lunes, noviembre 30, 2009

En ocasiones, maldito Buch, tienes buenas ocurrencias, vive Dios


Llegué a la Abadía Das d’Esperhaus, en la falda sur de la montaña, poco después de nona, pero no tan tarde como para perturbar el normal funcionamiento de la abadía. Para completas ya estaba perfectamente instalado y no necesitaba nada, absolutamente nada. Entonces, decidme, ¿qué hacía el hermano Buch Anclosiano, el ecónomo, susurrando oraciones intempestivas en el pasillo de las celdas de los huéspedes?
Esperé en silencio paciente, sin siquiera deshacer mi equipaje, pues suponía que el hermano Buch habría de acudir al oficio de Maitines Laudes, el de media noche, que oficia los jueves con socarrona piedad y buen tino Fray Bhar Riggha, el hermano cocinero, siempre con un lamparón de grasa en su desgastado hábito. Es sabido que aunque es un oficio voluntario, asistir en esta abadía tiene un carácter veladamente obligatorio, y el uso en Das d’Esperhaus es asistir, o prepararse para un incómodo interrogatorio a la mañana siguiente, Dios mediante. También es sabido que, aunque no está así escrito, al hermano cocinero le gusta un acompañamiento somero al órgano para su especial oficio, y elige normalmente para esa misión al ecónomo, pues dicen, yo no me atrevo a juzgar a mi prójimo, por ignorante, en el divino arte musical, que fray Buch es un buen organista. Me cuesta creerlo mas, bien sabido es, es nuestro trabajo creer en cosas que son difíciles de demostrar de forma experimental.
Salí, pues, de mi celda, cuando calculé que se habría ido el odioso (Dios me perdone) Buch con el objeto de acercarme a la desprotegida cocina. No se oía el demoníaco gorgojeo que emite fray Buch cuando reza, y el pasillo estaba expedito. El aroma de viandas recias y sensuales era tan intenso que, si no hubiera conocido de sobras el camino, el olor a panceta, nabo y garbanzos hubiera bastado para dirigirme a la cocina. Hoy los monjes, malditos cabrones en Cristo, se han puesto las putas botas al comer. Dios mío, cómo huelen los manjares que voy a robar…
Entro en la cocina, grande, cálida, llena de vida, vacía de personas, y me estremezco al pensar en el festín con el que voy a empujar a mis atascadas arterias a un síncope por exceso de grasas y sal, pero prefiero un día de dolor a ciento de malsanas privaciones. Pan blanco y de semillas, panceta, chorizo, nabos y grelos; patatas y aceite frito, caldo de gallina y garbanzos gloriosos; carne hilada de ternero macho y fuentes de verduras cocidas; cabeza de jabalí y polla de toro al aroma de eneldo y salsa Perrin’s. Todo me lo voy a comer y nada quedará a estos monjes lujuriosamente obesos.
Estoy frotándome las manos y aspirando el pecaminoso aroma, a modo de aperitivo, cuando oigo unos pasos inesperados que perturban mis planes pantagruélicos.
Me escondo en la despensa, tras los sacos de harina, un lugar desafortunado, advierto cuando es demasiado tarde, pues está plagado de ratas de blancos bigotes.
Es el maldito hermano Buch, que lleva de la oreja al desdichado hermano Plúmbeo Ibam, el joven y despreocupado (hasta hoy) ayudante de cocina de Fray Bahr al que, tiene toda la pinta, va a someter a una humillante reprimenda.
El joven Plúmbeo apenas levanta cinco pies del suelo y fray Buch le lleva de puntillas, cogido por el lóbulo de la oreja y recitándole salmos apócrifos en latín clásico y burlón. Entran en la cocina y el hermano Buch, sumamente cabreado, le hace abrir el cubo de los desperdicios y meter la mano.
- Vamos, ingrato, ¡saca una maldita monda de patata al azar!
El pobre Plúmbeo, que no se atreve a rechistar al ecónomo, saca una monda de patata y la enseña al súbitamente feliz hermano Buch.
- ¡Qué hermosa, verdad? – dice dulcemente, confundiendo al desgraciado monje capullín-. Casi dan ganas de comerla, ¿no te parece hermano? ¿No es hermoso que Dios, en su infinita bondad, haga que nos parezca hermosa esta monda de patata?
- Ciertamente, hermano, lo es… - dice fray Plúmbeo, animado por la inesperada suavidad que parece tomar la conversación – es una monda rabiosamente bella y hermosa –dice, ya francamente animado-, tanto que…¡no sé que hace en la basura, ja ja ja…! –ríe confiado e infeliz, hasta que el alarido del hermano Buch hace temblar los cimientos de la abadía.
- Entonces, pequeño hijo de la gran puta de Jerusalén, ¿quieres explicarme por qué cojones has tirado la puta monda a la basura? ¿Quién eres tú, pedazo de la peor mierda de la peor vaca, para decidir qué es lo que se tira y qué es lo que se come? ¿Acaso, maldito gilipollas tragalefas, pagas tú las patatas, chupando pollas a los mercaderes, o cediendo tu ano rojo y desdichado para que te lo rompan con sus pichas infectadas? ¿en virtud de qué jodido mandamiento, chapero indigno, aliento de glande, te ves con derecho a tirar esas gloriosas mondas a la basura en lugar de cortarte los huevos de cerdo moribundo que te cuelgan entre las piernas y dejárselos a los cuervos?
Podría contarlo de muchas maneras, pero resumamos: Fray Plúmbeo se echó a llorar. Lloró desconsoladamente por espacio de diez minutos y luego hizo amago de arrodillarse para besar los pies del hermano ecónomo, pero éste le despreció con una bonita patada con efecto que hizo saltar una muela al joven freire.
- Cocinarás para mí y aprenderás algo importante esta noche.
No asintió. No contestó. Pero ni siquiera las ratas más descreídas que vivían detrás de los sacos de harina dudaron un segundo de que el hermano Plúmbeo obedecería a fray Buch sin atreverse, si quiera, a rechistar. Tal era la majestad de Fray Buch.
- Seguro que ibas a tirar los restos del cocido, ¿verdad? ¿Cómo puedes ser tan necio? Los que sabemos destos menesteres, hacemos cocidos sobrados para deleitarnos en las recocinas de este plato maravilloso y divino. Es conocida la Ropa Vieja; menos conocida, pero no menos celebrada por quienes tienen la fortuna de haber leído “Tiembla, cariño, hoy cocino yo” de Wolffo, es la feliz receta “Ropa Hueva: lo que va de un cocido sobrao a uno huevón”. Pero tú, despojo humano, estás aquí hoy. Aunque creas que es una desdicha el estar aquí y ahora, te equivocas, meaesquinas: te voy a instruir en el arte de la cocina aprovechaticia y creativa: sin nitrógeno, sin espumas ni reconstrucciones, pero con talento por arrobas y con un par de pescozones que, reconócelo, gañán, te has ganado.
“coge de la despensa una cebolla de tamaño medio (diez veces tus ridículos cojones) y del corral trae seis huevos;
“pela la cebolla, córtala a la mitad y apoyando el lado liso en la tabla, corta en finas tiras semicirculares; llora como corresponde a un mequetrefe pichafloja como tú. Enciende una sartén y échale un chorrito de aceite y pocha esa cebolla con paciencia y un poquito de sal. Tapa y espera:
“mientras se pocha la cebolla, casca y bate esos seis huevos en un bol grande y reserva; coge los restos de carne del cocido (morcillo, gallina, chorizo, morcilla, panceta, tocino…) y la cortas en trocitos pequeños y reservas; cuando esté la cebolla, la añades al bol;
“en la misma sartén, echa otro chorrito de aceite, aborto de fraile, y demuestra que tienes la cabeza para algo más que te la follen obispos agarrándote por las orejas, echando en el aceite caliente los garbanzos, patatas y la carne y lo fríes todo junto a fuego vivo hasta que salga costrilla;
Añádelo todo al huevo con cebolla y revuelve y machaca durante un rato. Corrige de sal y procede a hacer la tortilla como la hacía tu madre… no, desgraciado, tu madre no hacía tortillas, era tortillera y puta, ahora que me acuerdo. Bueno, pues procede, gilipollas: haz la tortilla, monje estúpido y horadado por mil curas salidos, como la hiciera el revientaculos abrazalmohadas que vivía con tu padre. O como si fuera una tortilla de patatas.
Llamo a esto la Tortilla del Obispo, porque es esto, y no otra cosa, lo que hago yo para congraciarme con los obispos. Tú les sirves de letrina, yo, les hago felices guardando mi honra.


Entonces, drogado por el olor de la tortilla del obispo, salí de mi escondite, para felicidad de las ratas de blancos bigotes.
- ¡Hermano Buch!
- ¡Hermano Wolffo, hermanito…! – me miró como se mira a un hermano pequeño- ¿Qué haces aquí de nuevo?
- Se trata de él. De papá.
- ¿Por fin ha muerto? –preguntó esperanzado
- Ojalá –deseé-. Se ha vuelto a curar.
- Mierda.
- Sí, mierda… - señalé la tortilla- ¿puedo…?


(y comimos como dos putos obispos)

viernes, noviembre 20, 2009

Grettel, mi nuevo y tortuoso amor.

A New England - Wolffo y Grettel (A New Gretsch)


Adoro esta canción de Billy Bragg. Desde la primera vez que la escuché, me pareció grandiosa; fue en un programa de Radio 3, en el año 84, dedicado a versiones, pusieron la entonces pujante y exitosa de Kristy MacColl, que me gustó, y a continuación, la original: más cruda (sólo guitarra eléctrica y voz), más potente y claramente superior. La canción toma los dos primeros versos (tenía 21 años cuando escribí esta canción, ahora tengo 22 pero eso no durará mucho) de la preciosa canción de Simon & Garfunkel "The leaves that are green", lo cual es ya una referencia de gusto del tomador. Me mola, también,, la letra del estribillo: "No pretendo cambiar el mundo, no intento descubrir la nueva Inglaterra, sólo estoy buscando otra chica"Así que he elegido este tema para inaugurar esta maravillosa guitarra que se estrenará oficialmente en Rascafría, en un concierto con los Ciclones el próximo 28 de noviembre. A ver si os gusta este tema. En mi canal de YouTube se puede ver en HD, y mola más.


Te puede pasar a ti (historia de una chica fácil)
El sábado, Wilco, el batería de los Ciclones, se llevó mi vieja Epiphone a arreglar, puesto que (una vez más y van... estoy sin coche); durante el ensayo, de manera inoportuna, me había estado fallando el conector de entrada, interrumpiendo la señal de manera irritante. Me llamó Wilco el mismo lunes desde el taller que hay junto a su casa, diciéndome que el tipo le estaba diciendo que había que cambiarle todo lo cambiable y que la factura podía superar los 300€. Así que le dije que ni se le ocurriera dejársela, que iba a recogerla al día siguiente y que la llevaría a AGL, la tienda donde compro siempre las guitarras (la Epi entre otras) para que me la miraran allí.
Efectivamente, el tío (Alberto, el dueño) la miró, remiró, cambió un par de tornilluelos, apretó otros dos, le echó nosequé liquidillo al conector, limpió un poco alquí y acullá y la dejó lista; le dije que cuánto le debía y me dijo que nada, pero, antes de que me marchara me dijo:
- ¿Tú no estabas ahorrando para comprarte una Gretsch?
- Sí, una White Falcon - le dije.
- Espera, no te vayas que te voy a enseñar una cosa - me dice el tío.
Y aparece con una preciosa Gretsch G3150 Streamliner Roja, de las Historic Series, marcada en 1.600 pavos. Un guitarrón (en tamaño y calidad) de verdad.
- Mira, Carlos Goñi (el de Revólver) se llevó la otra que tenía ayer.
La miro y, efectivamente, una pasada de guitarra, roja, gordita, grandullona y con otra etiqueta en la que pone: "Fuera de Stock - 1.600€ (tachado) - Oferta 500€"
- ¿Eso es verdad? - le digo - ¿está rebajada de 1.600 a 500 euros?
Y me cuenta la historia: Tenían dos guitarras como esta, hace años (el modelo está descatalogado desde hace 4 o 5 años) que dieron por perdidas o robadas y que el sábado pasado, haciendo limpieza del almacén por la tarde, encontraron en sendas cajas de guitarra acústica marca Stagg (una marca europea de guitarras económicas: Bluessy, mi vieja guitarra azul es una Stagg); así que llevaban allí ocultas desde hace años. Las revisaron, comprobaron que todo estaba bien y el lunes las pusieron en exhibición. El mismo lunes, al parecer el Goñi se pasó y se la llevó puesta. Quedaba esa. Un guitarrón de 1.600 pavos a 500.
- ¿Puedo probarla? - le digo
- Claro - me dice, y me la enchufa en un ampli (un Fender corriente de transistores, Fen de Mier, como los llama eMail) y me pongo a meter ruido en la tienda. Me acuerdo de lo que me contó Guiss: en una tienda de Valladolid de guitarras hay un cartelito que pone "prohibido probar las guitarras con Smoke on the water". Así que no toco Smoke, claro. Toco cosas más acordes al espíritu de la guitarra: rock and roll, Beatles... y mis porpios temas, por si se da la casualidad de que entra un superejecuta de una disquera. Pero ná. El sonido limpio de la guitarra es increíble. Redondo en la pastilla del mástil y afilado y cortante, pero contundente, en la del puente. Ambos, llenos de color y plenos de energía. UN sonido profundo y amplio a la vez, a guitarra pura, una pasada. Se toca con mucha facilidad y me explica Alberto algo acerca de los imanes de las pastillas (nosequé de que no suben y bajan como las humbucker de las Gibson, sino que siempre están nosecómo...) de lo que no entiendo una puta palabra, pero que debe ser genial. Que son pastillas de las guays, que ni siquiera las Gretsch actuales llevan ya esas pastillas, porque son mucho más caras (y robustas) que las que montan ahora.
Total que le digo:
- Alberto, no llevo la pasta encima, pero te dejo una señal y vengo mañana a por ella.
Y fui. Anteayer por la tarde, a última hora, salía de AGL Musical, la mejor tienda de guitarras del mundo, con mi flamante, preciosa e imponente Gretsch G3150 Streamliner. Y ayer por la mañana, entre guión y guión, enchufé la guitarra y el micro y me coloqué entre la cámara de video y la de fotos y grabé de una toma (toqué el tema dos veces seguidas, esta es la segunda toma, combinando al 50% las dos pastillas) este tema. Bueno, ahí tenéis, sin trampa ni cartón, el sonido, en crudo, de esta maravillosa guitarra. Bueno, el sonido que recogen las cámaras que es un poco más crudo, menos brillante que el real, pero se aproxima. Si te gusta el sonido de la guitarra eléctrica, y no el que consiguen los procesadores de efectos, apreciarás este sonido limpio y pujante. Un sonido al alcance de pocas guitarras, pero que esta complaciente y gordita piel roja americana, que se deja hacer de todo, consigue emitiendo sonidos celestiales. Como todas mis guitarras, ya tiene nombre: es Grettel, mi nueva y sinuosa amante. Con permiso, faltaría más, de Lorna Cor a quien, debo decirlo, le encanta esta guitarra.


¿No es una pasada?

miércoles, noviembre 18, 2009

Un amigo inesperado

Salgo, de noche y sin más equipo que unos ropajes decididamente inadecuados y mi teléfono móvil para escuchar la radio a caminar. Es un peligroso periplo y me encuentro cada dos por tres con indeseables elementos de la banda nocturna de aquí, Los Amos de la Noche, que, de momento, me dejan en santa paz. Pero al cruzar nuestros caminos nos desafiamos con la mirada y no parece impresionarles en absoluto mi tamaño; piensan que, aun siendo ellos netamente menos robustos, me superan en agilidad, velocidad, juventud, malas artes y flexibilidad y, sobre todo, en eso que tienen los malos y que no tenemos las buenas personas: ellos no tienen nada que perder y sienten un total desapego por la vida y, cuando pelean, lo hacen a muerte, sin pararse en barras, sin miedo a hacerse daño, y eso les distingue de nosotros. También les distingue de mí que pesan 10 veces menos y que son gatos.
Camino a un ritmo endemoniado (un poco más fuerte cada día) y tomo una cadencia que me obliga a regular la respiración, sobre todo cuando, como sucede a menudo, el camino se empina y la subida te frena el ímpetu, como si fuera un bofetón de realidad. Estos últimos días, a ratos sueltos, abandono el enérgico caminar para someter mi obesa anatomía al leve castigo de algo que, si bien sería exagerado llamar carrera, podríamos denominar trotecillo cochinero, pues es a un puerco trotón a lo debe asemejarse mi oronda figura cuando levanto los pies del suelo y dejo que mis kilos se balanceen de diestra a siniestra con plúmbeo gracejo hasta que noto que empiezo a cansarme y me dejo llevar, levanto el pie del acelerador y abandono el trotecillo para volver al andar enérgico.
Al pasar por las zonas no urbanizadas se ve el suelo tierno completamente hozado por los jabalíes en busca de trufas y raíces y eso, de noche y a pie, me da más respeto que gustito. Se ve (y se oye) a los búhos o lechuzas, no sé qué es lo que hay por aquí y sé de las miles de ardillas que pululan por aquí: cada noche, al menos, veo un par de ellas aplastadas por los coches. Porque. de vez en cuando, un coche, un humano despistado que conduce por estos lares, pasa trepidante junto a mí y las más de las veces me ignoran, pero también se da el caso de los que me pasan rozando más por dar por culo que por necesidad, porque la avenida es grande y no hay, nunca, más de un coche cada cuarto de hora.
Bien, eso es solo para contaros lo que me pasó con él.
Yo vivo casi en lo más bajo del cerro que da nombre a mi urbanización, muy cerca el embalse; salgo y voy avanzando por las calles describiendo grandes ochos hasta que llego a la parte alta del cerro; recorro ésta de sur a norte y desando mi camino. El total es unos 100 minutos de ándale, ándale.
Ayer, cuando hacía la parte alta del cerro, pegado a la izquierda de la calzada, noto una presencia silenciosa. Miro de reojo, pues no quiero parecer nervioso, y la presencia se hace sombra en movimiento. Avanza paralela a mí, a unos 5 metros y a la misma velocidad que yo, más o menos.
Es demasiado grande para ser un gato. Pero su andar es gatuno. Demasiado ligero para ser un perro y demasiado silencioso, elegante y no sé, demasiado… ¿salvaje? Es de color pardo, pero ya se sabe, de noche… solo que éste no es un gato. Me detengo.
Él se detiene también. Es un precioso zorro. Me acerco a él para intentar fotografiarlo con el teléfono. Él parece esperar, pero baja la cabeza sin dejar de retarme con la mirada. Me acerco a unos dos metros, dos y medio, tal vez. No más.

Después de un rato, parece perder el interés y se da la vuelta, deja la calzada y empieza a adentrarse en el campo. Entonces le llamo.
- ¡Eh…!
Y él, asómbrate, se detiene. Está un rato parado, como ignorándome, parece decirme con su lomo que no me teme, pero que no le resulto estimulante. Está a unos 15 metros de mí y apenas le veo. Pero vuelvo a llamarle.
- ¡Mira…!
Y el tipo, se vuelve displicente para ser retratado por segunda vez, pero esta vez, apenas se le distingue.
Después de tirar la foto, le digo, puesto que parece escucharme:
- Mañana nos vemos, ¿eh?
Pero él, sin contestar, simplemente se da la vuelta y, en silencio, se va.

(me gusta vivir en el campo)

miércoles, noviembre 11, 2009

Y entonces, llegaste tú.

Till there was you (canción para Mahomal)

Yo tenía una amiga que tenía un novio que tocaba en un conjunto de Rythm&Blues. A mí me daba mucha pena no poder tocar en un conjunto así y empecé a montar un grupo con la idea de hacer versiones de los Beatles. Esa amiga amiga me dijo un día, "mi preferida de los Beatles es..." y no se acordaba del título. Pero me la tarareó y yo me dije, "cielos, he de aprendérmela". Y me la aprendí. Eso debió ser hace unos 18 años. Desde entonces, cada vez que toco este tema, me acuerdo de ella, mi amiga Mal, conocida por estos lares como Mahomal. Y tengo ganas de que un día, esté ella delante cuando la toque. Hasta entonces, la he grabado, deprisa y corriendo, a ver si le gusta así. Es una vieja canción del musical The Music Man que los Beatles interpretaron con especial gracia y que yo me encargo de jorobar con mi gracejo, también. Para bajarla, como siempre, en el título.


Me parecía bien, ya sabes, no hacer caso a nadie, y pasar las clases dormitando, dejando que el sol invernal de medio día, filtrado a través de la ventana, me calentara el cogote, y las palabras monótonas del profesor me sirvieran de nana. Me parecía bien que nos dejáramos en paz mutuamente: yo no les molestaba y ellos se limitaban a catearme y a ignorarme y todo iba bien.
Me parecía bien que el mundo fuera como era, despreocupado, lento y tranquilo y que las cosas como jugar al baloncesto, tirar petardos, pelearnos con los del barrio del otro lado de la avenida y fastidiar a las niñas pijas fueran sólo importantes cuando estaban sucediendo, sin hacernos perder el tiempo pensando en ello mientras hacíamos otras cosas. Mientras vivíamos.
Estaba de acuerdo en eso de que vayas tirando mientras no te pillen, y apechugaba de buen grado si el Judío me pillaba robándole pipas, o el Porky me pillaba copiando en sus aburridísimos exámenes, o cuando el padre Manolo me daba un pescozón porque me pillaba mirando embobado a la mujer que le limpiaba, mientras tendía sus sacramentales ropajes. Aceptaba, incluso, sin protestar demasiado las protopalizas de mi padre cuando volvía achispado a casa y yo no sabía callarme y presumía de ingenio y él se cabreaba y me daba y sólo me hacía daño de verdad cuando me hostiaba de revés con la derecha, y el sello ese que tenía en el meñique siempre me hacía sangre y me picaba mucho.
Si reponían una de los Beatles, Let it be debimos verla unas quinientas veces, en los Dúplex, o el programa doble Quadrophenia-The kids are alright, o Tommy, o cualquiera de esas pelis musicales que nos gustaba ver, simplemente, íbamos y sabíamos que en el cine seríamos 20 o 30 a lo sumo, y cantábamos en voz alta y nos creíamos de puta madre porque a las chicas y a los bobos a los que no les gustaba la música se aburrían. Y luego volvíamos en el metro cantando en voz alta las canciones y éramos los dueños del mundo.
El mundo era sencillo. Vivir era fácil. A veces era divertido, a veces dolía, a veces nos aburríamos, otras veces los días pasaban sin más historias, pero no era difícil vivir.
Hasta ese día, ese maldito día; el día en que llegaste tú.
Estábamos, como siempre, sentados en los bancos enfrentados (el dúbel) metiéndonos con Pinto o con Luis y su perro Ringo, que no sabía hacer ni una puta gracia: ni sit, ni dame la patita, ni corre a por ese palito, ni nada. Era un chucho infecto y todo su repertorio de cosas graciosas se limitaba a lo que cáusticamente, llamábamos el Ringazo: te miraba con cara de bobo, ladeaba la cabeza, arqueaba el lomo, levantaba el rabo y tiraba unos pedos asquerosos mientras emitía un extraño y nada tranquilizador aullido. Luego se perseguía el rabo, dando vueltas en círculo, hasta que se cansaba (afortunadamente pronto, era un perro estúpido, pero vago) y se tendía, exhausto, a nuestros pies.
Estábamos en una de esas, dando por culo a Luis con lo estúpido que era su perro, porque era divertido ver lo mucho que se mosqueaba con esas cosas. Llevaba todo el día un camión de mudanza llenando un piso de mi portal con cantidad de muebles y cajas y cosas como lámparas y eso y de repente, un 1430 color café con leche, el de los faros dobles, preparao a tope, con llantas y faros auxiliares Hellas, que sonaba como una bestia encerrada, se sube en la acera y de allí baja tu padre, que no parecía un padre ni nada, porque era como una especie de amigo mayor peligroso, y bajaste tú con la camiseta más ajustada que habíamos visto en esta ciudad en toda nuestra vida.
Y todos nosotros nos quedamos embobados, hasta Ringo, el perro necio, se quedó quieto mirándote las tetas.
- ¡Qué… chavales! – dijo tu padre - ¿no váis a ayudar a una chica así de guapa?
Y todos fuimos corriendo al maletero de tu coche para ayudar a la chica de las tetas hipnotizadoras y allí había maletas, bolsas y cajas para todos. Así que te ayudamos a llevar las cosas al montacargas y sé que alguien te preguntó que si veníais a vivir ya y otras cosas, pero yo me enteré de nada, sólo podía mirarte las preciosas peras que ajustaban tu camiseta.
- Dile lo que pone, que está sufriendo – dijo tu padre y yo no sabía de qué coño hablaba.
- ¿Cómo dice…? – le digo yo
- ¿Qué dices, papá? – dices tú
- Que le digas lo que pone en el logotipo de la camiseta – aclaró tu padre, con un aire tan inocente que dudé de si se había dado cuenta del pastel-, que lleva mirando e intentando leerlo desde que te bajaste del coche, me da pena, dile lo que pone, mujer…
- “Almost Heaven, West Virginia” (Casi el cielo, Virginia Occidental) –dijiste tú señalando tus tetas con el dedo y levantando el pecho, como si hiciera falta, para que pudiese leer ese logotipo que cubría tus gloriosos melones.
Y la vergüenza, la inmensa vergüenza de que tu padre, tan graciosillo, me hubiera pillado mirándote obsesivamente las tetas, fue lo que impidió que tuviera una polución diurna espontánea. En mi vida había visto nada más bonito que tú.
Xano, mi gran amigo, te preguntó, no sé si con coña, yo estaba demasiado aturdido para pillar esos matices, que si te llamabas Virginia y que si venías para mucho tiempo y entonces tú dijiste las ocho palabras que me han torturado desde hace casi 40 años:
- Me llamo Lorna Cor y vengo para quedarme.
-.-
Y ya nunca fue nada igual.
En clase ya no dormitaba, sino que escribía tu nombre con complicadísimos caracteres mil y una veces y ensayaba cosas interesantes que decirte; no jugaba al fútbol igual y ya no tiraba petardos y secretamente, escribía poesías repulsivamente cursis en las que eludía hablar de tus pechos de forma explícita, pero no conseguía soslayarlos del todo y las figuras representativas (montañas suaves y redondeadas, cántaros de miel, etc) aludían evidentemente a ti. A esa enorme y preciosa parte de ti.
No iba a ver pelis musicales, sino que intentaba ver engendros como La fuerza del cariño o Grease, que no sé porqué te gustaban esas atrocidades.
Dejé de vestirme con la primera camiseta que pillara y los vaqueros y las zapas y empecé a ponerme camisas y zapatos y jerséis de pico.
Ya no vivía despreocupadamente. Ahora pensaba en ti todo el rato.
Me imaginaba que me veías todo el tiempo. Como si en algún lado hubiera una cámara de video y te retransmitiera en tiempo real mi vida, mis cosas. Cualquier cosa que hacía o decía, la hacía o decía de un modo en que –a mí me parecía- te gustaría a ti. Pero trataba de ser natural, para que tú no te dieras cuenta de que yo sabía que me mirabas. Lo que se dice una obsesión.
Y lo peor fue cuando te hiciste mi amiga. E intimamos. Y esa noche en la que, al fin, me invitaste a dormir a tu casa, cuando tu padre se fue de viaje.
Vimos Yo Claudio en la tele y yo creí enloquecer cuando te quedaste dormida en pijama y pude mirarte a mis anchas durante casi media hora. Te di un beso en la punta del piececito, sin despertarte, y te desperté tocando tu hombro para que nos fuéramos a acostar. Íbamos a dormir en la cama de tu padre, que era enorme.
Nunca se me olvidará lo que me dijiste cuando me acerqué a ti por tu espalda y cogiéndote el pecho con firmeza y cariño, empecé a lamerte detrás de la oreja. Te diste la vuelta rápidamente, casi con violencia, te deshiciste de mi abrazo y, echando fuego, me dijiste:
- ¿Eres gilipollas, o qué…!
- ¿Qué pasa… no te gusto?
- Pues no…
- Perdona, creí que… en fin, que me habías invitado para esto… ¿por qué no te gusto?
- Porque no me gustan las tías. Y menos las marimachos, como tú.

Desde entonces, os lo juro, soy mucho más femenina.

lunes, noviembre 02, 2009

un billón de revoluciones, ya

Revolution 45 (Beatles cover)

Esta canción, esta explosión de ya está bien, podríamos decir, además de encantarme, resume especialmente bien el momento en que me encuentro: pleno de energía, escéptico, guerrero y con ganas de dejar claros un par de asuntos. Una canción inusualmente sincera en el mundo pretencioso del rock, que la gente suele tomar, sorprendentemente, en el sentido contrario que evidentemente, tiene, que es una bofetada en mitad de la cara a todos los idiotas que se abrazan a una corriente de pensamiento, y se dejan llevar, necios y gritones, sustituyendo el pensamiento por las causas, la fuerza de la pasión por la de la corriente, y las ideas por la ideología. Contrariamente a lo que se piensa, no todo el mundo tiene opinión, ni mucho menos: sólo unos pocos son capaces de tejer una opinión y luego, miles, millones, las abrazan. Tela. El ritmo acelerado y p'alante de este tema, me deja nuevo, ahora, después de haber cumplido 45 años a los que se llega protagonizando 45 revoluciones por minuto, 60 veces a la hora, 24 veces al día, 365 días al año y 45 años seguidos. Va por ustedes, príncipes privados que protagonizan, cada día, la pequeña y definitiva revolución de seguir adelante sin publicarlo en ningún lado, y de ser fieles a vuestra propia manera de pensar.


Desde que el DJ que todo lo pincha -y todo lo jode- pinchó el sencillo de escaso éxito La vida de Wolffo, éste, el single, de los de vinilo de toda la vida, los de 45 r.p.m., ha dado más de un billón de vueltas. No es un gran mérito, claro, eso nos ha pasado a todos... al menos a todos los que somos singles (y no hablo de esa forma hortera de llamar a los solteros). Es el suficiente número de vueltas como para haberme acostumbrado al ritmillo y para no marearme al levantarme cada mañana. Eso sí, si un día me levanto y el mundo se ha detenido, entonces, me pegaré el coscorrón del siglo.
Si echo la vista atrás, al billón de vueltas dado, a las revoluciones emprendidas, las ganadas y las perdidas, y las revoluciones que traté, infructuosamente, de detener, me da bastante vértigo porque, poniéndome en cualquiera de las orillas desde las que puedes observar el río fluyente de la vida, veo, a la vez, lo importante y lo prescindible que soy, lo pequeñajo y lo grande que soy, al mismo tiempo, y lo mucho y lo poco que significo.
De las personas con las que me he cruzado sé apenas nada y no soy un hombre especialmente empático (es una forma elegante de decir lo egocéntrico que soy) ni preocupado de las cuitas de los demás. A alguien le parece horrible esto, el no pensar en los demás, y a otro le parecerá admirable que no me meta en la vida de nadie. Depende, otra vez, de la orilla, ¿verdad?
Revolución. Un concepto atractivo, de indudable sex appeal, que ha sucumbido a su propio encanto. La imagen de la revolución de hoy en día es Obama en la Casa Blanca, los negocios dinerarios de la China comunista o los Sex Pistols en las listas de éxitos. Una corriente imparable, que todo lo devora y todo lo asimila, le pone un envase centelleante y se coloca en los lineales en oferta de lleve tres y pague dos, y muchas veces, porque echamos las cosas en el carrito sin mirar, sin leer la letra pequeña, lo que pasa es que pagas tres y te llevas dos. O sea.
No sé si uno puede salirse de esa corriente, de esa voraz mainstream, de esa idea universal de lo bueno y de lo malo. Tampoco me preocupa demasiado, pero lo que sí pido a los que amo y me rodean es que nunca dejen de tenerlo en cuenta. Que lo sepan. Que sean conscientes y que aprovechen la fuerza del torrente en lo que puedan, lo que les convenga y, en la medida de lo posible, que sepan salirse y descansar en la ribera cuando la presión resulte demasiado agobiante. Que sepan mirar el fluir de las cosas y que, en la misma proporción en que ellos aprevechan y dejan correr, sean comprensivos con los demás y con las necesidades de cada cual. A mí me gustaría (y a quién no...) poder salir del río y desde lo alto de la montaña, con una buena perspectiva del cauce y su curso, trazar un arroyo discreto, personal y tranquilo, porque el que transcurrir yo y los míos, pero no sé si eso es posible. Creo que no. Y mientras, no pienso en volar el cauce, sino en hacer su transcurrir lo más agradable posible.
Lorna Cor, el amor de mi vida, está junto a mí en esto. La siento. Ella sabe hablarle a las piedras, a los ríos y a las nubes y yo sé traducir su canto al idioma de los mortales. Sé que el tiempo no es en vano, que se agota y nunca vuelve, y sé que mi huella será breve en este valle de lágrimas. Lorna cree en la trascendencia del alma. Yo no. No creo en el alma, así que...
No sé las revoluciones que me quedan. Ni las que protagonizaré ni las que, simplemente, seguiré. Ojalá me queden tantas como las que he dado ya y ojalá que, al menos una de ellas las pueda bailar con cada uno de los que, amabilísimamente, siguen, después de 4 años, leyendo mis variaditas peroratas.
Gracias, de corazón y permanezcan, por favor, atentos a sus pantallas.
Aquí seguimos, dándole vueltas al molino...