miércoles, octubre 01, 2008

(África. Ángel) El hombre nuevo.

(Camino suave por la avenida, estilo ceporrillo, muelles en los talones, rebotando de paso en paso, de mirada en mirada, como si tuviera algo importante que decirle al mundo y me guardara las ganas de hacérselo saber.

Lo sé, os fastidiáis, me callo.

África
El sol ha salido en mi vida de nuevo y tú tienes la culpa, África, madre del mundo, risa tranquila del color del trigo, el principio de todo. Viajo a África siempre que tengo ocasión para ver el mundo que hubiera sido si un mono viejo, hace millones de años, no hubiera hecho abstracción de sí mismo y se preguntara quién era él dentro de ese gran decorado que entonces era
la Tierra. De ahí viene todo, de la consciencia del ser. Del que sabe que es, en lugar de limitarse a estar. África es ancha y la paseo con placer aventurero, intrépido descubridor vestido de caqui con pantalones cortos, salakov y tomavistas. África nunca me hace preguntas incómodas, no me pide papeles, no quiere que sea gracioso, o serio, o generoso o comprometido, o fiel: África, sureña, rubia, me acepta, me sonríe y me entrega su ser por si lo necesitara. Es curioso que siendo África lo que es, y siendo Las Peroratas como son, sea África la que venga a Las Peroratas, y no las Peroratas las que están en algún lugar de África, ¿no? ¿Cabrían? Gracias, África, por venir y dejar que me pierda en tu yo más indómito sin preguntar nada.

Ángel
¿Y tú, sonrisa, eterna, es que no ves lo que está pasando? Cuando te tengo, no hay quien me pare: compongo a todas horas, escribo sin tregua, hablo por los codos y a veces, algunas veces, me pongo insoportable, de pura
euphorias, porque me gusta verte alrededor. A veces, te pincho a ver si saltas, ¿sabes para qué? No es, como parece creer el mundo, por el placer de discutir, que es cierto que me gusta hacerlo; en tu caso, Ángel mío, es solo porque quiero que me dediques toda tu atención. Ángel de la guarda, dulce compañía, no me ignores ni de noche ni de día, no me dejes solo, que me perdería. Me gustan tus abrazos cuando todo ha terminado y me gusta que pasees tus ojos que miran desde un lugar insólito, desde el ángulo que sólo los privilegiados conocen, por estas líneas sin gracia que escribo cuando estoy así. Gracias a ti también.)


El hombre nuevo.

La primera vez que vi a Paul Newman, ya era una superestrella. Yo, digo; que la superestrella era yo, él, en cierto modo, también, pero su estrella empezaba a decaer en el firmamento de Hollywood, mientras que la mía, reverberaba ya rutilante en todo el universo, no sólo el de Hollywood, también en el de Berlín y, sobre todo, en el de Ottawa, donde era apreciado apreciable e incluso apreciativamente. Eran esos años, no sé si os acordáis, en que triunfaba Tiburón, y el remake de King-kong y las chicas iban sin suje y con rizos y las películas de esos años, no sé, apestan. Han envejecido fatal. A Paul le habían invitado a salir, por ejemplo, en mierdas tipo El coloso en llamas y él había aceptado. Esos años, ¿vale?

Nos conocimos por casualidad. Yo viajaba en dirección a Ottawa, de donde me habían requerido, del ALCE (Asociación Local de Comerciantes Estúpidos), para que les enseñara a hacer letreros exteriores para las tiendas que fueran atractivos. Porque, no lo había dicho porque no pensé que hiciera falta aclararlo, mi campo profesional, la actividad estelar por la que en todo el mundo se me reconoce es el ROTOC: hago Rótulos Exteriores para Tiendas O Comercios, específicamente, para las tiendas o comercios que van de culo. Cobro una barbaridad por rótulo, una injustificadamente alta cantidad. Así, si empiezan a ir bien, me llevo los laureles y el comerciante, generalmente un sandio, me paga sin resquemores; y si veo que hay peligro de que cierren, les digo: no quiero vincular mi nombre a un fracaso empresarial de modo que, como pareces un gestor en extremo inepto, voy a cobrarte esta indecente cifra por adelantado. Es increíble que actuando así me haya hecho mundialmente famoso. Todo el mundo sabe que soy famoso, lo que muy poca gente sabía es el origen de mi fama y mi fortuna. Dicho queda, para los biógrafos perezosos.

Bien, iba a ver a los de ALCE, decía. Porque me gusta viajar así, les pedí que me hicieran el favor (“hacedme el puto favor”, fueron mis palabras textuales) de comprarme un billete a Nueva York y dejarme allí en el aeropuerto un coche bueno (un Ford Escort o algo así, con elevalunas, y radiocasé, y perrito que mueva la cabeza en la bandeja trasera, eso sí, que no soy ningún pringao) con el que ir yo, a mi ritmillo, conduciendo hasta la lejana y mítica Ottawa. Ellos me hicieron caso y nada, ahí me tenéis en un Escort de los buenos, camino a Perdición, como si dijéramos (como homenaje al último gran trabajo del ojitos), pero conduciendo hacia Ottawa. Puedes coger la interestatal 80, luego la 84 y, finalmente, en Scranton, la 81 que te lleva, norte indudable, hasta la raya con Canadá. Pero a mí, me gusta conducir por carreteras secundarias hasta tomar la 81, pero un poco más arriba, en Binghampton, donde, en una pequeña gasolinera que hay justo antes de llegar a la incorporación a la interestatal, me gusta repostar y tomarme un enorme T-Bone (una especie de chuletón de brontosaurio) con una fuente de patatas y cebolla descomunal y proveerme de PepsiMax para el camino.

Bien, aquel día lo hice así. Y al bajar del Escort en Aldrige’s, que así se llama la pequeña, pero preciosa gasolinera-restaurante, veo a un tipo curioseando el capó abierto de una gigantesca limusina blanca, ostentosa con cara de no tener ni idea lo que está mirando. “Lo barato… (sale caro)”, pienso yo, y meto el coche en el parking para apretarme mi pedazo de carne sanguinolienta.

Aldrige’s ha cambiado de dueño y ya no es Aldrige, con su cabeza medio calva, y su insolente pelo rubio y fino, su poblado bigote, rubio también y su eterna sonrisa el que está tras la barra. Afortunadamente, echo un vistazo a la cocina, y ahí está Rob, el enorme cocinero negro, volteando T-bones como un animal, como el cabronazo que es, no sé si me explico.

Me siento y espero ver aparecer a Lorelay con su café, su delantal y su libreta y su sonrisa contagiosa… y todo, menos Lorelay y su sonrisa, aparece por ahí. En su lugar, Magga, una mujer muy antipática que se parece a la limpiadora de Camera-Café (qué poco me gusta ese personaje) me toma nota. Pido lo de siempre y la Salsa Paul Newman’s Own para ensalada. Magga me dice que no he pedido ensalada y yo le digo que no quiero ensalada, pero quiero salsa PNO para ensaladas, porque me gusta tomarla con la carne. Me dice que si estoy dispuesto a pagarla, porque solo se da gratis con la ensalada y le digo que sí. Entonces, me diréis que es una casualidad que solo sucede en un blog, pero es verdad, se da la vuelta el tipo que estaba espalda con espalda conmigo, en el compartimento de al lado y, ¡jódete!, ¡es Paul Newman!

Me saluda y una cosa llama la atención: su voz no es como la de los doblajes, la que le conocemos aquí, claro, pero cuando habla español (y lo habla perfectamente) tiene un curioso y marcado acento gallego, muy nasal, que me desconcierta. Me dice que le encanta que la gente pida sus salsas, pero no porque done los beneficios ni zarandajas de esas, sino porque son inventadas por él, realmente, y se siente orgulloso de ellas.

- Mira, rapaz – me dice– tengunas poquiñas nel maletero’l coche. Voy traértelas.

El tío se levanta y me las trae y se sienta conmigo y me cuenta cómo se le ocurrió la salsa para ensaladas que es, sin duda, la más popular de las “Newman en su salsa”. El relato, bastante prolijo, es un tostón sin paliativos. Newman, lanzado a contarte algo, es un pelma de campeonato, machacón, nerviosamente tartamudo, al estilo Woody Allen, y apasionado. Lo malo es que la pasión está mal enfocada, y su torpeza expositiva es enervante, pero ese es otro asunto.

- En mi coche hay sitio de sobras, si vas palnorte, pero está impedido…

- ¿Impedido?

- ¿Estropiado…? ¿se’ice estropiado?

- Sí, hombre, lo que tú digas, ojitos… ¿es la limusina esa tan horrible de ahí fuera? Porque eso no lo arregla el chófer ese que tienes. Está inclinado con el capó abierto, pero sólo para fardar, porque lo que está viendo no es el motor, sino las entrañas del Play-boy… ¿Te vienes conmigo? Tengo un Ford Escort full equip, a toda prueba, tío, los 120 llaneando, sin problemas...

Bueno, se vino. E hicimos amistad. No le dejé conducir, porque tiene fama de que le gusta demasiado correr y le afeé su conducta monetarista por haber aceptado papeles espantosos en El coloso en llamas, El castañazo y La última locura de Mel Brooks y él asintió avergonzado. Viéndole blandito, le animé diciendo que mi hermana Columbus le amaba perdidamente desde siempre y eso le hizo sonreír. Me dijo que admiraba mi trabajo como escaparatista… y paré el coche en el arcén y le di un bofetón en mitad de su hermosa cara.

- Yo no hago escaparates, gilipollas, eso es una profesión gay (era el 79, comprendedme), yo hago rótulos exteriores para pequeños comercios, que es muy distinto. Y muy masculino - y le di una patada en los huevos para demostrarlo.

Parecía apesadumbrado por su evidente zoquetería y su incultura (yo entonces ya era un mito mundial, y sobre todo en Ottawa, la meca de todo lo que importa, y él me llama escaparatista…), de modo que le animé diciéndole que me había asombrado en muchas películas. Sonrió de nuevo y, la verdad, piensa lo que quieras, pero cuando ese tío te mira a medio metro y te sonríe… te desarma.

Le dejé en Casselman, un pequeño pueblo poco antes de llegar a Ottawa, a pesar de sus protestas, porque no podía arriesgarme, con mi reputación, a que me vieran llegar con alguien de la farándula en mi coche. ¡Qué hubiera pensado la gente!

Desde entonces, fuimos íntimos. Me pedía consejo sobre qué papeles aceptar y yo reorienté su carrera en las últimas tres décadas, con lo que pasó de guaperas en declive a mito viviente. De nada, mundo. A cambio, él me aconsejaba sobre mi aspecto.

Tuve una época terrible (la foto es de esos días) en la que, por ayudar a la causa de las escritoras obesas, me hice escritora obesa yo mismo y me ponía collares enormes, grandes abrigos y tetas colgonas y salía así a la calle: me dejé crecer al pelo y me lo decoloré, al estilo de las auténticas escritoras obesas, las fundadoras, por decirlo de algún modo, con una mezcla de lejía, semen de lagarto Juancho y laurel, que confería a mis cabellos brillo y fijación, pero sin perder por ello un ápice libertad ni movimiento. Todas me decían: Wolffo, eres la escritora obesa con el cabello más envidiable y yo, tontorrón, sonreía.

Bien, pues el bueno de Paul fue quien me quitó esa idea de la cabeza:

- ¡Esa manía que tantrao de ser escritora obesa…! Nu sé… nu te pega, o eres escritora, o eres besa, pro las dos cusas… nu sée…

O sea, que no sólo me debe él cosas, yo también le debo a él. Lo digo porque la gente, sobre todo en Ottawa, se cree que Paul Newman es lo que es gracias a mí, y tampoco es eso. Es un ten con ten, un yo te doy y tú me das… porque si yo hubiera seguido con la manía de ser escritora obesa, en vez de ser el rotulista de exteriores de comercios pequeños que soy…

Eso sí, por mucho que la haya palmao, esto no es un artículo para darle las gracias por su vida ni nada, es para decirle: de nada, Paul, colega.


Eso, las gracias a África y a Ángel.

Y a Paul Newman, de nada.