Dandy
¡Menuda canción la de hoy...! Dandy, de los Kinks, nada menos, Ray Davies reflejando otro aspecto decadente de la sociedad inglesa de su tiempo como sólo el, dentro del mundo del rock, ha sabido hacer. La canción es irresistible, hasta cantada por mí. Disfrutadla, porque es de puro disfrute, la típica canción que se oye, aunque no sepas de qué va, con una sonrisa en la boca. Ojalá os guste.
Phipps siempre voló alto. Ahora, su traje, impecable a primera vista, presenta vergonzosos brillos si te fijas. Es un traje gris azulado, elegantemente demodé, de tres botones, anchas y puntiagudas solapas, que junto a sus llamativas corbatas (tan llamativas que disipan en la sorpresa que provocan el mal gusto del que hacen gala), conforman un conjunto ante el que, al menos, levantarías las cejas si un día se sentara a cenar delante de ti.
Pero si no eres una chica de entre 30 y 40 años y estás casada, tienes muy pocas posibilidades de que Philippe se siente delante de ti a cenar. Porque estas mujeres son su target, su público objetivo, y a Phipps sólo le importa su target. Es maniático de sus cosas, salvo si esas cosas entorpecen su camino cuando va a anotarse un tanto. Es decir, es quisquilloso con la gente, salvo si quiere follarse a esa gente, porque entonces sus quisquillas se vuelven manga ancha y sus manías miran para otro lado.
Phipps es de nuestros amigos de la infancia el que más raro ha resultado. Pero reconozcamos que siempre fue fiel a sí mismo. Desde que supo que lo que le cuelga sirve para algo más que para hacer pis o para cuidarlo de los golpes, ha perseguido mujeres casadas de entre 30 y 40. Por fortuna, mi madre, que me tuvo con casi 40, era bastante mayor de esa edad cuando fuimos adolescentes, así que eso no manchó mi amistad con él, pero sé de la madre de algún amigo que recibió las atenciones de Phipps, pero nunca me atreví a decir nada a sus hijos, mis amigos, porque siempre supe que nada bueno obtendría con ello. No sé cómo hubiera reaccionado si mi madre hubiera sido presa de Phipss, pero creo que no me hubiera gustado nada. Por alguna extraña razón, Phipps me escogió a mí como confidente, y me contaba, sin detalles escabrosos, pero sin ahorrarse los aspectos interesantes, sus conquistas.
Cuando he hablado de Phipps con mis amigos, éstos siempre dicen “Eran las madres las que conquistaban a Phipps, no éste a ellas” pero yo, sinceramente creo que no era así. El encanto de Phipps, su mayor encanto, lo que le hacía sobrevolarnos a todos, y en esto era universal, lo que hacía que su encanto te empapara fueras quien fueras, su mayor encanto, decía, era el hacerte pensar que eras tú el que marcaba las normas, el que llevaba el timón y marcaba el paso, pero todo el mundo acababa haciendo lo que él quería hacer en principio. Él, no obstante, te hacía creer que era idea tuya y que estaba encantado de seguirte. Se tiró a todas las madres jóvenes del barrio, fueran madres de amigos suyos o no. Y no era un tipo tan, tan atractivo. Nadie es tan atractivo. Más de una vez le sorprendimos entrando por la puerta trasera de una casa, o saliendo por la ventana. Entonces nos parecía heróico.
Todos recordamos el Episodio Rumpallo. Juan Carlos Rumpallo era un productor de cine y TV que vivía en nuestro barrio. Era un barrio de protección oficial, construido exclusivamente de mini casitas azules y blancas adosadas a las que el siempre previsible ingenio popular bautizó como “Los Pitufos”. La mujer de Rumpallo, la Rumpallo, estaba de buena que se rompía. O sea, en el barrio había madres guapas, pero ésta se llevaba la palma. Y Phipps me enseñó cómo se trabajaba a una señora así. Cómo se la trabajaba él, claro, porque cualquiera otro de nosotros habría salido de la situación con un pescozón, y él salió exhausto y con unas bragas y un sujetador Playtex de regalo. Se tiró a la mujer más bonita que había conocido yo hasta entonces con 19 años. Y os aseguro que la visión de su marido, en plan truculento, bastaba para amedrentar al don Juan más aguerrido.
Años después, en la época loca, cuando todos trabajábamos y no estábamos casados, nos producía, si cabe, más envidia. Para nosotros, el proceso de cortejo llevaba tiempo y una cierta inversión sentimental si queríamos cobrarnos una pieza. No éramos especialmente mal parecidos, éramos jóvenes, disponíamos de dinero y carecíamos de responsabilidades, de modo que no nos quejábamos. Pero es que Phipps no paraba. Seguía acumulando horas de vuelo y agrandando su leyenda.
- Seguro que la tiene supermusculosa
- Qué va, la tendrá siempre escocida
- Que no, que la tiene insensibilizada
Además, el hecho de que no le interesaran nuestras amigas hacía que éstas se volvieran literalmente loquitas por él y se le insinuaban… bueno insinuarse, no, se le ofrecían abiertamente (soy testigo) y él, simplemente, las rechazaba. Volaba demasiado alto para ellas.
- Vuestras amigas quieren mi teléfono, que las llame, para pasear y eso… ¡algunas quieren hablar! Quita, quita…
“Quita, quita…” me parece estar oyéndole todavía. El seguía a lo suyo. En la facultad (de la que salió indemne, o sea, sin adquirir conocimiento ni título alguno) se tiró a todas las profesoras casadas y, aunque él iba a clase por la mañana, asistía al turno de tarde porque en ese horario había más señoras casadas.
Entró a trabajar en una multinacional, y estuvo dos años dedicado sólo a las compañeras de trabajo de su propio edificio. Y eso que su fama ya le precedía. Todas, absolutamente todas las tías que yo conocí en aquella época decían que a ellas les producía, una de dos, o asco o pena, y ninguna admitía sentirse atraída por él. Pero todas, todas, en serio, querían, al menos, probarle. No querían hablar con él, ni enamorarle, pero querían meterle en su cama. Y él era inflexible. Sólo casadas. Sólo entre 30 y 40. Seguíamos muy unidos, pero estábamos menos en contacto, claro. Nuestra unión era más un anclaje de los años pasados que una realidad actual. Cuando coincidíamos, no obstante, la magia reverdecía y me contaba relajadamente sus últimas conquistas, y no en plan vacilón, sino del mismo modo en que yo le contaba que me había cambiado de piso o de trabajo.
Cada vez nos veíamos menos y la vida nos fue llevando por caminos distintos y nuestro contacto empezó a ser casi exclusivo por email o teléfono, aunque procurábamos vernos, al menos, una vez al año. Nos quedaba el afecto, pero no podíamos considerarnos verdaderos amigos.
La semana pasada, después de una serie interminable de emails y llamadas de teléfono vino a mi casa, al fin. Le llevé a ver mi estudio casero (soy videoaficionado y tengo un pequeño estudio que es mi orgullo y con el que torturo a todo el que aparece por casa) y estuvimos mucho rato hablando de nuestras cosas. Me llamó la atención, entonces, lo que os decía al principio. Su ropa, antaño impecable, tenía ahora el aspecto que puede tener un antiguo Lord inglés venido a menos (a mucho menos). Zapatos lustrados pero de tacones raídos, los bajos de los pantalones, cuyas rayas podían cortar un pelo en el aire, estaban deshilachadas y las costuras del cuello de la otrora blanca (ahora ligeramente amarillenta) camisa denotaban el paso del tiempo.
Además, un extraño brillo en su mirada confería a su rostro una expresión ida, como de cierta demencia. Mi hija Miranda, Randy, puso un disco de Artic Monkeys y, sin saber de la presencia de Phipps, venía bailando y cantando por el pasillo y se quedó helada, claro al ver a un extraño en casa.
- Fake tales of… ¡uy, perdón…!
- No te preocupes, mujer, a mí también me gustan los Artic Monkeys, me encantan… - y lo demostró entonando la canción que venía cantando mi hija- Fake tales o San Francisco echo trough the room…
Randy se quedó mirándole extrañada, se dio la vuelta y se fue.
- No me jodas, Phipps, -bromeé- que sólo tiene 10 años… ¿has cambiado de target?
- ¡Qué va…! – dijo él – sigo fiel a mis chicas. Sólo casadas. Solo entre 30 y 40 años.
Habíamos tomado unas cuantas copas cuando llegó Lorna, mi mujer, a quien esperábamos para salir a cenar porque ese día cumplía 40 años. La esperaba yo para salir, Phipss para largarse, pero le había pedido que, por favor, se quedara para conocerla.
Los presenté. Y estuvimos un rato hablando. Los tres, relajados, bien cómodos. Lorna se levantó a rellenar nuestras copas y entonces lo supe y la seguí a la cocina. Con el congelador abierto para sacar unos hielos me miró asombrada cuando le dije:
- ¿Por qué, Lorna, por qué te has acostado con él?
-.-
En el salón de mi casa, la pared que da al sur es un ventanal de arriba abajo y de izquierda a derecha. En esta época del año siempre está abierta. Le dije a Phipps que quería que viera algo interesante.
- ¿Qué quieres que vea, hombre? – dijo acompañándome a su pesar hacia los ventanales. No pareció molestarle que le llevara del brazo desde atrás.
- Quiero que veas cómo se siente uno, cuando a uno, sin esperarlo, le revienta la cabeza – y le empujé limpiamente a una caída de 6 pisos hasta el asfalto donde, ¡sorpresa! a Phipps le reventó la cabeza.
Resulta que, después de tanta historia, el muy idiota no sabía volar.