miércoles, marzo 13, 2013

Freddy entra en escena

Y la vida cambia, el ritmo se desata, la existencia cobra su verdadero sentido cuando mi amigo Freddy da un paso al frente y entra en escena. Es lo que los expertos llaman  el factor Freddy. Cuando estoy de turno e noche, la cosa empieza de verdad cuando me pongo tras el TPV y Freddy atraviesa el umbral de la puerta y me saluda con su "buenas noches, majete", y me da la mano al modo tradicional, luego como los machotes y por fin, una gran palmada, un "gimme5" que no vale si no suena.

Por si alguien quiere recordarlo, en mi post navideño de la última nochebuena, mencionaba por vez primera a Freddy Alcabo, una persona de una rectitud moral no debatible (no es que sea corrupto, es que desconoce los preceptos de la moral) y de una acrisolada pesadez.
Freddy está situado, humanamente, en el pelotón de los plastas, pero es buena persona, es pesado sin saberlo, sin sospechar siquiera que su compañía resulta altamente molesta para los corazones sensibles e insoportable para el mundo en general. 
Eso, humanamente.

En el plano intelectual, por decirlo de algún modo, Freddy se vadea en las pantanosas y enfangadas tierras fronterizas que separan la cordura, o normalidad, de la colgadura o subnormalidad. No lo digo con ánimo de ofender, sino de definir. Freddy no es un subnormal, pero es, de hecho, intelectualmente, subnormal, está por debajo, muy por debajo de lo normal.
Físicamente, Freddy es un tipo grandullón. Su aspecto es el de un tipo de 50 años en buena forma a temporadas, con el pelo corto, limpio pero estropajosillo y caneando ya, gafas de culo de vaso de los setenta, de esas que se oscurecen con el sol y, lo que más le define, es que es un hombre nublado. Este atributo no se aprecia a simple vista, ni a vista complicada tampoco (vamos que no se aprecia por la vista), pero se siente de una manera inequívoca. Freddy huele.  huele inequívocamente, sin medias tintas, con intensidad. Allá donde vaya, le acompaña, rodeándolo, y formando en torno a él un círculo infame de unos dos metros de diámetro, una especie de hediondo perímetro de seguridad (para los de fuera, no sea que caigan en un agujero negro) una nube de intenso olor a cerveza digerida (vómito, pota de cerveza) que disuade a los más arrojados de tolerar la presencia cercana de Freddy más de dos minutos.
Sentimentalmente, por cerrar el círculo de la definición del gran Freddy, Freddy es un hombre cariñoso al modo pegajoso, reiterativo, pringoso, casi. Es de esas personas tan babosas de las que, en seguida, te arrepientes de haberle dado cuartelillo. Caerle mal es malo, pero es peor, mucho peor, que te coja cariño.

Freddy, desde hace unas semanas, ha cambiado sus hábitos: antes era uno de los bichos raros que salvaba a quien estuviera de turno de noche de perecer de aburrimiento, apareciendo a eso de las 3 de la mañana, fumando desafiante en la pista  y tal, ahora ha adelantado su llegada a eso de las 22:45, más o menos cuando estamos haciendo el cambio de turno de tarde a noche.
A Freddy le gusta ver cómo trabajamos: cómo movemos los dedos por la superficie de la pantalla del TPV, cómo conseguimos con cada toque en la pantalla ese "bip" que tanto prece tranquilizarle; le gusta ver cómo recogemos el dinero, tocamos la pantalla del TPV y ha descubierto que en la pantalla que ve el cliente (y él) aparece consignada la cantidad que debe pagar el cliente y, después de dar unos toques "bip-bip mágicos" en la pantalla, el cambio que debemos entregarle al cliente. A Freddy le atrae tan irremediablemente nuestro punto de cobro, la pantallita y el trasiego de dinero, y toda la liturgia del cobro y el pago, que se pone literalmente encima del cliente.
- Freddy, no te puedes poner ahí, sepárate un poco...
- ¡Si yo no he hecho nada, no le voy a robar...! Yo no molesto - le dice a la achantadísima señora - ¿a que no?
Y la señora, que está aterrada y apestada a partes iguales, balbuce que no le molesta, no... pero en sus ojos ves el terror y la repugnancia.

Freddy es galante a su antigua y torpe manera. Cuando ve una mujer que le hace caso, o que al menos no le escupe, se deshace en elogios torpes e inconvenientes y se pone tan pesado y tan patoso que si no fuera porque su cabeza no da realmente ni para eso, estaríamos hablando de acoso. Pero para él eso son factores que no cuentan, él se siente seguro metido en su cazadora de cuero de aviador, su euro con diez para pagar la Mahou 5 estrellas y montando su altarcito sobre la cámara de hielo, donde despliega, si ese día han sobrado, el Marca y el As, y diciendo invariablemente: "tú eres del Aleti, pero si eres del Madrí, como yo, te das cuenta de que los periódicos son de mentira: una dice una cosa, otro dice otra, ¿ves? la misma cosa, uno dice una cosa, otro dice otra" y así un día tras otro, todos los malditos días.

Freddy es el blanco de insultos, frustraciones y tomaduras de pelo más evidente que he conocido en mi vida. A pesar de su enorme corpachón de rinoceronte herido, a pesar de sus tremendas manos, capaces de romper un coco sólo presionando con los dedos, a pesar de todo eso, es sencillamente inofensivo.

Cuando se dispone a marcharse, se pone en las retorcidas orejas los auriculares de su radio, se acerca a la caja arrastrando los pies, se despide con el triple saludo manual y me dice:
- Me voy que ya están los hijoputas de los guardias... los guardias, ya están, y lo amarillo no me cabe con la cazadora - dice refiriéndose a su chaleco reflectante que, en honor a la verdad, no es amarillo, es verde. No se lo tengamos en cuenta.

Porque, verde o amarillo, he sabido que el viernes pasado tampoco lo llevaba puesto. Se despidió de mí como siempre, con el triple saludo manual y llamando hijoputas a unos inexistentes guardias, y salió, carretera arriba, oyendo su radio, metido en su mundo. No miró a su derecha ni a su izquierda y no vio el agujero que había en el asfalto, en el que tropezó y eso le hizo caer; De movimientos lentos, le dio el tiempo justo para mirar al autobús que bajaba el puerto cuyo conductor guiaba con cierta prisa, terminada ya su jornada, camino de la estación base, con muchas ganas de irse a casa, hablando por el móvil con el encargado de las cocheras, dándole los kilómetros recorridos y preguntando si era necesario repostar antes de irse.
A 95 km/h un autoobús de tres ejes puede pasar por encima de un hombre que esté tendido en el suelo sin que el conductor apenas note nada.

- Vaya... espero que sólo sea un gato - dicen que dijo el conductor, y siguió su camino sin ver lo que había pasado.
A las tres de la mañana, una patrulla nocturna de la Guardia Civil vino a repostar y me preguntaron si conocía a Freddy.
- Claro, viene todas las noches.
- ¿Vino anoche?
- Claro, como siempre.
- ¿Qué hizo?
- Vino, saludó, charló un ratito, leyó los periódicos deportivos y se marchó
- ¿Notó que iba bebido?
- No, en absoluto, ¿que ha pasado?

Y me contaron que hacía un par de horas, habían recogido su cadáver, destrozado, de la carretera.

Lo que más me fastidia no es que no vaya a verle jamás volver a entrar por esa puerta, alegrándose, incondicionalmente, de verme. Lo malo de todo esto es que las últimas palabras que dije el viernes cuando se marchaba, minutos antes de ser atropeyado, fueron:
- Pero, ¡qué pesado eres, cabrón...!
Y lo dije una vez hubo salido de la tienda, sólo para que los otros habituales a esas horas de la gasolinera, me oyeran y no pensaran que yo era amigo del pelmazo de Freddy.

Mal rollito.

6 comentarios:

Buch dijo...

¡Encantadora historia! A la vieja usanza.

Wolffo dijo...

Da gusto ver gente de orden por aquí...

Gracias, Buch, abrazo tremendo.

Ana P.L dijo...

Muy dura la historia, ¡puf!

Wolffo dijo...

Pero, afortunadamente, pura ficción, Annouski.
Gracias por firmar el libro de visitas. Un beso.

Mal dijo...

Pero Wolf..

atropeYado???? Así, sin más y con Y? No jodas, hombre..

van apareciendo, van apareciendo tus invitados ;))

Wolffo dijo...

La Y era para yamar la atención, como si dijéramos. Como lo de Willy Wonka. ¡Has ganado!