domingo, enero 24, 2010

el vuelo de phipps

Dandy


¡Menuda canción la de hoy...! Dandy, de los Kinks, nada menos, Ray Davies reflejando otro aspecto decadente de la sociedad inglesa de su tiempo como sólo el, dentro del mundo del rock, ha sabido hacer. La canción es irresistible, hasta cantada por mí. Disfrutadla, porque es de puro disfrute, la típica canción que se oye, aunque no sepas de qué va, con una sonrisa en la boca. Ojalá os guste.

Phipps siempre voló alto. Ahora, su traje, impecable a primera vista, presenta vergonzosos brillos si te fijas. Es un traje gris azulado, elegantemente demodé, de tres botones, anchas y puntiagudas solapas, que junto a sus llamativas corbatas (tan llamativas que disipan en la sorpresa que provocan el mal gusto del que hacen gala), conforman un conjunto ante el que, al menos, levantarías las cejas si un día se sentara a cenar delante de ti.
Pero si no eres una chica de entre 30 y 40 años y estás casada, tienes muy pocas posibilidades de que Philippe se siente delante de ti a cenar. Porque estas mujeres son su target, su público objetivo, y a Phipps sólo le importa su target. Es maniático de sus cosas, salvo si esas cosas entorpecen su camino cuando va a anotarse un tanto. Es decir, es quisquilloso con la gente, salvo si quiere follarse a esa gente, porque entonces sus quisquillas se vuelven manga ancha y sus manías miran para otro lado.
Phipps es de nuestros amigos de la infancia el que más raro ha resultado. Pero reconozcamos que siempre fue fiel a sí mismo. Desde que supo que lo que le cuelga sirve para algo más que para hacer pis o para cuidarlo de los golpes, ha perseguido mujeres casadas de entre 30 y 40. Por fortuna, mi madre, que me tuvo con casi 40, era bastante mayor de esa edad cuando fuimos adolescentes, así que eso no manchó mi amistad con él, pero sé de la madre de algún amigo que recibió las atenciones de Phipps, pero nunca me atreví a decir nada a sus hijos, mis amigos, porque siempre supe que nada bueno obtendría con ello. No sé cómo hubiera reaccionado si mi madre hubiera sido presa de Phipss, pero creo que no me hubiera gustado nada. Por alguna extraña razón, Phipps me escogió a mí como confidente, y me contaba, sin detalles escabrosos, pero sin ahorrarse los aspectos interesantes, sus conquistas.
Cuando he hablado de Phipps con mis amigos, éstos siempre dicen “Eran las madres las que conquistaban a Phipps, no éste a ellas” pero yo, sinceramente creo que no era así. El encanto de Phipps, su mayor encanto, lo que le hacía sobrevolarnos a todos, y en esto era universal, lo que hacía que su encanto te empapara fueras quien fueras, su mayor encanto, decía, era el hacerte pensar que eras tú el que marcaba las normas, el que llevaba el timón y marcaba el paso, pero todo el mundo acababa haciendo lo que él quería hacer en principio. Él, no obstante, te hacía creer que era idea tuya y que estaba encantado de seguirte. Se tiró a todas las madres jóvenes del barrio, fueran madres de amigos suyos o no. Y no era un tipo tan, tan atractivo. Nadie es tan atractivo. Más de una vez le sorprendimos entrando por la puerta trasera de una casa, o saliendo por la ventana. Entonces nos parecía heróico.
Todos recordamos el Episodio Rumpallo. Juan Carlos Rumpallo era un productor de cine y TV que vivía en nuestro barrio. Era un barrio de protección oficial, construido exclusivamente de mini casitas azules y blancas adosadas a las que el siempre previsible ingenio popular bautizó como “Los Pitufos”. La mujer de Rumpallo, la Rumpallo, estaba de buena que se rompía. O sea, en el barrio había madres guapas, pero ésta se llevaba la palma. Y Phipps me enseñó cómo se trabajaba a una señora así. Cómo se la trabajaba él, claro, porque cualquiera otro de nosotros habría salido de la situación con un pescozón, y él salió exhausto y con unas bragas y un sujetador Playtex de regalo. Se tiró a la mujer más bonita que había conocido yo hasta entonces con 19 años. Y os aseguro que la visión de su marido, en plan truculento, bastaba para amedrentar al don Juan más aguerrido.
Años después, en la época loca, cuando todos trabajábamos y no estábamos casados, nos producía, si cabe, más envidia. Para nosotros, el proceso de cortejo llevaba tiempo y una cierta inversión sentimental si queríamos cobrarnos una pieza. No éramos especialmente mal parecidos, éramos jóvenes, disponíamos de dinero y carecíamos de responsabilidades, de modo que no nos quejábamos. Pero es que Phipps no paraba. Seguía acumulando horas de vuelo y agrandando su leyenda.
- Seguro que la tiene supermusculosa
- Qué va, la tendrá siempre escocida
- Que no, que la tiene insensibilizada
Además, el hecho de que no le interesaran nuestras amigas hacía que éstas se volvieran literalmente loquitas por él y se le insinuaban… bueno insinuarse, no, se le ofrecían abiertamente (soy testigo) y él, simplemente, las rechazaba. Volaba demasiado alto para ellas.
- Vuestras amigas quieren mi teléfono, que las llame, para pasear y eso… ¡algunas quieren hablar! Quita, quita…
“Quita, quita…” me parece estar oyéndole todavía. El seguía a lo suyo. En la facultad (de la que salió indemne, o sea, sin adquirir conocimiento ni título alguno) se tiró a todas las profesoras casadas y, aunque él iba a clase por la mañana, asistía al turno de tarde porque en ese horario había más señoras casadas.
Entró a trabajar en una multinacional, y estuvo dos años dedicado sólo a las compañeras de trabajo de su propio edificio. Y eso que su fama ya le precedía. Todas, absolutamente todas las tías que yo conocí en aquella época decían que a ellas les producía, una de dos, o asco o pena, y ninguna admitía sentirse atraída por él. Pero todas, todas, en serio, querían, al menos, probarle. No querían hablar con él, ni enamorarle, pero querían meterle en su cama. Y él era inflexible. Sólo casadas. Sólo entre 30 y 40. Seguíamos muy unidos, pero estábamos menos en contacto, claro. Nuestra unión era más un anclaje de los años pasados que una realidad actual. Cuando coincidíamos, no obstante, la magia reverdecía y me contaba relajadamente sus últimas conquistas, y no en plan vacilón, sino del mismo modo en que yo le contaba que me había cambiado de piso o de trabajo.
Cada vez nos veíamos menos y la vida nos fue llevando por caminos distintos y nuestro contacto empezó a ser casi exclusivo por email o teléfono, aunque procurábamos vernos, al menos, una vez al año. Nos quedaba el afecto, pero no podíamos considerarnos verdaderos amigos.
La semana pasada, después de una serie interminable de emails y llamadas de teléfono vino a mi casa, al fin. Le llevé a ver mi estudio casero (soy videoaficionado y tengo un pequeño estudio que es mi orgullo y con el que torturo a todo el que aparece por casa) y estuvimos mucho rato hablando de nuestras cosas. Me llamó la atención, entonces, lo que os decía al principio. Su ropa, antaño impecable, tenía ahora el aspecto que puede tener un antiguo Lord inglés venido a menos (a mucho menos). Zapatos lustrados pero de tacones raídos, los bajos de los pantalones, cuyas rayas podían cortar un pelo en el aire, estaban deshilachadas y las costuras del cuello de la otrora blanca (ahora ligeramente amarillenta) camisa denotaban el paso del tiempo.
Además, un extraño brillo en su mirada confería a su rostro una expresión ida, como de cierta demencia. Mi hija Miranda, Randy, puso un disco de Artic Monkeys y, sin saber de la presencia de Phipps, venía bailando y cantando por el pasillo y se quedó helada, claro al ver a un extraño en casa.
- Fake tales of… ¡uy, perdón…!
- No te preocupes, mujer, a mí también me gustan los Artic Monkeys, me encantan… - y lo demostró entonando la canción que venía cantando mi hija- Fake tales o San Francisco echo trough the room…
Randy se quedó mirándole extrañada, se dio la vuelta y se fue.
- No me jodas, Phipps, -bromeé- que sólo tiene 10 años… ¿has cambiado de target?
- ¡Qué va…! – dijo él – sigo fiel a mis chicas. Sólo casadas. Solo entre 30 y 40 años.
Habíamos tomado unas cuantas copas cuando llegó Lorna, mi mujer, a quien esperábamos para salir a cenar porque ese día cumplía 40 años. La esperaba yo para salir, Phipss para largarse, pero le había pedido que, por favor, se quedara para conocerla.
Los presenté. Y estuvimos un rato hablando. Los tres, relajados, bien cómodos. Lorna se levantó a rellenar nuestras copas y entonces lo supe y la seguí a la cocina. Con el congelador abierto para sacar unos hielos me miró asombrada cuando le dije:
- ¿Por qué, Lorna, por qué te has acostado con él?
-.-
En el salón de mi casa, la pared que da al sur es un ventanal de arriba abajo y de izquierda a derecha. En esta época del año siempre está abierta. Le dije a Phipps que quería que viera algo interesante.
- ¿Qué quieres que vea, hombre? – dijo acompañándome a su pesar hacia los ventanales. No pareció molestarle que le llevara del brazo desde atrás.
- Quiero que veas cómo se siente uno, cuando a uno, sin esperarlo, le revienta la cabeza – y le empujé limpiamente a una caída de 6 pisos hasta el asfalto donde, ¡sorpresa! a Phipps le reventó la cabeza.
Resulta que, después de tanta historia, el muy idiota no sabía volar.

miércoles, enero 20, 2010

no me vengas con que te gustan simon & garfunkel si luego vas a darme por culo con depeche mode (fórmula de la felicidad en un ámbito de decencia)

A hazy shade of winter

Esta maravillosa canción de Paul Simon, que aparecía en el fastuoso Bookends, siempre me ha tocado la fibra sensible, creo que por las alusiones al paso del tiempo, que es un asunto que me intriga y me atrae a partes iguales. Las Bangles hicieron una versión pop, para mí, fallida, que tuvo más éxito que la original, a pesar de todo. Yo creo que es una canción genial para que la haga un grupo de pop-rock, pero ese grupo no serán los Ciclones, esa panda de cabrones desagradecidos que me acompaña a merendar los sábados, que tienen la manía (perdón, la puta manía) de cerrar las orejas cuando les porpongo algo. De esto se salva Bienve, pero no nuestro amiguito Buch, el infame Buch. En fin, dejo aquí mi versión, con mi querida Grettel, de la que aún ando enamorado, sonando en primer plano, bajo, batería y tres voces en todo el tema. A ver si os mola.


No estoy del todo seguro de que a Lorna le gusten de verdad Simon & Garfunkel. No es decisivo, pero sí importante. Una vez planté a una modelo en la misma cama y ya desnuda y deseando que me echara encima porque me dijo que claro que le gustaban “Simón (con doloroso acento) y Garfúnkel (idem), sobre todo la de (cantando) ¡hey, mister Robinson…!”. Me hizo daño esa forma de pronunciar el sagrado nombre de Paul Simon y esa ligereza para profanar la magnífica Mrs. Robinson, como si fuese una canción cualquiera, entonando mal, inventándose la letra y cambiándole el género a la calentorra señora Robinson. Tuve que irme, claro, ¿tú te habrías quedado? Sé que a Lorna le gusta The boxer, claro, o Bridge over troubled water y Cecilia, pero eso, lo sé por experiencia, no significa nada. No se me engaña tan fácilmente

Lorna tiene cosas buenas, pero no creas que a veces no me hiela la sangre. Soy consciente de que a veces, me sale con unas cositas que me hacen pensar si, en realidad, habrá sobre este planeta una mujer a la que pueda amar todo el rato, a todas horas, y no sólo cuando me abra las piernas, que así es fácil amarlas. A veces Lorna, os lo diré así, en confianza, me parece medio idiota. Me dice unas cosas que me hacen decirme que en qué demonios estaba yo pensando cuando trataba de desordenar mis sábanas con ella. Esto mismo vale para las suyas, sus sábanas, digo, que no tengo prejuicios en esto. Mi amigo Artie sí los tenía, y decía, y no sin razón, que era mejor ir a su casa que traerlas a la tuya. Es menos violento levantarse, argumentaba, ponerse los pantalones y decir, me voy a casa, ya nos vemos, que levantarla, darle las bragas y decirle, vete a casa, anda, que tengo sueño; en la mesilla tienes el teléfono de teletaxi. Hasta ofrecerles dinero para el taxi es delicado, porque puede malinterpretarse. Pero desde aquí he de decirle a las mujeres del mundo que se sientan ofendidas con este comportamiento. Si os damos dinero no es para pagaros el polvo, caramba, es sólo para que os sea más fácil desaparecer. Caray, ¿tan difícil es de entender?

Sé que Lorna a veces se pregunta si soy yo alguien conveniente para ella. Y solo la pillo bien cuando, reconozcámoslo, está un poco pedo y se deja llevar. Entonces está bien. Me dice, con la boca, no, no, pero con las caderas se pega a mí, y siento su calorcito y eso está bien, qué caramba. Yo pasé, como Lorna, mis años juveniles y todo eso en los 80. Me gusta la música de los 80. Alguna de la música de los 80. Pero si te vas a volver loca en una fiesta cuando ponen, sin previo aviso, la profanación musical que hizo esa cosa llamada Limahl de The neverending story estamos listos. Pueden gustarte The Church y perder la cabeza si suena por el tocata One day, o si te gustan las cosas más suaves, déjate llevar por Golden Brown, de los Stranglers pero, por favor, no me jodas con Depeche Mode, ABC o Yazoo. Y sobre todo, porque eso sería tan imperdonable como lo de Hey mister Robinson, ni se te ocurra salir corriendo a la pista si ponen Relax, de Frankie goes to Hollywood, porque te doy una patá en el cielo-la boca, te lo juro. No es por la canción (bueno, no sólo…), es por lo que representa.

Del mismo modo, acabada la cena, no me pidas cosas raras. Infusiones orientales, música chill out, o ver La isla de los Famosos o Fama ¡a bailar!. Tengo licores, la discografía completa (y mogollón de piratas) de Simon & Garfunkel y si quieres ver algo en la tele, tengo algunos DVD’s clásicos con buen porno del de toda la vida, el 12-1 a Malta o un par de docus de S&G que seguro que te ponen tierna.

Lorna me vino un día, en plan profundo, con una canción de Joan Osborne, One of us , ya sabéis, esa en la que se pregunta que qué pasaría si dios fuese uno de nosotros y todo eso. Y quería que la tradujéramos juntos. En fin, es la clásica cosa que me revienta. Me gusta la canción, pero ese no es el asunto; el asunto es que ella ya la había traducido, sólo quería poner en evidencia lo mala persona que soy porque no creo en ningún dios, salvo quizá, Paul Simon, pero este, lo reconozco, es un dios menor, porque mira que ha hecho mierdas, a pesar de lo mucho que me gusta. Lorna sí cree en él aunque, como muchas personas, se hace una creencia a medida en la que las cosas incómodas no tienen cabida. Es muy cómodo abrazar así los credos, cojo un poquito de esto (pongamos el ser caritativo con los pobres, o el amor universal), que me parece decorativo, pero esto otro (creación del mundo en 7 días, por ejemplo, la virginidad de María), que no hay quien se lo trague, eso no, que no me interesa. Me vale lo de la vida eterna, pero lo del infierno no, que debe ser incomodísimo. O, lo que suele colmar el vaso de mi tolerancia: si después de la muerte no hay nada, ¿qué sentido tiene la vida?. ¿Te parece poco sentido vivir la vida, Lornita? He tenido esta discusión mil veces. Y mil veces más que la tengamos, acabará igual.

El asunto verdaderamente trágico de todo esto es que cuando vamos de ese rollo, prefiero que se calle. Porque no soporto lo boba que se pone, pero al discutir, inconscientemente (eso creo), me apunta con los pezones bajo su camisa y me pongo malo (quiero decir salido) de solo mirarla. Sus argumentos me invitan a machacarla, pero sus pechos me retan a romperle la camisa y a hacérselo sobre la mesa. Luego pondría canciones buenas de Paul Simon, con Art o sin él, y la vida sería una bonita experiencia, mientras le explico, así que suenan, lo buenas que son.

Pero sé que igual que yo la detesto cuando se pone pelma, ella me mataría cuando me pongo palizas y pedante y trato de explicarle lo inexplicable: porqué son buenas las canciones buenas. Pero os voy a contar una cosa, para terminar. No me gusta que le gusten estas cosas, por esa cosa tan masculina, tan humana, en realidad, de pretender que lo que nos gusta a nosotros debería ser lo que le guste al mundo en general, pero a lo mejor entenderíais porqué la deseo tanto si viérais lo guapa que se pone al bailar estos engendros.
En fin, si apartamos el factor Lorna Cor de esta ecuación, podría resumirse la fórmula de la felicidad decente en la siguiente sentencia: no me vengas con que te gustan Simon & Garfunkel si luego vas a estar dando por culo con Depeche Mode.

Y es cuanto tengo que decir sobre este enojoso asunto.

sábado, enero 16, 2010

infierno, auge y caída de dimas mercal, el fonocaptor quisquilloso


Cuando Julius y Roberta Mercal consiguieron, al fin, traer un hijo al mundo, no imaginaban un futuro tan marcado por la peculiaridad de su hijo. El bebé nació normal, acaso un tanto vivaracho –pero eso lo pensaron a posteriori, cuando trataban de buscar razones-, y con los pabellones auditivos pelín exagerados. Esto último no lo pensaron a posteriori, ya que llamaba la atención de todo el que miraba. Nació como los nacen los bebés, en medio de una especie de orgía sanguinolenta y ruidosa y en ese momento, al tener las orejitas pegadas al cráneo, nadie advirtió su anormal tamaño.
Julius era cantarín y no entonaba mal el hombre, y fue que a la mañana siguiente, cuando después de una de las primeras tomas del bebé, quiso él cambiarle los pañales, que al acercarse a la cuna, exclamó, sin poder evitarlo:
- ¡Mierda, qué pedazo de orejas…!
Julius advirtió que al decir esto, el bebé –que hasta entonces aun permanecía con los párpados pegados- casi automáticamente, abrió los ojos y le miró con una mirada aliviada, como si hubiera localizado la fuente de sonido. Eso era raro. Las orejas del bebé, además, le pareció a Julius, pivotaron y se orientaron hacia él. Sí. Sin duda. El bebé era, a todas luces, orejudo y tenían, además, sus pabellones auditivos, una cierta cualidad canina. Y todo, en su conjunto, parecía reclamar a Julius más sonido, más ruido. Como si –en silencio- le dijera “di más, di más” y Julius, presa del pánico, y al no tener nada mejor a mano en su estrecho cerebro, cantó una canción estupenda de Pedro Ruiz, titulada “El juicio final”. Quizá fuera esa la razón de la histórica y perenne animosidad de Dimas hacia su padre. No lo sabemos con certeza, pero ¿quién se lo echaría en cara?
Su madre, maternal, claro, y amorosa, percibió desde el primer momento que un niño con semejantes orejas lo llevaría crudo en el colegio, pues sabía que los niños, individualmente, tienen un pase, pero en tropel son, en esencia, unos cabrones con pintas, crueles y carentes de la menor consideración para con los defectos y las peculiaridades ajenas. A falta de una ocurrencia mejor, Roberta decidió esconder su peculiaridad de su hijo a los demás, de modo que Dimas creció con el clásico peinado Príncipe Valiente, un peinado que ocultaba sus orejotas al mundo. Fue un desastre, claro, porque entonces los niños se metieron con su peinado de niña (de pequeño), de maricón (de adolescente), o de Paquirrín (de joven).

Pero Dimas Mercal no estaba sólo dotado de unas orejas descomunales y orientables, como antenas parabólicas. Es que la naturaleza, sabia aunque a equivocada a veces, le había dotado con semejantes adminículos para algo, y ese algo era oír bien. Para los curiosos queda saber dónde estaba el pobre perro a quien la sabia, pero despistada, madre naturaleza, había otorgado orejas humanas, pues ese animal no lo llevaría nada bien, fijo.
Los insultos y humillaciones de su niñez no cayeron en saco roto. Si bien toda esa etapa infantil y adolescente fue un infierno, de mayor, Dimas aprendió a utilizar su don de manera provechosa, pero mezquina. Hay mil maneras de aprovechar un oído excepcionalmente potente y afinado, y Dimas se vendió no al mejor postor, sino al que menos le exigía: la prensa del corazón. En realidad, su don no era un buen oído, porque no era algo que él controlara: Dimas era un fonocaptor. Sus oídos captaban sonidos. Todos los sonidos. Incluso los que hubiera preferido no captar.
Ganó pasta, pero ese tipo de pasta rápida que, de joven, te parece lo máximo, te compras un buen coche y tal, pero tampoco creáis que solucionó su vida. Su especialidad eran los rumores, porque oía las cosas que decían los famosos, incluso cuando hablaban en privado, sus casas. No podía grabarlo, porque no había grabadoras tan sensibles, así que lo que él le contaba a las revistas era, en realidad, de primera mano, pero imposible de probar. Como el listón ético de estas revistas no está demasiado elevado, admitieron sus historias sin pestañear. Pero como el listón de sus conocimientos legales (sobre todo en lo que respecta a asuntos que pueden ser dañinos para sus arcas) está por las nubes, se las apañaron para que, contractualmente, a cambio de unas zurraspillas económicas, Dimas admitiera toda responsabilidad sobre lo que contara en su columna “La Vanidosa Parabólica”.
Triunfó, claro, porque contaba las cosas que decían los famosos en situaciones tan íntimas como en la cama (publicó una popular serie sobre los orgasmos de las folclóricas); contaba “cómo iban de vientre” (no era un hombre de léxico especialmente elegante) las celebridades, cómo de miserables eran al negociar un contrato… Claro, todo lo que contaba era verdad. Y eso descolocó a los famosos. Se dio una cierta caza de brujas entre ellos, para saber quién era el traidor que le contaba a La Vanidosa sus secretos, pero fue en vano.
Además, la mayoría de los señalados en la columna, aplicaban a su repercusión pública (que es la matriz de sus ingresos) la máxima “que hablen, aunque sea bien” y pronto se hizo imprescindible salir en “La vanidosa” para ser considerado alguien. Tanto fue así que todos intentaron comprar a Dimas. Pero Dimas era tan tonto, y tan quisquilloso, que no se vendió. Se vio de pronto, en la cima, con todos los famosos del país contándole mentiras para intentar salir en su columna. Pero él era así: no era amor a la verdad per se, sino que, dado que él no podía evitar oír lo que oía, simplemente se convencía de que publicando la verdad, estaba haciendo algo bueno. Limpiaba su dudosa conciencia.
Pero esto no duró mucho. En cuanto los secretos develados empezaron a ser desagradables y, sobre todo, cuando el famoseo cayó en la cuenta de que “La Vanidosa Parabólica” era incontrolable, empezó el fin.
La revista donde publicaba se puso de perfil ante la cantidad ingente de denuncias que recibía y Dimas, sólo ante el mundo, tuvo que desistir. Perdió en seguida el poco dinero que había ganado porque su único argumento ante los jueces “es verdad, yo lo oí”, e incluso “no estaba en la casa, pero lo oí” no eran ciertamente convincentes.
Dimas se volvió loco. Oía y oía aun sin escuchar, y tan perturbado se sentía que se arrancó las dos orejas, aunque no el rabo, ni dio la vuelta al ruedo. Pero esta drástica solución resultó más estúpida que práctica, ya que ahora no podía orientar sus pabellones y el ruido, simplemente, entraba a borbotones en su alocada cabeza. Sus inexistentes orejas eran ahora un sumidero funcionando a pleno rendimiento, donde entraba todo sin discriminación.
Imaginaos la pesadilla. Oír todas las tonterías que se dicen en el mundo sin poder remediarlo, sin poder evitarlo. Fue al campo, al mar, en el aire o bajo el agua, pero seguía oyendo. Supo que en el espacio reinaba el vacío. Soñó con ese silencio. Subió a la montaña de los locos y se asomó al precipicio. Allí no oía bobadas, pero oía a los ratones, a los pájaros y hasta a las hormigas.
El último sonido que registró su mente fue el del aire acelerando en sus oídos mientras caía en caída libre, trescientos metros. Pensó en cómo sonaría su cráneo al estrellarse con las rocas…

(silencio)

viernes, enero 15, 2010

nada, otra vez


Ella no sabe nunca a qué atenerse.
Y él siempre dice lo más inadecuado en el momento más inoportuno. Ella se pregunta dónde reside el atractivo de ese señor casado y cansado, cuyas patéticas justificaciones (no le gusta llamarlas excusas) suenan tan falsas como sobadas. Él sabe que ella está lejos de su alcance, y más lejos aún de lo que alcanza su coraje. Él la llama tigresa y ella le dice lobo feroz. Son osados por teléfono y por escrito, y cara a cara… también lo serían, pero nunca se ven así. Ambos se sienten, en la misma medida y proporción, atraídos y repelidos por una relación oculta y frustrante que, dado lo elevado de sus sentimientos, no debería ser así.
Se admiran mutua y profundamente. Y ambos, inconscientes de su propio talento, temen que llegue el momento en que el otro se dé cuenta de que, en realidad, son farsantes que vagan por el mundo disfrazados de personas singulares.
Pasan temporadas sin mirarse apenas, tratando de olvidarse mutuamente, pero basta que se crucen sus miradas un momento, para que ambos caigan en la tentación de explorar sus cuerpos y prometerse, mientras sus cuerpos sudan, se desean y se satisfacen, amor eterno. Siguen a estos tórridos encuentros días de laxa amnesia de sus respectivos y relajados propósitos, y el oasis existe mientras el recuerdo del olor del otro se desvanece en la rutina inexorable de sus días.
La consciencia vuelve, y la conciencia, tozuda, los devuelve a la realidad abofeteando sus mensajes, sus promesas y sus tequieros. La esperanza muere, y de sus cenizas, renace, como un monstruoso fénix bicéfalo, ante él la cabeza de la culpa, que se yergue amenazante y real, tangible, contumaz e inevitable; ante ella, la faz del desprecio. Despreciándole a él y sus tretas de adolescente, y a sí misma por su adolescente forma de caer una y otra vez en la misma trampa.
Nada pueden hacer ambos, más que dejarse llevar por el viento. Nada, otra vez.



Nada.

martes, enero 12, 2010

ayer, hoy, siempre

Mi amiga B. es, probablemente, la mejor compañera con que cualquier hombre pueda soñar compartir cualquier cosa: su casa, su amistad, su corazón, su vida.
Conocí a B. hace muchos años, en aquellos chats de Olé en los que estuve picoteando una temporada. Entonces era Bet, y era una de las reinas discretas de aquel extraño canal #mas_de_30#. Muchos de los que leéis estas peroratas la conocéis con otro seudónimo, pero me váis a permitir que guarde su pequeño secreto.
La conocí unas semanas antes de que mi matrimonio naufragara, y como el suyo tampoco lanzaba vivas al amor, cuando ambos se rompieron nos lamimos las heridas mutuamente. Vía eMail, vía chat, con interminables privados, vía icq… y vía telefónica, porque B. y yo vivíamos en ciudades distintas.
De esta manera, como imagináis, después de una época en la que ambos estuvimos muy unidos, el tiempo y la distancia se encargó de ir separándonos, y fui yo el que rompió el vínculo de una manera poco elegante. No me justifico.
Pasamos años sin hablar, sin intercambiar una sola palabra y un día, cuando ya había empezado a perorar en el blog, recibí un correo de B. diciendo que había escuchado una canción de las mías, de las primeras que subí, llamada Dos caras , que le gustaba, y me preguntaba por mí, por mis hijos, que qué tal estaba…

Como sucede en estos casos, yo había pensado mil veces en B. pero nunca cogí el teléfono y la llamé porque pensaba que ella seguiría con ganas de matarme. No era así, de hecho, ella no es así, y yo en el fondo lo sabía. B. no alberga rencor, ni odio ni nada de eso en su corazón de plumas.
B. está pasando ahora por un trago penoso. Su vida, creo que por tercera vez desde que la conozco, se ha puesto de nuevo patas arriba con una de las peores noticias que nadie puede recibir. Pero lo curioso es que esta mañana, cuando la he llamado para felicitarle el año nuevo y preguntarle por su hija, su vida y tal, y me ha soltado la bomba, no se ha desahogado, sino que seguía interesada en preguntarme a mí… B. es así.
No quiero hacer un panegírico lacrimoso. Las pocas veces que B. y yo nos hemos visto lo que más se ha dado ha sido la risa y la felicidad. Ella ríe como un pajarillo alegre y vivaracho y, a su vez, me hace reír a mí como al chuleta madrileño que me gusta jugar que soy. Yo me meto con su elegancia y ella se ríe de mi llaneza. Y los dos sabemos cómo son las cosas.
A B. le gusta escucharme cantar una canción, preguntadle a ella porqué. Y como me gustaría verla sonreír y sé que lee estas peroratas, la he grabado para ella hace un ratito. No puedo decir nada de la canción, porque sería ridículo, pero sí diré que quería subirla hoy porque es hoy cuando quiero que ella la escuche, a pesar de que sigo sin poder cantar en condiciones, y se nota mucho en la grabación. Cantada y escuchada, y leída la letra hoy, mi preciosa B., la letra de esta canción cobra un significado mágico. Ayer, de repente, ¿por qué? el juego ha terminado, y sin embargo hay que seguir jugando. Aquí está: grabada del tirón, en una pista y para ti, mi queridísima amiga. Sonríe, como ayer, como hoy, como siempre, por favor.



Con amor,
Wolffo.

sábado, enero 09, 2010

atrapado en mobile con el muermo de memphis otra vez (cover literaria)

Stuck inside of Moile with the Memphis Blues again (Dylan musical cover)

Sencillamente, adoro esta canción. Es la típica canción dylaniana a la que no me puedo resistir. Cuando haces este tipo de canciones entras en un mundo diferente. En el que las palabras y la forma en que las dices cuentan mucho. En este tema tenía intención de que me echara una mano Fantasma Paraíso, mi querido Fants, pero está de vacaciones, muy liado, o hasta los huevos de mí, así que nada, ahí está sin su concurso. La canción la he acortado en 3 estrofas (la he dejado en 6 y solo, cuando el original tiene 9) y aun así se hace larga que te cagas. Además, sigo desde antes de Navidad con la garganta como una alpargata y apenas puedo cantar (se me ha escapado alguna tos sin borrar). La he puesto con otras versiones de Dylan que he ido subiendo y me he dado cuenta de una cosa: es la primera de Dylan para la que escojo, como modelo de partida, la propia versión de Dylan no como en las otras canciones. Y es que Dylan es un gran compositor que como intérprete, a veces, flojea, si somos justos, aunque su talento poético y musical es tan gigantesco que nadie le va a tener en cuenta que no sepa cantar. Bueno, ahí está, para que su sonido vaquero os acompañe en este viaje literario por la canción, acompañada por, ya lo he dicho, otras tres para el camino. ¡Buen viaje!

(... y la literaria)
Abelardo, el trapero, tan extraño y tan digno, empuja el carrito robado del súper, con todo lo que posee en el mundo dentro de él; camina en círculos de un lado a otro de la manzana dejando que pase la semana. El domingo se pondrá a la puerta de la iglesia, de cuyos fieles obtiene el grueso –llamémosle así- de sus ingresos semanales. A veces la gente se pone pelmaza y se acerca condescendiente a hablar con él, y él te deja que hagas como que te importa porque, al final, te sacará un bocadillo en el bar, si es que le dejan entrar. El último solidario de pacotilla que se acercó a él fui yo. Le pregunté que de qué iba, como si fuéramos colegas, aun sabiendo que no me iba a contestar. Es curioso, pero lo cierto es que nos acercamos a él para que la gente nos vea y comente luego cosas guays: Fulano es un tío solidario, o Mengano es tolerante, o Zutano es un hombre íntegro. Y entonces, si eres Fulano, Mengano u Zutano, las señoras te tratan con amabilidad, los niños te sonríen y los hombres te invitan a cerveza y es posible que se cree en ti la ilusión de que eres feliz. Lo cierto es que es primitivo, banal. Te están sujetando con grilletes de seda, y las paredes están acolchadas y no te viola un preso con sida, pero, en el fondo de tu corazón, sabes con certeza que estás irremisiblemente atrapado en este pozo negro.

Pareciera que Abelardo ha leído a Shakespeare, de lo digno que es su porte. Parece talmente Shakespeare, él mismo, profesando a los gatos en el callejón, con esos extravagantes zapatos puntiagudos y sus campanas doradas colgando de los adornos militares de su casaca y sus ademanes anticuados y tan afectados. Mona, la chica francesa de la que me he encaprichado, y que presume de conocerme bien, está hablando con él ahora, Y querría enviarle un mensaje mentalmente para que le diga cosas buenas de mí: que soy dulce, inteligente, sensible, fuerte o que me cuelga medio metro, lo que sea que haga que esta demonia de tetitas redondas y pequeñas y culo plácido quiera acostarse conmigo. Y si no puedo sugerirle eso con mi poder mental, que va a ser que no, a ver si pilla mi cara de desesperación para que, al menos, no se vaya de la lengua, y no le cuente lo capullo que soy, porque seguro que Abelardo sabe que soy un jodido farsante. Pero mis mensajes no llegan: es como si hubieran robado la oficina de correos y los buzones estuvieran cerrados. No hay forma de que este vagabundo infecto me salve el pellejo. ¡Oh, dios mío!, ¿es esto realmente el final? Estoy atrapado en Mobile, con el Muermo de Memphis otra vez.

El otro día, fijaos cómo están las cosas, Mona trató de decirme que permaneciera lejos de la vía del tren. Me dijo que todos los ferroviarios son mala gente y que no me acercara a ellos. Los hombres, al menos los que son como yo, somos patéticos. Ahí está esta chica francesa de culito respingón diciendo gilipolleces como castillos y yo, que soy plenamente consciente de la necedad de su pensamiento enajenado, me quedo sonriendo y asintiendo, porque, aunque sea tonta, quiero saber lo que siente cuando te atrapa entre sus piernas, suaves, blancas y confortables. Ella seguía con su ensoñación mema sobre los ferroviarios, diciendo que eran malvados y que se beben tu sangre como si fuera vino. Como no sabía qué coño de cara poner ante tamaña majadería, le dije, "Vaya, no lo sabía, pero, mira, yo sólo he conocido a uno y el muy cabrón, como no quería ser como todo el mundo, se fumó mis párpados y me pegó un puñetazo en mi cigarrillo". Tenías que haber visto su cara. Un poema. Como nunca había oído un disparate semejante, le parecí supercool y me abrió las sábanas y en ellas me acogió lascivamente y lo que bajo esas sábanas hicimos no es noticia que haya de dar en público. Ahora estoy con el Muermo de Memphis en todo lo alto.

Así que, impidiéndome el muermo dar publicidad a tan grande conquista, se lo conté al cura, en confesión. Me dio la impresión de que mientras se lo contaba, el tipo se la meneaba, así que me explayé en detalles, no porque me gustase que ver cómo el ímpetu le hacía vibrar el alzacuellos, sino porque, ¿para qué sirve tirarse a una francesa si luego no lo puedes contar? Al acabar la misa, me quedé por la iglesia, porque quería ver al cura, porque en el confesionario no se le ve la cara y quería vérsela. El tipo parecía desconcertado cuando me acerqué y le pregunté que por qué se vestía con veinte kilos de titulares grapados a su pecho. Me maldijo con palabras que hasta a mí, un jipi desfasado, me escandalizaron, y entonces le susurré: "No puedes ocultarlo, macho, ya ves, eres igualito que yo, así que, espero que estés satisfecho". El tipo de gracia que no hay que intentar con los jesuitas, porque carecen de la humildad necesaria para entrar en este mundo sublime. Dios mío, dios mío, ¿es esto realmente mi vida? ¿Estar colgado en Mobile, con el Muermo de Memphis otra vez?

Fui a ver a Geronimus, el indio, el hechicero, a ver si me quitaba este puto Muermo de la cabeza. Geronimus aún practica remedios ancestrales, como la danza de la lluvia y cosas así. Eso y la farlopa, los blue minnies, el caballo y la maría. Un camello en toda regla, el muy capullo. El hombre de la lluvia, que así se hace llamar, me dijo que me proporcionaría dos curas y me dijo: "Si estás de acuerdo, salta dentro". Menudo soy: claro que salté y me dejé adormilar por los remansos sugeridos por su música tribal, tan enrollada.
La primera cura era con medicina de Texas; Bourbon seco, un poco de blue-grass y un inglés apenas reconocible que me dejaron medio tirado. La otra cura era sólo ginebra de ferrocarril. De la que tanto temía Mona. Se supone que era una u otra, pero ya me conoces, ¿no? Pasé de las instrucciones y, como un tonto, las mezclé. Me cogí tal colocón, que ahora todo el mundo me parece feo, extremadamente feo. Mona, tú incluida, eres un puto monstruo. Y lo peor es que no tengo noción del tiempo. Es por eso que he obrado con semejante rapidez, Mona, no ha sido un gatillazo, sino culpa de las medicinas que tendrían que curarme el Muermo de Memphis.

Mira, Mona. Los ladrillos levantan Grand Street y sujetan el contrapunto vertical al aplanamiento de Mobile. A estos ladrillos altivos es a los que tratan de escalar esos locos de mirada de neón que son los yuppies de Mobile. Encajan allí perfectamente, sus almas son tan cuadradas como los mismos ladrillos, pero carecen de su solidez. Pero si miras el conjunto, todo parece tan en su sitio que dudo de que el Muermo me pueda estar rondando. Me siento aquí con paciencia, a cien metros de altura sobre la calle y todo el mundo parece imbécil desde aquí. Antes de que todo termine, ¿sabes? Me gustaría saber si es este el precio que hay que pagar para no pasar por todo esto dos veces.
¡Oh, dios mío… oh, mamá! , ¿es esto realmente el final? Un salto al vacío sobre la calle principal de este pozo negro.
Ojalá caiga sobre un Cadillac.
Voy…

...

¡!

lunes, enero 04, 2010

La balada del hombre de viento

Pasa algo. Me refiero a que siempre pasa algo. A mí, a ti, a todos. Siempre están pasando cosas y lo curioso es la forma en que nos afecta. El lado melodramático que cada vez pesa más en mi personalidad, hace de la más nimias cosas los sucesos más épicos. Lorna, mi querida hada, me desprecia en una fiesta y quiero matarla. Luego, como sé que no puedo matarla, porque la amo demasiado, me quiero morir. Y luego, como no quiero morirme en realidad, me enfado tanto con ella que la ignoro durante un par de meses. hasta que me haga ojitos de nuevo.
El pasado sábado, día 2 de enero, con toda la ilusión del mundo, me levanté a las 6 y pico de la mañana, puse el café y me bajé con un tazón humeante al despacho-local de ensayo y grabé las pistas preliminares de una maqueta de un tema nuevo para enseñárselo a Los Ciclones. Mi idea era no desarrollarlo demasiado, para que cada uno luego trabajara su instrumento y propusiera cosas que enriquecieran el asunto. Tanto es así que, normalmente trabajo con baterías que programo yo mismo en el ordenador y esta vez sólo puse una especie de claqueta, para tocar una batería primitiva en vivo y que Bienve, el batería, pillara la idea y se marcara una batería majestuosa.
La canción, que se titula La balada del hombre de viento, y se subtitula Dentro de ti, está basada en un ritmo primitivo que alterna, por este orden, golpes dobles (las dos baquetas a la vez) de caja, timbal 1 (pequeño) y timbal 2 (mediano) y luego añade, sucesivamente, golpes de ride y bombo, claro. Sobre esa base, se desarrolla una línea de bajo sencilla, una guitarra rítmica que va redoblando toda la canción, un arpegio de guitarra sencillo y precioso, y una guitarra distorsionada que va de menos a más. Añádele la melodía, un tanto extraña, coros y listos.
Uno compone una canción con todo su amor. No es una forma de hablar: yo lo hago con todo mi amor. Y cuando sé que voy a enseñárselo a los compañeros de banda, estoy nervioso todo el día, pensando en qué dirá cada uno de ellos. Con esta canción no fue distinto. Todo el día nervioso, tocando cien veces seguidas la canción a la batería, para no estropearla, porque pensé que una forma original de presentarla sería esa: yo a la batería y lo demás, grabado. pensé que tendría gracia.
Bien, lo hice. Debéis saber que los Ciclones somos buenísimos en una cosa: merendar. A veces, el ensayo es una mierda, pero la merienda siempre mola. El sábado, Joe trajo Roscón de Reyes y Bienve un Panetone. Ensayamos un par de horas, paramos y merendamos, comentamos esto y aquello y volvemos a ensayar con el estómago lleno. Normalmente yo aprovecho esos momentos si quiero enseñar una canción o algo así. El sábado, cuando paramos, le dije a Bienve que me dejara sentarme a la batería, cogí mis palillos y le dije a eMail que le diera al playback en cuanto estuve listo.
Interpreté la canción para mis compañeros de banda.
Es un momento chunguísimo, podéis creerme No sé si a todo el mundo le pasa, pero a mí, sí. Estoy, internamente convencido (al menos, a ratos), de que poseo talento musical y someterlo al juicio de los demás me da cien patadas. Incluso cuando los demás son mis amigos. No me gusta ser juzgado cuando no he hecho nada malo y me gustaría decir, "esta es la canción" y punto. Pero no, la cosa, dado que somos cinco iguales ante la ley, es "esto es lo que he compuesto, a ver si os gusta y, si os gusta, a ver si os apetece hacerla".
El sábado, cuando les toqué la canción nueva, no le gustó a nadie.
Es duro. En serio, ves que tus compañeros de banda buscan algo que hacer o que decir que les evite el penoso trance de decirte que no les ha gustado tu canción, en la que has puesto lo mejor de ti... Pues eso es lo que sucedió. Una sucesión de incómodas miradas a los zapatos de cada uno (como hacían los shoegazers en los '90) y un vamos a hablar de otra cosa mientras yo, rojo como un tomate (de ira, de vergüenza), me levantaba de la batería y me colgaba la guitarra para proseguir con un ensayo, cuando lo que me apetecía era que todo el mundo se fuera y empezar a grabar yo solito mi canción y prestarle el cariño y la atención que merecía y que los demás no encontraron oportuno brindar.
La balada del hombre viento es un tema mío y sólo mío. Nunca la tocarán Los Ciclones, que la despreciaron injustamente (vosotros os lo perdéis, chicos), y aunque nunca nadie que no lea este blog la escuche, yo tengo que decir unas cuantas cosas de esta canción.
Es una gran canción: singular, inspirada y original. Una canción que nace de lo más básico, el compás, y que da vueltas sobre sí misma hasta llegar al apoteosis final.
En este tema, no hay nada de máquina.
Toco yo la batería y la pandereta, como percusión.
Hay tres pistas de guitarra, pero las tres, tocadas con mi nueva Gretsch, de la que sigo enamorado, porque jamás cayó en mis manos guitarra parecida. Incluso la que parece una guitarra acústica, es Grettel, y el sonido se logra desenchufando la guitarra y acercando el micro a la caja.
Completan la cosa una pista de bajo y las voces, que al final de la canción llegan a ser 7 pistas de voz, nada menos.
Y es así:

La balada del hombre de viento

Me falta un elemento para completar
la fórmula del viento que sopla detrás
siento que su aliento ya me empujará
descubro el yacimiento del que surge el mar
de tu risa,
me quiero ahogar
entre carcajadas
imprevistas, nado al compás
de tu vaivén y tus caricias

... y luego cuando todo parece acabar
surge la sorpresa que alarga el final
ahora soy yo la presa que quieres cobrar
me escurro entre tus dedos y ese instante
no acabará
quiero escapar
-eterno el tiempo detenido en tu mirar-
no dejarás
Que estemos juntos solos
Ni una vez más

Salto, y tú no estás,
Duermo y me velarás
Canto, y tú me oirás
Callo, y el silencio me viene
Detrás
Quieres dormir
Y el eco de mi voz te despierta
Y quieres huir
¿adónde irás?
Si yo no te persigo...
Vivo dentro de ti