero ella tenía la desgracia de tener esa cosa que les pasa a algunos artistas no comprendidos y, por lo tanto, frustrados: reconocía el verdadero arte y esa intuición la torturaba por cuanto, en reconociendo el alcaloide de lo sublime, no le hacía falta más que ser honesta consigo misma para... para... deprimirse. Oh, caramba...

Aquel día, estaba rematando su nueva visión de la Ría Nueva. Esta vez, como curiosidad, había incluido una avioneta de publicidad que sobrevolaba todo el litoral anunciando el casino. Estaba terminando, de modo que estaba de muy mal humor porque, mucho antes de abordar las últimas pinceladas, era evidente que había vuelto a joderla. Su prometedor dibujo se convirtió en una decepcionante pintura.

Se acercó a la valla del mirador, y se asomó al acantilado con tenebrosas intenciones. Iba a suceder. Me sentí tentado de detenerla. De decirle que era un error, que no podía tomarse las decepciones artísticas tan a la tremenda. Pero no me atreví. Me acordé de cuando me preguntó si no tenía nada mejor que hacer que mirarla... y entre el remordimiento y la vergüenza -porque seguía mirándola  a escondidas- admito, sin sentirme demasiado orgulloso. que no fui capaz de impedirle que lo hiciera. Sucedió. Y yo, maldito cobarde, no lo impedí.

-.-

Bajé a la playa por las escaleras del acantilado. Cogí una esponja natural que la marea alta dejó anoche al pie de la escalera. Metí los pies en la orilla y metí y empapé en su agua fresca la esponja. Unos pasos más allá vi la avioneta. Maravillosamente dibujada, espantosamente pintada. Pasé por el lienzo la esponja y el color casi desapareció por completo, dejando, húmedo y resaltado, el trazo firme, sublime, suelto, vigoroso y rápido de su dibujo. Terminé de limpiarle el color, y metí el cuadro en la inútil caseta y lo colgué. Las paredes de la caseta estaban ahora llenas, forradas, práctiamente, con 25 vistas de la Ría Nueva. 25 dibujos extraordinarios.

Creo que voy a montar una exposición. Me gustaría ser una especie de mecenas. Me gustaría que el mundo descubriera el talento de mi pintorcilla. Me gustaría acostarme con la artista.