viernes, noviembre 01, 2013

La dibujante que no sabía pintar

Estaba limpiando la caseta, la inútil caseta del socorrista de Playa Nueva, la Playa Donde Nadie Se Baña, cuando algo golpeó el tejadillo. Salí, lo miré, miré hacia arriba, al mirador, y finalmente lo cogí y lo miré otro rato, desconcertado. La marea estaba subiendo, así que las olas estaban en ese momento en que salpican un huevo; un buen chorreón de agua salada cayó sobre aquello, borrando, casi mágicamente, lo que sobraba. Ahora era soberbio. Lo colgué en una de las desnudas paredes de la inútil caseta del socorrrista.

-.-

Solía visitarla los viernes, un poco antes de mediodía, aunque quizá visitarla sea un tanto inexacto. Iba a mirarla, a escondidas, mientras ella pintaba. Ahora estaba pintando, otra vez, la Ría Nueva. No siempre fue así. Quiero decir que no siempre la miré a escondidas. Ni tampoco pintaba siempre la Ría Nueva, bueno sí, pero la pintaba desde diferentes encuadres. Al principio, cuando -de golpe- la descubrí, iba a mirarla abiertamente y ella, todavía no entiendo muy bien por qué, un día me dijo:
- Eh, tú... ¿no tienes nada mejor que hacer?
Me gustaría contar que se me ocurrió una buena réplica, pero no. Me puse rojo, balbuceé dos paridas y me marché. 
Desde entonces, mis visitas fueron furtivas. Así que, bueno, no eran visitas. No iba a visitarla. La acosaba.
Ella pintaba muy divertido. Paisajes. Elegía un encuadre y primero, lo dibujaba. Su dibujo era de trazo vigoroso y suelto, maduro, experto, muy seguro. Y sin embargo, luego, al darle color, parecía sufrir una regresión. 
Su pintura era infantil, parvularia, dubitativa, en la misma medida en que su dibujo era adulto, cultivado y certero.
A mí, raro que es uno, me gustaba ver esa degradación que sufría el lienzo en su tránsito del dibujo sublime a la pintura mema. Me divertía ver su expresión cambiante, de la satisfecha mirada inicial a la incredulidad final, como diciendo, ¿cómo puedo pintar tan mal?
Lo cierto es que no pintaba tan mal. Tan mal como ella pensaba. Es cierto que su dibujo era mjuy superior, pero no era tan mala pintando. Pero ella tenía la desgracia de tener esa cosa que les pasa a algunos artistas no comprendidos y, por lo tanto, frustrados: reconocía el verdadero arte y esa intuición la torturaba por cuanto, en reconociendo el alcaloide de lo sublime, no le hacía falta más que ser honesta consigo misma para... para... deprimirse. Oh, caramba...

Aquel día, estaba rematando su nueva visión de la Ría Nueva. Esta vez, como curiosidad, había incluido una avioneta de publicidad que sobrevolaba todo el litoral anunciando el casino. Estaba terminando, de modo que estaba de muy mal humor porque, mucho antes de abordar las últimas pinceladas, era evidente que había vuelto a joderla. Su prometedor dibujo se convirtió en una decepcionante pintura.

Se acercó a la valla del mirador, y se asomó al acantilado con tenebrosas intenciones. Iba a suceder. Me sentí tentado de detenerla. De decirle que era un error, que no podía tomarse las decepciones artísticas tan a la tremenda. Pero no me atreví. Me acordé de cuando me preguntó si no tenía nada mejor que hacer que mirarla... y entre el remordimiento y la vergüenza -porque seguía mirándola  a escondidas- admito, sin sentirme demasiado orgulloso. que no fui capaz de impedirle que lo hiciera. Sucedió. Y yo, maldito cobarde, no lo impedí.

-.-

Bajé a la playa por las escaleras del acantilado. Cogí una esponja natural que la marea alta dejó anoche al pie de la escalera. Metí los pies en la orilla y metí y empapé en su agua fresca la esponja. Unos pasos más allá vi la avioneta. Maravillosamente dibujada, espantosamente pintada. Pasé por el lienzo la esponja y el color casi desapareció por completo, dejando, húmedo y resaltado, el trazo firme, sublime, suelto, vigoroso y rápido de su dibujo. Terminé de limpiarle el color, y metí el cuadro en la inútil caseta y lo colgué. Las paredes de la caseta estaban ahora llenas, forradas, práctiamente, con 25 vistas de la Ría Nueva. 25 dibujos extraordinarios.

Creo que voy a montar una exposición. Me gustaría ser una especie de mecenas. Me gustaría que el mundo descubriera el talento de mi pintorcilla. Me gustaría acostarme con la artista.









4 comentarios:

Clementine dijo...

Esta vez me he metido aquí directamente por el título de la entrada, y no veas cómo me alegro ahora de haberlo hecho.
Mágico relato, Wolffo, muy, muy bien contado, preciosa historia y... genial final.
También me encanta el cuadro de la pintora pintando. Éste seguro que no es de ella :)
Un beso.

Wolffo dijo...

El título llama, eso es cierto, Clemsie, pero me encanta que la experiencia haya superado esa llamada inicail por el título y que hayas leído la historia... ¡y hasta visto las "estampitas"!

Un beso gordo y muchas gracias.

Mal dijo...

Aquí me siento como en familia, no sé por qué será.

Pues suscribo lo anterior: preciosa historia, muuy bien escrita. Pedazo de acosador...

Wolffo dijo...

Cierto, soy un acosador sin escrúpulos, pero con bastante gracia, mis acosadas suelen reírse bastante.

Pues nada, Mal, me gusta que te guste, ya sabes, y me gusta que te encuentres como en familia.

Por lo que la vida me va enseñando esta tuya, vuestra, es una familia de lo más gustosilla.

Muchos, muchos besos.