domingo, marzo 24, 2013

El chorizo de mi pueblo (elogio y refutación del buen paleto)

En esta vida de naderías y redes sociales, hay dos cosas que son imperdonables: ser cursi y ser paleto.
De ser cursi, en fin, que hable otro, porque yo mismo soy bastante cursi a veces, pero lo de ser paleto... caray, es que uno no se levanta por la mañana y respira el nuevo día con afán (apreciad que estoy siendo bastante cursi) para ir topándose con un paleto en cada esquina, en cada minuto. Es desolador.

Ser paleto no tiene nada que ver con ser de pueblo, o de ciudad. Ser paleto tiene que ver con la estrechez de miras, con los prejuicios por lo desconocido, con la vagancia y la desgana de conocimientos. Las grandes ciudades, de hecho, albergan a los más grandes paletos. Por ejemplo, uno de los tíos más paletos de España es Artur Mas, que vive en Barcelona, una gran ciudad que, reconozcámoslo, esta pasando de ser "muy europea y cosmopolita" a ser una especie de aldea barretinera super paleta y encantada de mirarse el ombliguet.

Ser paleto es una actitud. Es pensar que el chorizo de mi pueblo es el mejor chorizo del mundo no por ser bueno, ni siquiera por ser chorizo, sino sólo por ser de mi pueblo. El auténtico paleto, no sólo se niega a reconocer que el pueblo de al lado pueda elaborar mejores chorizos, sino que es capaz de negar, con soltura, aunque trabaje él mismo y toda su cuadrilla en la fábrica de chorizos del pueblo de al lado, que el pueblo de al lado produzca chorizos. Dirá: "no fabrican chorizos, nos los compran a nosotros y los etiquetan como si fueran suyos"

El paleto de verdad sigue la retransmisión de los Oscar esperando que gane el Oscar la película de animación en la que uno de los 4.500 dibujantes es español, y coincidirá con el periodista que retransmite la fiestecilla, que suele ser tan paleto como el que más, en que se trata de un "reconocimiento al cine español" y en que esta ha sido una gala "muy española".  Luego se reunirá con sus amigos en el bar y comentarán que el cine español, o las series, "no tienen nada que envidiar" al audiovisual norteamericano, por más que, abochornado, cambie de canal cada vez que empieza "El barco" o "Aquí no hay quien viva", y jamás vaya a ver una película española que no sean las obligatorias: la saga Torrente (la paletez alcaloide, en estado genuino), las de Almodóvar (la paletez bizarra y posmoderna) o las de Amenábar (la paletez socialdemócrata pura).

El buen paleto leerá con inquietud que ha habido un terremoto en Japón hasta que se descarte la ausencia de víctimas españolas, y entonces respirará aliviado porque sólo han muerto japoneses y algún americano, que no es que sobren, pero vamos, que no son españoles.

Después, en la sección de deportes, el paleto como dios manda leerá las noticias de la ÑBA, de la que los periodistas deportivos, acaso los más paletos entre los paletos de bien, nsólo habrán reseñado aquellos partidos en los que hayan jugado españoles y el resumen de la jornada será que Ohio ha ganado a Wisconsin, con 3 puntos y dos tapones de Pérez, y Alabama lidera la conferencia de este lado del río después de su victoria sobre Connecticut con López jugando 16 minutos y aportando 8 puntos y tres rebotes. Si Lakers gana el anillo será "un triunfo del baloncesto español" porque juega Gasol.

Hoy es un gran día para los paletos, porque hay carrera de F1. ¿Por qué nos gusta la Fórmula 1? Porque un español tiene posibilidades de ganar. Las carreras son un muermo aburridísimo, pero nos parecen emocionantes porque en la tele nos dicen que lo son y se mide el tiempo que tardan los mecánicos en cambiar los neumáticos, y le llaman "estrategia" a parar 2 veces para repostar o parar 3. Pero corre uno de nuestro pueblo, y entonces mola. Da igual que el tío que corre sea bastante maleducado, mal ganador y peor perdedor, nos gusta que un español gane, no porque sea mejor, sino porque es español.

Por último, el buen paleto escribe, con aires de superioridad, sobre los paletos en su blog personal, como intentando hacer ver que no es tan paleto en realidad. Pero, simplemente por creer que a alguien en el mundo pudiera interesar su opinión sobre los paletos, demuestra ser quizá el campeón de los paletos, porque ya no es "mi pueblo", sino una unidad de paletez mucho más pequeña e insignificante: yo.

Simple, llana y paletamente... yo.

jueves, marzo 21, 2013

Lo que me sostuvo. Y ya no.

Hola. Te he dejado.
Y ahora, voy a contarte lo que se te ha olvidado. Lo que era y lo que ya no es. Lo que me sostuvo durante mucho tiempo, un tiempo en el que pensaba que me querías por lo que yo era, por lo que yo significaba individualmente, y no por ser parte de la única parte que a ti te importa. Ya no soy parte de ti, me has apartado y ya... en fin, ya no eres tú lo que me sostiene.

Verte.
Esperaba toda la semana, aunque a veces tuviéramos contactos ocasionales a mitad de semana un par de veces (siempre me las arreglaba para tener que decirte algo importantísimo), esperaba hasta el viernes, que era el día de verte. Las semanas duraban, en realidad, de viernes a domingo y lo que iba de lunes a jueves era un puro acumular ganas de verte. De mirarte.
Conocía tu ropa, tus peinados, tus zapatos o, si había suerte, la falta de ellos, porque gran parte de verte era verte enredadera por debajo de la mesa. 
Verte, sentados en la mesa, fumando, perdiendo la fijeza de la mirada, relajando los músculos de la cara: viendo el brillo de tus ojos de alegría, de ira, de pena... y verte estallar en lágrimas que, madre mía, no te servían de nada, ni siquiera de consuelo. Siempre igual. Igual de aburrido, igual de decepcionante. Y no podía dejar de hacerlo. Sólo quería verte.

Hablarte.
Siempre le di mucha importancia a decirte cosas, y por eso soy el que menos cosas te decía. Una vez me dijiste que cuando todos hablaban, cuando se montaba el gallinero, tú desconectabas, pero conectabas las pocas veces que yo tomaba la palabra, porque siempre encontrabas interesante lo que yo decía. Y, después de confesarme eso... caray, lo tuve siempre presente. Me hisciste creer que te importaba lo que yo pensaba, lo que yo decía, lo que mi cerebro, en tu presencia, producía. No recuerdo, sin embargo, ahora, en la claridad, que en ninguna ocasión tuviera la sensación de que, al oírme, te emocionaras tanto que, por decirlo en palabras sencillas, se te cayeran las bragas a los tobillos. Siempre era igual: mucha expectativa, pocos resultados. Siempre decepcionante. Y sólo quería hablarte.

Ser tu huésped.
Eres una gran anfitriona. Haces que todo el mundo se encuentre a gusto en tu casa. Desde el primer momento, tienes el don del acogimiento. Acoges en tu seno maravilloso a los que se acercan a ti, haciéndoles sentirse especiales, únicos. Luego, fuera ya de la media luz, de la luz engañosa, he visto que no, que yo no era nadie especial, era sólo el que estaba ahí en ese momento, pero te hubiera dado igual que hubiera cualquier otro. Siempre terminábamos jugando a tu juego, nunca conseguí que jugáramos al mío. Tú pones la casa... tú hechizas con tu seno de ensueño, con la calidez de tus pies descalzos, con tu generosa dadivez, con tus modales perfectos de perfecta anfitriona. Y yo, que esperaba estar contigo toda la semana, acababa enfadado con mi inanidad, con mi decepción eterna, con mi no tenerte y la sensación de haberte servido de felpudo una vez más. Y sólo quería ir a verte


Olerte.
Embriagarme con el olor de tu piel, de tu aliento, de tus palabras lentas, de tu ropa, de tu casa... dejar, sencillamente que las cosas sucedan mientras te vas metiendo poco a poco en mí.  Pase lo que pase... o mejor, haya pasado lo que haya pasado, y aunque ya nunca estarás a mi lado, siempre me gustó, siempre me gustará tu olor.

Tocarte. 
Eres seda. Eres el el sueño de mis dedos. De mi piel. De mis sentidos. Pero eres el sueño de mis labios. Quiero recorrerte entera con mis labios. De la cabeza, tu pequeña cabecita llena de ideas, a tus pies maravillosos y llenos de deseos. Lo que me sujeta es soñar con lamerte entera, con no separar mis labos de cada rincón de ti: de tu seno, de tus columnas, tu intimidad más escondida, tus mismos labios esquivos. Quería tenerte para besarte, para tocarte con mis labios... y ya no te tengo, ni tendré jamás. Esperaba toda la semana para llegar a tu casa y acercarme a ti, aguantar cualquier cosa con tal de rozarte un rato. De apretarte contra mí al despedirme de ti. Soñar con tocarte era un rito y separarme de ti frustrante porque, de tanto pensar en tocarte, tenía que acabar tocándome yo para no morir de falta de cariño. Tú me poseías, pero nunca me tocaste. Aun así, mi sueño no era que me tocaras, era tocarte yo. Y ya no.

Todo eso era lo que me sostenía vivo. Lo que yo creía que me sostenía.
Pero ya no. Ya nunca más. Ya no me poseerás de esa manera tan decepcionante. Nunca más.

He dejado de beber. 

...


 

lunes, marzo 18, 2013

Mi abuela, las pelucas y la lotería

Por lo que yo sé, a mi abuela nunca le tocó la lotería. Pero usaba peluca, algo que, cuando yo era pequeño, era bastante molón. Podía presumir ante mis amigos,  inventando hazañas que nunca, en mi sano juicio, me hubiera atrevido a perpetrar, como pegar un chicle en susodicha peluca.
Que yo recuerde, porque mi abuela debió morir cuando yo era un adolescente de flequillo dorado en constante desorden, mi abuela tuvo dos pelucas.
 
Una negra, muy de abuela, del estilo Carmen Polo de Franco, que era la que usaba hasta que murió su marido, mi abuelo, a la sazón, atragantado en presencia de sus nietos cuando se disponía a batir, para nuestro deleite, el récord de ZSS (Zampe de Sugus Simultáneos): murió con 33 sugus en la boca y dos (de piña) tercamente alojados en el tracto digestivo superior, verbi gratia, esófago. Esa peluca, de mítica prestancia, descansaba por la noche en una cabeza de esas para poner pelucas hechas de mimbre (no sé cómo demonios se llaman esas cosas, un "galán de noche", pero para pelucas) en su mesita de noche de su oscura casa de la oscura Barcelona de antes de los juegos olímpicos; para mí y para mis hermanos pequeños, Pannomizze y Yannozze, no había prueba de valor más definitiva que entrar en la terrorífica habitación de mi abuela y robarle la peluca mientras dormía su tétrica siesta. Nos infundían un terror inenarrable tanto sus ronquidos, leves pero profundos, como su manía de dormir con la postura de una momia, con los antebrazos cruzados sobre el pecho, y cuando en su duermevela nos oía entrar en su habítación, no preguntaba ¿Quién anda ahí? ni nada por el estilo: simplemente, su tronco se incorporaba como si estuviese haciendo flexiones abdominales, con los brazos inmóviles y pegados al pecho y la visión de sus facciones de zorro astuto, en combinación con su calva calavera, apenas moteada de ralos mechoncillos de una pelusa como de recién nacido, nos aterrorizaba más que cualquier cuento de Edgar Allan Poe, que era nuestro autor predilecto... no porque fuéramos grandes lectores, simplemente porque sus historias hacían llorar a Güidia, nuestra hermana mayor.
Mientras tuvo esa peluca, mi abuela fue una abuela de aquella manera: como en blanco y negro, poco luminosa, una mujer algo huraña... o mejor, poco divertida y poco divertiente, es decir, que divertía poco a los demás, aunque quizá ella se divertía, nunca se lo pregunté. La abuela que yo conocí hasta el fatídico día del fallecimiento de mi abuelo era una mujer oscura, que infundía más temor que cariño, pero no porque fuera antipática... es que entonces, supongo que las cosas eran un poco así.

El Gran Día, el día que mi abuelo intentaba batir el récord de ZSS fue el día que más me reí de toda mi vida.  Mi abuelo era muy payasete. Su sentido del humor, visto con el retrovisor de la nostalgia, era muy payaso, muy aniñado, perfecto para jugar con sus nietos, letal para la vida adulta, como a la postre se demostró.Panomizze, Yannozze y yo nos estábamos dando la panzada de reír más tremebunda que quepa darse en vida, viendo a mi abuelo atiborrarse de sugus a los que quitaba el papelito de fuera, el de color, pero no les quitaba el plastiquito semitransparente, el que tenía bajo el de color, y los escupía más tarde y cómicamente para nuestro deleite. Éramos tres niños disfrutando como niños de un abuelo que disfrutaba de sus nietos. Le vimos ponerse colorado como un tomate, agrandarse sus ojos inyectados en sangre y llevarse las manos a la garganta teatralmente sin dejar de reír. Y nos llevó un rato largo, una vez yació quieto, en el suelo, asfixiado, darnos cuenta de que no estaba payaseando y que esta vez iba en serio. Que se había muerto nuestro abuelo. Ese día, ese Gran Día, fue el día que más me reí, pero también el que más larga y amargamente lloré en toda mi vida.

Y mi abuela, que había sido una especie de sombra de mi feliz y reluciente abuelo, con la viudez, en vez de marchitarse, revivió. Se dio cuenta de que podía divertirse un huevo, y entre su pensión y la que le quedaba de mi abuelo, y con lo que sacó de vender su oscura casa... bueno, cambió.

Una de las primeras cosas que cambió fue su peluca. Tiró la vieja carmencitapolo y adquirió una peluca blanca reluciente, azul, en realidad, mucho más acorde con su nueva y resplandeciente personalidad. La nueva peluca, le daba un aspecto a medio camino entre abuela de supermán y Bárbara Bush y no sé, chicos, pero mis hermanos y yo pensamos que fue la peluca la causante de su asombroso cambio.

Mi abuela se hizo como ye-yé y todo el mundo decía que era superdivertida, y que hay que ver el mérito que tenía que con 75 años se pusiera a vivir la vida, y a bebérsela, casi, como si tuviera 25.


Se echó un montón de novios y yo, qué queréis que os diga, no acababa de cogerle el tranquillo a esa vida tan absurda. Todos sus novios me caían fatal y sospecho que a ella también, tal vez porque ambos recordábamos a mi abuelo, su marido. Recordaba con cariño a aquella viejecita en blanco y negro que tanto temor nos infundía a mí y a mis hermanos y, de verdad, aunque nunca dudé ni por un momento, que mi abuela tenía todo el derecho del mundo a vivir su vida, tengo que reconocer que, para mí, mi abuela era la que apenas se reía, la señora gris, la que hacía aterradoras flexiones en su habitación de techos tan altos y maderas tan oscuras.


Mi abuela murió durmiendo, en un crucero por las islas griegas, en el que la acompañaba su último novio: un tipo bastante más joven que él, de cincuíentaytantos, funcionario, caradura y gilipollas, pero con un asecto envidiable. Todos dijeron que murió sonriendo.

He empezado contando que a mi abuela nunca le tocó la lotería. A mí sí. ¡Fui su nieto...!
 


 

miércoles, marzo 13, 2013

Freddy entra en escena

Y la vida cambia, el ritmo se desata, la existencia cobra su verdadero sentido cuando mi amigo Freddy da un paso al frente y entra en escena. Es lo que los expertos llaman  el factor Freddy. Cuando estoy de turno e noche, la cosa empieza de verdad cuando me pongo tras el TPV y Freddy atraviesa el umbral de la puerta y me saluda con su "buenas noches, majete", y me da la mano al modo tradicional, luego como los machotes y por fin, una gran palmada, un "gimme5" que no vale si no suena.

Por si alguien quiere recordarlo, en mi post navideño de la última nochebuena, mencionaba por vez primera a Freddy Alcabo, una persona de una rectitud moral no debatible (no es que sea corrupto, es que desconoce los preceptos de la moral) y de una acrisolada pesadez.
Freddy está situado, humanamente, en el pelotón de los plastas, pero es buena persona, es pesado sin saberlo, sin sospechar siquiera que su compañía resulta altamente molesta para los corazones sensibles e insoportable para el mundo en general. 
Eso, humanamente.

En el plano intelectual, por decirlo de algún modo, Freddy se vadea en las pantanosas y enfangadas tierras fronterizas que separan la cordura, o normalidad, de la colgadura o subnormalidad. No lo digo con ánimo de ofender, sino de definir. Freddy no es un subnormal, pero es, de hecho, intelectualmente, subnormal, está por debajo, muy por debajo de lo normal.
Físicamente, Freddy es un tipo grandullón. Su aspecto es el de un tipo de 50 años en buena forma a temporadas, con el pelo corto, limpio pero estropajosillo y caneando ya, gafas de culo de vaso de los setenta, de esas que se oscurecen con el sol y, lo que más le define, es que es un hombre nublado. Este atributo no se aprecia a simple vista, ni a vista complicada tampoco (vamos que no se aprecia por la vista), pero se siente de una manera inequívoca. Freddy huele.  huele inequívocamente, sin medias tintas, con intensidad. Allá donde vaya, le acompaña, rodeándolo, y formando en torno a él un círculo infame de unos dos metros de diámetro, una especie de hediondo perímetro de seguridad (para los de fuera, no sea que caigan en un agujero negro) una nube de intenso olor a cerveza digerida (vómito, pota de cerveza) que disuade a los más arrojados de tolerar la presencia cercana de Freddy más de dos minutos.
Sentimentalmente, por cerrar el círculo de la definición del gran Freddy, Freddy es un hombre cariñoso al modo pegajoso, reiterativo, pringoso, casi. Es de esas personas tan babosas de las que, en seguida, te arrepientes de haberle dado cuartelillo. Caerle mal es malo, pero es peor, mucho peor, que te coja cariño.

Freddy, desde hace unas semanas, ha cambiado sus hábitos: antes era uno de los bichos raros que salvaba a quien estuviera de turno de noche de perecer de aburrimiento, apareciendo a eso de las 3 de la mañana, fumando desafiante en la pista  y tal, ahora ha adelantado su llegada a eso de las 22:45, más o menos cuando estamos haciendo el cambio de turno de tarde a noche.
A Freddy le gusta ver cómo trabajamos: cómo movemos los dedos por la superficie de la pantalla del TPV, cómo conseguimos con cada toque en la pantalla ese "bip" que tanto prece tranquilizarle; le gusta ver cómo recogemos el dinero, tocamos la pantalla del TPV y ha descubierto que en la pantalla que ve el cliente (y él) aparece consignada la cantidad que debe pagar el cliente y, después de dar unos toques "bip-bip mágicos" en la pantalla, el cambio que debemos entregarle al cliente. A Freddy le atrae tan irremediablemente nuestro punto de cobro, la pantallita y el trasiego de dinero, y toda la liturgia del cobro y el pago, que se pone literalmente encima del cliente.
- Freddy, no te puedes poner ahí, sepárate un poco...
- ¡Si yo no he hecho nada, no le voy a robar...! Yo no molesto - le dice a la achantadísima señora - ¿a que no?
Y la señora, que está aterrada y apestada a partes iguales, balbuce que no le molesta, no... pero en sus ojos ves el terror y la repugnancia.

Freddy es galante a su antigua y torpe manera. Cuando ve una mujer que le hace caso, o que al menos no le escupe, se deshace en elogios torpes e inconvenientes y se pone tan pesado y tan patoso que si no fuera porque su cabeza no da realmente ni para eso, estaríamos hablando de acoso. Pero para él eso son factores que no cuentan, él se siente seguro metido en su cazadora de cuero de aviador, su euro con diez para pagar la Mahou 5 estrellas y montando su altarcito sobre la cámara de hielo, donde despliega, si ese día han sobrado, el Marca y el As, y diciendo invariablemente: "tú eres del Aleti, pero si eres del Madrí, como yo, te das cuenta de que los periódicos son de mentira: una dice una cosa, otro dice otra, ¿ves? la misma cosa, uno dice una cosa, otro dice otra" y así un día tras otro, todos los malditos días.

Freddy es el blanco de insultos, frustraciones y tomaduras de pelo más evidente que he conocido en mi vida. A pesar de su enorme corpachón de rinoceronte herido, a pesar de sus tremendas manos, capaces de romper un coco sólo presionando con los dedos, a pesar de todo eso, es sencillamente inofensivo.

Cuando se dispone a marcharse, se pone en las retorcidas orejas los auriculares de su radio, se acerca a la caja arrastrando los pies, se despide con el triple saludo manual y me dice:
- Me voy que ya están los hijoputas de los guardias... los guardias, ya están, y lo amarillo no me cabe con la cazadora - dice refiriéndose a su chaleco reflectante que, en honor a la verdad, no es amarillo, es verde. No se lo tengamos en cuenta.

Porque, verde o amarillo, he sabido que el viernes pasado tampoco lo llevaba puesto. Se despidió de mí como siempre, con el triple saludo manual y llamando hijoputas a unos inexistentes guardias, y salió, carretera arriba, oyendo su radio, metido en su mundo. No miró a su derecha ni a su izquierda y no vio el agujero que había en el asfalto, en el que tropezó y eso le hizo caer; De movimientos lentos, le dio el tiempo justo para mirar al autobús que bajaba el puerto cuyo conductor guiaba con cierta prisa, terminada ya su jornada, camino de la estación base, con muchas ganas de irse a casa, hablando por el móvil con el encargado de las cocheras, dándole los kilómetros recorridos y preguntando si era necesario repostar antes de irse.
A 95 km/h un autoobús de tres ejes puede pasar por encima de un hombre que esté tendido en el suelo sin que el conductor apenas note nada.

- Vaya... espero que sólo sea un gato - dicen que dijo el conductor, y siguió su camino sin ver lo que había pasado.
A las tres de la mañana, una patrulla nocturna de la Guardia Civil vino a repostar y me preguntaron si conocía a Freddy.
- Claro, viene todas las noches.
- ¿Vino anoche?
- Claro, como siempre.
- ¿Qué hizo?
- Vino, saludó, charló un ratito, leyó los periódicos deportivos y se marchó
- ¿Notó que iba bebido?
- No, en absoluto, ¿que ha pasado?

Y me contaron que hacía un par de horas, habían recogido su cadáver, destrozado, de la carretera.

Lo que más me fastidia no es que no vaya a verle jamás volver a entrar por esa puerta, alegrándose, incondicionalmente, de verme. Lo malo de todo esto es que las últimas palabras que dije el viernes cuando se marchaba, minutos antes de ser atropeyado, fueron:
- Pero, ¡qué pesado eres, cabrón...!
Y lo dije una vez hubo salido de la tienda, sólo para que los otros habituales a esas horas de la gasolinera, me oyeran y no pensaran que yo era amigo del pelmazo de Freddy.

Mal rollito.

sábado, marzo 09, 2013

Viaje al centro de la nada

Lo cierto es que, a pesar de la ausencia de dolor, no soy ajeno a la frustración de ver mi casa vacía. No sólo estas cuatro paredes, en las que reverberan hasta mis pensamientos más discretos, sino el valle entero en el que se levantan, sufre el olvido de los turistas, de los viajeros, hasta de los denostados domingueros... incluso de los eventuales ladrones que, sabios como pocos, saben bien lo poco que hay para robar aquí.


Un tsunami de soledad parece haber asolado todo lo que yo soy, lo que significo, lo que ofrezco al mundo, y aunque mi casa ha resistido más o menos la ola de indiferencia, los alrededores de lo que es mi casa estrictamente, están anegados bajo el agua que no da vida, sino que la quita, agua asesina, tierra yerma y la nada me rodea, la nada absoluta.



Los días como los de la semana pasada, en los que la nieve cae, mi casa humilde y solitaria adquiere el alegre aspecto de un iglú serrano, pequeño, recogido y en el vértice de los vectores invisibles que van de vuestros corazones a mis asuntos, meta de nada, cima del aterrador vacío que sufre mi cabeza.

Ya no venís. Ya no preparo, por lo tanto, desayunos para los madrugadores, aperitivos para los juerguistas, almuerzos rápidos pero sustanciosos para oficinistas... ni siquiera sirvo cafés y bollos vespertinos, y mucho menos copas  noctámbulas. Ya nada.

Y... caray, lo echo de menos. Cada uno de vosotros que falta es una idea menos en mi cabeza; cada comentario huído es una canción no cantada. Todo coincide y ya nadie, o casi nadie, espera de mí apenas nada y esa ausencia de expectativa es mucho más frustrante de lo que a priori cupiese pensar. No es por escudarme, en serio, pero no sé si no escribo porque nadie hay para leer o si dejó la gente de leer porque dejé de escribir.

Aquí sigue mi casa. En la medida de lo posible, por mi parte, mantendré los caminos de acceso despejados y cambiaré las flores, las piedras y los animalitos que acompañan en el camino (eso lo tengo que negociar con la fauna indiana), pero si vienes, firma el libro, caray, que no te cuesta nada y si sé que has venido, haré lo posible por tener las habitaciones ventiladas y cosas divertidas para leer.

La nada os espera.


viernes, marzo 08, 2013

Cojo... y te llamo


Un día de estos, cojo y te llamo.
Voy a dejar de darle vueltas y te voy a llamar, pero de verdad. Te caerás de culo, claro, porque pareces creer que yo he desaparecido, actúas como si yo ya no estuviera en el mundo. Pero pienso llamarte y a ver cómo reaccionas.
Puede que lo haga desde un teléfono que desconozcas, porque quiero pillarte desprevenida, desavisada, por sorpresa, con las defensas relajadas y el ánimo despistado, pero te lo juro, Selena, cojo y te llamo. porque ya está bien.
Me dijiste una y mil veces lo importante que era para ti, pero te has deshecho de mí con la misma poca gravedad con la que uno tira un kleenex, procurando no dejarlo en medio, pero sin preocuparse de cómo cae.
Cojo y te llamo, porque quiero oírte otra vez, aunque me sucede a menudo que te llamo y me doy cuenta de que no tenemos nada de lo que hablar, que tenemos muy poco en común. Cojo y te llamo, aunque me pase como otras veces, que el silencio nos incomode a ambos.
Cojo y te llamo, a pesar de que sé que, a medida que profundizo en tu persona, me caes un poco peor, porque, cielos, es que eres un poco para echarte de comer aparte. Te gustan los realities, y los concursos chorras, de cantantes o saltimbanquis, y sin rubor, cuentas que los ves, y, sin rubor, con menos rubor aún, lo justificas de la peor forma posible: lo veo sólo por hacer la coña.
Pero... ¿de que coña hablas, imbécil? cojo y te llamo, a ver si soy capaz de hacerte entender estas cosas.
No lees un libro ni por equivocación... (ni por educación, te regalo mi libro, porque no tuviste el detalle de comprarlo, y apuesto a que ni siquiera sabes dónde está), te gusta la música más obvia, Pablo Alborán, cocinas con demasiada grasa y no estás loca por mí.

Cojo y te llamo porque quiero que paseemos por Granada, que nos dé el aire serrano, que nos toque el calor playero, que nos refresquen las cañas y que tus pies y los míos anden las calles de la ciudad y no que se pudran en una piscina de humo y alcohol sin sentido y de mala baba sin sentimientos.
Cojo, te llamo y a ver qué pasa.
Porque no puede ser que cada día que pasa, estés más lejos, y seas más tonta, hija, así que cojo y te llamo a ver si arreglamos eso. 
Eres preciosa, Selena; me gustan tus ojos y tus buenos sentimientos; eres lista, o algo así, aunque con tu comportamiento diario te empeñes en parecer idiota perdida, pero cojo y te llamo por si estoy equivocado, por si todo este desdén y esta mala leche que me llena la cabeza cuando pienso en ti no fuera más que rabia porque ya no te importo nada. Porque te has olvidado de mí con la misma facilidad con la que yo me enamoré de ti. Porque no soy nada para ti.
Cojo y te llamo para ver si, aunque sólo sea por lástima, me dices que te sigo importando.
Cojo y te llamo porque, odiándote o queriéndote, la vida me duele sin ti.


lunes, marzo 04, 2013

Un pantalón a rayas

Tengo castigado a mi pantalón a rayas. Si admito esto, que está castigado, es que estoy admitiendo su existencia. Y digo esto porque mucha, muchísima gente se estaba preguntando si era verdad ese run-run que corría por el foro: "Wolffo tiene un pantalón a rayas". Bien, es cierto, lo tengo, soy el orgulloso poseedor de un auténtico pantalón a rayas.



(te gustan Simon & Garfunkel, ¿no?)

Decir que está castigado es exagerado, pero no me lo pongo desde que, en fin, desde el último día que nos vimos, el día que te diste un paseo por mi playa, ¿te acuerdas? Ni me avisaste, ni nada, simplemente, esperaste la oportunidad, dejaste los zapatos bajo el banco en el que estábamos, y te fuiste a pasear por las húmedas arenas de la orilla de mi mar.

Suena raro eso de mi playa, mi mar... ¿verdad? De acuerdo, lo cierto es que ni una ni otro son míos, pero en mi corazón, en el fondo de mi alma, son míos desde que tú, con tu dormido paseo, los paseaste para mí; sin mí, cierto, pero para mí, sólo para mí.
Evoco, en estos días desastrosos, en los que parece que mi vida entera se va a colapsar, cada uno de tus pasos. Cada vez que posabas un pie en la arena dejabas una huella, creo que imborrable, en mi memoria que, por cierto, es más firme que la arena de mi playa y de mi mar, si vamos a eso.
A este respecto, me viene a la cabeza que en el primer escalón del portal de mi casa, tres viejos escalones que imitaban viejo granito, en el número 15 de la calle Agustín de Foxá, de Madrid, estaba impresa la huella de un pie. Un pie pequeño, un 36 o 37, hablo de cabeza, no vayas a ir a comprobarlo y vengas luego con que si no era esa la talla. Lo lógico es que fuera la huella de un niño, pero siempre he pensado que si era de un niño, era una hazaña digna de Daniel el Travieso. Para mí, la verdadera razón de esa huella, era que el albañil que hizo los escalones había sufrido la polio de chiquitito y su pierna izquierda (la huella era de un pie izquierdo, ese dato no lo había dado antes) se había detenido en su desarrollo más o menos a los 10 años. El caso, lo que ocurrió, amiguitos, es que al terminar, se levantó, salieron las hermanas de Coqui, mi amigo del sexto derecha cuyas hermanas -mucho mayores que él- estaban buenísimas y él perdió pie de la impresión y plantó su huella en su recién terminado escalón. Debió ver que quedaba bien y allí lo dejó.
Mi memoria no es tan firme como el viejo escalón de Agustín de Foxá, 15, pero lo es más que la arena que pisaste donde, ya te digo yo, no queda ni rastro de tus huellas. Y fíjate lo que te digo, corazón: tus huellas no están en la arena, pero permanecen, todas las de ese paseo dormido, grabadas a fuego en el lado más feliz de mi cerebro.
No sé, quizá no tenga nada que ver, pero me he montado la historia así: me viste con ese horrendo pantalón (sé que es horrendo mi pantalón a rayas) y decidiste darme una alegría y diste pasos y más pasos para mí.
Y ahora, sin expectativa de verte, no me pongo ya esos pantalones. Quizá si mañana las cosas vuelven a ser como antes, y vuelves a querer pasar tiempo a mi lado, me ponga otra vez ese pantalón.
Mientras tanto... sólo me queda el recuerdo, y para antenerlo vivo, el castigo a mi pantalón.