jueves, mayo 16, 2013

Reencontrándome

Yo-yo, por supuesto,
 


Fue llegar y verme.

La primera sorpresa, mi aspecto. Es diferente, muy diferente, verte en el espejo, mirándote a los ojos, que verte ahi suelto, viviendo, como si dijéramos, la vida cuerda. Basta, creo yo, con no saber que te estás mirando, para que no te reconozcas.

Si pudieras hacerlo, si pudieras pillarte por sorpresa en el espejo, no te parecería todo esto tan idiota, y sabrías de qué estoy hablando. pero claro, es imposible... a no ser que puedas meterte entre dos espejos y mires los reflejos de los reflejos y llega un momento en el que al tipo que ves al fondo, metarrepetido ya, no le conoces de nada... hasta que te das cuenta de que eres tú, sin mirarte. Ese punto de vista te sorprende, porque, digamos, que tu coronilla, o tu espalda, no tiene expresividad, y no saben claro,  poner buena cara. Una cosa rara, como una peli de Orson Welles, que sería un genio, pero también un tío bastante pelma. 

En mi caso, en este caso, quiero decir, al entrar en casa me pillé asaltando la nevera. La sorpresa fue múltiple, claro. Fue la típica imagen que se ve en las series y pelis americanas, en las que un joven de torso musculoso y desnudo, con la pelambrera desordenada se apoya taciturno y atractivo en la puerta de la nevera abierta y la luz del frigorífico le da un aura aún más atractiva. Solo que yo no soy joven, ni atractivo, ni mi torso es musculoso (tira más bien a colgón) y mi cabellera, invadida ya descaradamente de canas, se desordena cada día menos y a veces me levanto peinado de la cama y todo. En el celuloide, la escena suele incluir un viril sorbo, o a una rebelde cerveza, o a un saludable brick de leche, pero en mi caso era un pet de 2 litros de pepsimax, un par de alitas de pollo y la cajita del embutido.

Bueno, podéis imaginarlo, si yo me sorprendí de llegar a casa y verme a mí mismo asaltando la nevera medio desnudo, con las tetas colgando, más me sorprendí yo mismo porque creyéndome solo y a salvo en mi casa, y caminando en calzoncillos (calçunçets en la jerga familiar) hacia la nevera para picar algo, voy y me encuentro de narices conmigo mismo entrando en casa y asustándome por verme en la nevera medio desnudo, con las tetas, etc., etc.

- ¡Mierda, qué susto...! - dijo mi yo recién llegado - ¿qué coño hago yo allí? -dije señalándome fuera de mí, podríamos decir.
- ¡Mucho más susto yo, perdona! - dijo mi yo semidesnudo - la pregunta no es esa, la pregunta es que qué hago yo viniendo de la calle, si donde estoy yo es aquí.

Me enfadé conmigo (siendo "Me" mi yo que sale de casa, el aventurero, porqué no, y "conmigo" el conservador, el que prefiere quedarse en casa atracándose de patatas fritas), porque mi visión de esa parte de mí calzoncillesca, perezosa y descuidada no me gustó ni un pelo. La visión de mi cuerpo y mi actitud eran un todo desagradable y poco aconsejable, del tipo "no te enredes con Jim", como la canción de Jim Croce. Y a su vez (¿y a mi vez?), estando yo tan tranquilito, sin molestar a nadie con mi barriga al aire y mis calzoncillos, mis grasientas alitas de pollo en casa, no tenía porqué soportar esa parte de mí altiva y desaprobadora, y así como me disgustó profundamente mi yo descuidado y patatil, no me gustó la versión distante y juzgadora de mí que entraba en casa, y reconocí en mi una antipatía, una distancia, una arrogancia que en nada me confortó.

A mi yo viajante se le cayeron las llaves del susto, pero a mi yo casero y remolón se le cayó la caja del embutido y el choped se derramó

- El choped no se derrama, melón - me dije altivo y arrogante

Acusé el golpe, me tengo dicho que no debo relajarme en la faceta lingüística, pero aun así, mierda, me relajo de vez en cuando y sé que no puedo hacerlo, y menos delante de un gilipollas quisquilloso como yo.

- No me gusta nada lo que veo - me dije, desde mi desnudez y mi relajación verbal
- Pues anda que lo que veo yo... - me contesté, desde mi atalaya de El Regreso Al Hogar

Y es curioso que habiendo tardado 48 años y pico en encontrarme a mí mismo, me guste tan poco verme así, de sopetón. Pero es más triste aún que, llevando un rato mirándome, además, me caiga mal. 

O tal vez, por arrojar un poco de optimismo de verbena, de autoayuda de opereta, de psicología parda, lo que pasa es que a veces somos demasiado duros al juzgarnos y al vernos de esa guisa acusadora y poco tolerante con nuestros defectos, nos guste aún menos esa faceta autocrítica y falta de humana piedad.

Pero vamos, que me miro y me lo juro: me caigo fatal. Ya me digo...









2 comentarios:

Mal dijo...

Jo, pues éste me gusta todavía más que el anterior, es genial.
Y no, no me he puesto al día echando leches, pero lo haré.

Besos de los grandes

Wolffo dijo...

Vi este comentario (y el siguiente, o el anterior) desde la gas, en el móvil y no te contesté porque no me gusta escribir en el teléfono. Así que te contesto ahora que muchas gracias, Mal, que me da gustito que siga apeteciéndote leerme. Gustito no, gustazo. Porque te conozco y eres lista y todo eso, y me gusta mucho que me leas.
Un beso ejnorme.