lunes, marzo 31, 2008

nada, repito, nada

Si el mundo fuera un lugar cómodo y acogedor para los que, como yo, sólo tenemos nuestros nadas para ofrecerle como renta a cambio de cobijo, nada sería mejor que vivir en esta nada complaciente y solitaria.



¿Qué te pasa? Nada... y así todas las veces que me lo preguntes y todas las veces quiero decir lo mismo: ¿es que no lo ves? Nada especial, pero me pasan muchas cosas. Y nada es lo único que soy capaz de expresar, porque acaso la nada sea lo único que todo lo exprese. Siempre iguales y siempre distintas, las cosas que pasan por mi cabeza se agolpan, a veces, desordenadas, siempre atribuladas, y pugnan por salir de una forma vistosa y alegre, aceptable y asumible por el mundo y encantadoramente tuya, y solo quiero que me escuches y me mires y me hagas ver que por un minuto, solo por un minuto, soy el centro de tu atención, el rey de tu corazón y el dios de tus nadas.

Diciéndote nada, te lo estoy contando todo. Estoy a tus pies, pendiente solo de que me escuches con el alma abierta, para adorar cada paso que des y para protegerte y salvarte de la inanidad del mundo. Te juro que, si sabes verlos, valen más mis nadas que los muchos de todo el planeta danzando alegres a tu alrededor.

Hace días que no hablamos, no sé nada de ti... pero es que, también, hace días que no escribo y tú nada sabes de mí. Sé que, aunque hace tiempo que me escuchas en esta cinta sin fin que es la sombra de mi alma, y que leen otros mil, ha llegado a la conclusión de que, en realidad, no sé nada de ti. La sensación que tengo es que no tengo nada que hacer por aquí, porque no soy nada para ti, pero bendita sea esta vida y esta nada, este no saber nada de ti ni de mí.

Por segunda vez te canto a ti, mi mundo, esta canción que resume mi relación contigo: nada. Nada de nada. Nada para ti; nada para mí; nada de ti ni de mí. Pero ahora, además, te lo digo a la cara (a la mía) y puedes ver la nada que rellena la mella de mis dientes y la cara de bobo eterno que pongo al cantar.

Sé, mundo mío, que no te molesta, porque, al final, no soy nada para ti. Pero, cuidado, me muevo como pez en el agua entre tus nadas y tengo un regalo para ti y tus incondicionales.

Tengo esta nada para ti.

¿...?

Pues de nada.


Puedes bajarte el video en calidad chula -170 megas y pico- aquí
Wolffo – Nada, la pilícula

Si quisieras solo la música, pues aquí:
Wolffo – Nada, la tonadilla

lunes, marzo 17, 2008

Semana Santa, Manana y Jim Croce.

New York's not my home

Mi amigo Michel me presentó a tres de los más grandes: los Beatles, John Denver y también al héroe que traigo hoy aquí, al enorme Jim Croce, léase Yim Crouchi. Jim Croce es para mí, hoy puedo admitirlo, el hombre que me reveló que se podía ser un músico sensible, sensato y absolutamente impermeable al éxito. Oyes sus primeros discos y suenan igual de sencillos, igual de estremecedores y geniales que los últimos. Eso es algo de lo que todos los músicos presumen, todos los artistas, y hasta los presidentes de gobierno (el éxito no me cambiará), pero son muy pocos los que pueden certificarlo con su trabajo, con su obra, no con declaraciones más o menos bienintencionadas.
Jim Croce y su guitarra acústica son una especie de referencia eterna y bien patente en mi despistado olimpo. Sus canciones son tan bonitas que dan miedo, a veces. No es la primera vez que subo aquí una de Jim Croce, subí hace algo más de un año I'll have to say you I love you in a song, canción que todo
el mundo tendría que oír una vez al menos en la vida. Tengo pendiente Operator, que cerraría el círculo de las tres canciones mágicas de este genio que a los 30 años dejó de existir.
En esta versión que yo hago hoy hay algunos cambios con respecto al original, como casi siempre. En primer lugar, como yo no tengo sexteto de cuerda, lo sustituyo con guitarras tratadas, festival musico-vocal y armónica. La canción empieza con guitarra acústica y voz; se le
unen percusión, bajo y armónica en la segunda estrofa y luego entran los coros y las guitarras tratadas a disimular la ausencia de sección de cuerda. Añado un montón de voces, al final hay ocho, ni más ni menos, cantando a la vez, te pedes.
En el original, que recomiendo vivamente a todo el que no la conozca, la canción acaba en fade out, y yo le he puesto un final estratosférico en el que se me va un poco la pinza, y la voz, pero lo
he dejado, porque me sentía inspirado, aunque no deja de ser un poco raro ese gorgorito final. Bueno, a ver qué te parece a ti.
Esta canción está dedicada a
Manana, la madre de mi mejor amigo, Michel, a la que mando un estrecho abrazo y un caluroso beso por si llegara a leer y a escuchar esto.
Si se diera la cosa de que te gusta la canción, puedes bajártela aquí:


Cuando oigo esta canción no puedo dejar de pensar en Manana, la dulce, bella e inteligente madre de Michel, a la que, no estoy seguro, pero creo que Jim Croce le gustaba mucho también. Manana me llamaba Jordiloco- Jordichiflado-Jordiasqueroso y nadie jamás me ha llamado nada parecido, ni me he sentido tan querido al oír semejantes palabras a mí dedicadas.
Yo, no sé si sabéis esta sensación, quería con locura a mi madre, pero creo que si alguien me hubiera dicho que cómo sería la madre que yo elegiría si me faltara la mía, hubiera dicho que yo quería a Manana o a una mamá como ella.
Manana tenía, tiene, estoy seguro, un exquisito sentido del humor, una amplísima y bien ordenada cultura y una valentía y una inteligencia impropias (por extraordinaria) de una mujer de su generación. No me atrevería a intentar adivinar su edad, ni me importa demasiado, esa es la verdad, pero era la mamá de mi mejor amigo de cuando era pequeño.
Hablé con ella muchas veces de bobadas y de cosas menos bobas, pero recuerdo dos conversaciones especialmente importantes para mí. Dos situaciones más bien.
La primera se dio al morir mi madre y mi hermana Montse. Era verano y, bueno, ya lo conté en una ocasión, pero cuando me llamaron para decirme que mi madre y mi hermana habían muerto y que mi padre estaba malherido, Manana fue el adulto al que pude agarrarme y ella fue la que con serenidad y un cariño infinitos, se hizo cargo de la situación y me salvó de tirarme por la ventana.
La segunda se dio un verano, que volví de las vacaciones familiares un poco antes que el resto de la familia para examinarme de algo. Finales de agosto, claro, a eso de las ocho o las nueve y yo salgo a la terraza a cotillear un poco el barrio y veo que está Manana regando. Manana tenía una preciosa terraza, simétrica a la nuestra. Mientras mi madre vivió, las terrazas eran simétricas porque, si bien eran muy distintas, ambas estaban cuidadas y frondosas. Cuando mi madre murió empezó a hacerse evidente la asimetría de nuestras terrazas.
Bien, ella regaba y, entre nosotros, le cantaba por lo bajini a las plantas. Algo en francés, no sé muy bien qué. El caso es que tenía algo para nosotros, algo para la casa, creo y me dijo que pasara. Pasé y me invitó a una cervecilla fría y rica y estuvimos hablando de un montón de cosas. Recuerdo que me vi, de pronto, sentado, contándole a la madre de mi mejor amigo cosas que apenas había esbozado con mi propia madre. Le conté cosas tan raras como que me gustaba imaginar cosas que nadie hubiese imaginado antes; que me gustaba la gente así o asá y que me caían gordos los que eran de esta o aquella manera. Hablamos de Rusia y del ruso, no sé muy bien a cuento de qué; creo que ella estaba estudiando ruso por entonces. Pero si hoy, a mí, pobre infeliz, si el embajador de Rusia me dice que le cuente que qué sé de su país, me pondría en apuros como a una aspirantre a miss cualquiera, imaginaos lo que podía saber entonces de ese gran país. Estoy seguro de que ella no recuerda esa conversación, pero para mí fue crucial, porque , mirando hacia atrás con la perspectiva que me dan los años, debió ser una de las primeras veces que un adulto me hacía sentirme un igual, un adulto, y me preguntaba por mis cosas y mis afanes y compartía conmigo los suyos. Fue uno de los hitos de mi transición a la vida adulta.
Otra cosa que jamás podría pagar a Manana es el cariño, la paciencia y la comprensión que mostró siempre hacia mi hermana Montse, la hija de la ira y la madre de la miel, de la que ya os hablé también hace algún tiempo. Como dije entonces:
"Mi hermana Montse era un verso suelto. Había sólo una persona capaz de calmarla cuando la ira se desataba en su interior. Era la madre de Mich, a quien los más viejos en esta bitácora habrán visto comentar de vez en cuando, cuando me entran estos ataques de nostalgia. Cuando Montse se subía a lomos de la ira, ella, MamaMich, era como la mujer que susurra a los caballos. Se acercaba a ella con un amor difícil de encontrar en el mundo, y aplacaba la tormenta con caricias y susurros desconocidos para los demás..."
Así es Manana, una mujer extraordinaria y una de las razones de que eche de menos Madrid. Si esto llegara a sus manos le resultaría increíble saber que ha seguido en mi pensamiento todos estos años. Pero estoy seguro de que si siguiera en casa de mis padres, allá junto a la Plaza de Castilla, cuidaría mi terraza e intercambiaría consejos de jardinería con ella. Seguro que le gustaría tener uno de mis mandarinos, estoy convencido.
No sé qué oculto interruptor de mi memoria ha pulsado esta canción para que Manana venga a hacerme esta visitilla, pero os aseguro que estoy encantado. En fin, este post de Semana Santa es cortito, pero intenso en sentimientos. Acordarme de Manana me ha puesto de buen humor, voy a darle a la guitarrita, hombre.

A todos, que paséis buena semana.
Nos vemos el lunes o el martes. O... cuando sea.

actualización
He aquí las fotos de la discordia. Juzguen los lectores (si es que hay alguien al otro lado después de tanto tiempo) y saquen sus propias conclusiones.

Kotts, Kotinusa, Koti, nos manda esta simpática instantánea, en la que se sugiere, solo se sugiere, la enorme belleza de sus ojos alegres y cantarines. Se aprecia, también, la buena salud y mejor crianza de la dama en lo luminoso de su piel, lo abundante de su cabellera y su bellísima sonrisa que, seamos sinceros, a todos los caballeros de la sala nos apetece besar. Lleva una preciosa camiseta multicolor y declara ella sobre esta foto:
"No recuerdo si tenía 16 ó 17 años. Más bien 17. Fue durante un verano en Grazalema"
También se lamenta de la poca calidad del escaneo de una foto que, según sus propias palabras, en el original, "es muy nítida". a mí lo que me parece nítido, cristalino e indiscutible, es que nuestra amiga amiga Kotts a esa tierna edad, estaba como un queso y por si a alguien le interesa, hoy sigue estándolo.

Aquí tenemos a Michel, en la indolente y chulesca postura del ligón madrileño que las mata a pares que solía adoptar rondando el año 82. No sabemos a cierta cierta quienes eran las mujeres que a su lado estaban, mas parece claro que se trata de féminas y, por su cara de satisfacción, debían ser buenas piezas. Michel viste con sobria elegancia y ladea la cabeza con sorna y superioridad, además de presumir de nuez y parece retarnos a los demás a que le digamos que no está guapo, porque, según ha declarado, tiene otra foto con la que, asegura, gana fijo. Debe estar en pelotas o algo así, porque le conozco y siempre ha sido un pelín exhibicionista y mostraba una sorprendente facilidad para dejarse caer los pantalones y desnudarse (esto, sépanlo, es una mentira envidiosa).
La verdad es que la foto hace justicia a un Michel tardoadolescente que era un guapo muchacho a quien las chicas se rifaban, pero, lástima, no les tocaba nunca, y ahí estaba yo, con la caña preparada, poniendo cara de premio de consolación que las niñas aceptaban como mal menor.
Ya lo véis...





Buch dice que en esta foto "destaca mi personalidad rebelde e inconformista, ..." y yo creo que es verdad. Destaca que es un hombre para el que las normas no significan nada en esta vida, y se las salta a la torera, con alegre despreocupación, a pesar de lo que la perilla pudiera sugerir. Con la misma facilidad que parece saltarse la valla en la foto, nuestro amigo se salta las normas de esta competición sana y verdadera y nos manda una foto cuasiactual, ya con pelo y todo, para evitar que veamos al adolescente que fue. Buch era un muchacho alegre y desprendido y podéis ver sus hechuras adolescentes en la foto famosa que puse hace unos posts y que sale en aquel video "de despedida", y le vemos ejecutando un difícil y meritorio escorzo hacia atrás (la pelea es fingida). En fin, esto es lo que hay.

Este soy yo. El muchacho hosco (y culturista) que parezco no es más que el reflejo de una sociedad que no se atrevía a abarcar todo mi ser. Estoy en el cuarto de estar de mi casa, donde me había hecho fuerte negándome a comer un potaje de semana santa. Mis padres, incapaces de dominar una furia natural como la mía, avisaron a las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado y el fotógrafo oficial de la policía nacional, en medio de un ataque de pánico, me sacó esta instantánea en la que se capta, perfectamente, la terca determinación de los Duret por hacer daño al mundo en general.
La carga policial tuvo lugar unos segundos después, con resultados lamentables para el buen nombre de la policía que salieron escaldados de un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con esta fuerza indomable de la naturaleza. Les zurré a modo, y les hice comer el potaje de garbanzos y bacalao de mi madre, que todo el undo, menos yo, parecía apreciar. Para mí, amigos, es una de las razones por las que la semana santa, tradicional, me hace sumirme en un estado de melancolía irrecuperable.

Ahí está eso. Tienen hasta el lunes para comentar alegremente estas divertidas instantáneas.

¡Buen finde!

jueves, marzo 13, 2008

Un libro y una canción

A day in the life

Esta es una canción de esas de las que uno puede decir, "es una obra maestra" delante de cualquier musicólogo petulante y conseguir que se calle. Porque lo es. Es un trabajo tan soberbio de composición y arreglo, con una lírica tan brillante, con una interpretación tan estremecedora, que no cabe duda sobre su magnitud. Una pieza formidable, enorme, incontestable.
Desde la primera vez que escuché la canción, me enamoré de ella. La melodía de la parte principal, de John Lennon, el crescendo de la orquesta, el puente, de McCartney, la batería magistral de Ringo, al que muchas veces, muy injustamente, se minusvalora como instrumentista... todo en la canción es una obra inspiradísima y todo coincide y confluye en en un punto, álgido y genial, que hace de esta canción una pieza inolvidable. En un documental sobre el 30 aniversario de grabación del Sgt. Pepper's..., George Martin, el productor (y quinto Beatle, en realidad), pone las cintas originales de este tema. En la primera toma, se oye contar a John Lennon para dar entrada al grupo y, una vez empezada la canión, George Martin quita todas las pistas excepto la voz de John.
Os juro que jamás he oído nada más emocionante y estremecedor: su voz, sencillamente, te llega a lo más profundo del alma, y no es una exageración. Aparte de eso, es una hermosa canción, un precioso tema.
Como yo soy como soy, he exagerado la guitarra acústica, que es mi seña de identidad musical, pero he respetado todo el arreglo original, excepto que introduzco alguna que otra vocecita extra que no está en el original. Y eso, lo de sobrevocalizar las canciones es otra seña de identidad de mi música. Supongo que conoces la original, pero si no es así, búscala porque es, sin duda, una de las cumbres de la música del siglo XX.
Si te gusta esta versioncita mía, como siempre, estaré encantado de que la bajes, gratis total, y de que lleves, además de en tu corazón, en tu disco duro o en tu iPod o mp3. Píllala de aquí:

Cerca del parque donde te conocí, junto a la sucursal de la Caixa y Mercadona, donde aún puden oírse los gritos de los niños que juegan al fútbol, ahí es donde quiero volver a verte. Quiero ver tu vestido granate, tu pecho elegante y generoso; quiero ver tu cara apareciendo tras las grandes gafas de sol, tus caderas rotundas y prometedoras y tu melena descendente, lamiendo tu figura, como si fuera el foco que, en el escenario, hace que todos nos fijemos solo en ti.

Ese fue el peor y, a la vez, uno de mis mejores días, ¿sabes?

Iba en mi vieja Lambretta y tú me esperabas con los brazos cruzados, el libro sobre el pecho y tu figura, apoyándose ahora en el pie derecho, ahora en el izquierdo, parecía impaciente por verme llegar.

Habíamos quedado a las 10, porque ese día, los dos nos saltamos la clase y nos íbamos a regalar algo por haber resistido juntos un mes. Un mes sin vernos, además.

Nos conocimos aquí, claro, pero hace un mes. En ese portal, en el último piso, el cuarto, creo, donde un amigo de nosequién daba una fiesta aprovechando que sus padres no estaban en ese fin de semana, un fin de semana de enero, el primero después de reyes. Un frío fin de semana, un fin de semana inolvidable.

Yo te miraba bailar, con tu amiga, la de los fulares, y me quedé embobado viendo volar tus manos, tu pelo y tu risa impetuosa. Entonces tú eras así: te reías de nuestras fiestas, de nuestras cosas. Te reías de que para mí fuera importante que mi traje gris tuviera pantalones estrechos, de perneras por encima de los tobillos, para que todo el mundo apreciase bien la rotundidad de mis zapatones, y que mis calcetines rojo eléctrico hacían juego con el polo que asomaba, abrochado hasta el cuello, por debajo de la chaqueta. Te reías de mis chapitas de los Kinks y los Small Faces, de mis gafas oscuras, de mi pelo pincho, de mis pastillas azules y de mi forma de bailar. No te impresionaba nada que hubiera estado en Brighton y que allí, hubiéramos quedado con unos rockers locales para pegarnos y que al final, acabáramos bebiendo cerveza juntos. No te impresionaban, tampoco, los espejos y los faros y el respaldo de mi Lambretta, ni mi gabardina verde con el escudo de la RAF a la espalda ni que me supiera todas las canciones de la primera época de los Who y las de los Jam. Todo eso te hacía sonreír.

Por eso, porque no eras una modette como las demás, porque ibas a tu son, cuando saliste de aquella fiesta de empujones y bailes brutales, yo te seguí.

- ¡Eh, espera...!

Te diste la vuelta y parecías muy segura de que comería en la palma de tu mano en cuanto la extendieras. Empezamos a hablar y fue un desatre, porque yo intentaba epatarte con mis modos mods, con mis conocimientos de música de los años 60, de anfetaminas, de sitios con marcha... pero tú no te ibas. Sólo sonreías y me hacías ver que así nunca te conseguiría.

A ti te gustaba el cine. Hablamos de diálogos brillantes, tú escogiendo algunos buenísimos y yo esforzándome por quitar de mi cabeza los de Quadrophenia porque, dejando aparte que era todo muy mod, sabía que el guión de esa peli, y la peli entera, salvo la banda sonora, era una auténtica mierda. Me contaste uno muy bueno:

- Me gusta uno de “Con la muerte en los talones” de Hitchcock, ¿sabes cual es?

Afortunadamente, mi hermano era un loco del cine y sí, conocía la peli.

- Claro... la del tren, y el avión fumigador y todo eso...

- Bien, pues hay un momento, justo después de que Cary Grant se libre por los pelos de morir aplastado por el avión fumigador, en el hotel, en la habitación de Eva Marie Saint, en el que Cary Grant, que ya no se fía de ella le dice, zalamero: “Señorita, es usted de esa clase de mujeres que podría matar a un hombre casi sin proponérselo, así que... ¿por qué no deja de proponérselo?” Es genial, ¿no te parece?

La verdad es que era genial y yo no me quitaba de la cabeza películas musicales que tenían de todo menos diálogos brillantes. Pero me acordé de uno.

- ¿Has visto Yellow Submarine?

- ¿Yellow Submarine... pero eso... esa no es de dibujos animados? – dijiste reticente.

- Sí, pero es buena... – dije, intentando armarme de valor- Hay un momento, cuando están en el Mar de los Agujeros...

- ¿El Mar de los Agujeros? Eso suena muy bien...

- Justo, el Mar de los Agujeros – proseguí, animado – bueno, están allí Ringo y John, ya sabes metiéndose en los agujeros arriba y abajo, una escena muy psicodélica, muy de la época, y de repente, Ringo se agacha y coge del suelo un agujero, lo dobla y se lo mete en el bolsillo y dice con su voz tremenda y grave I gotta hole in my pockett, “tengo un agujero en el bolsillo”

Reíste con ua carcajada cristalina, limpia y afilada que se me clavó en el corazón. Nada, ni siquiera el hecho de estar frente a un Mercadona (no tenemos ofertas, nuestros precios son una oferta constante), hizo que el momento fuera devaluado: fue un momento mágico porque nadie ríe como tú. Entonces, a partir de entonces, se me olvidó que era un chico mod y un poco idiota y hablamos largo tiempo, hasta que, vaya, llegó el momento de besarnos. Había gente en la calle, así que nos metimos en uno de esos cajeros que están en una especie de hall del banco, cerramos la puerta y nos besamos durante unos 45 minutos. Simplemente nos besábamos y nos robábamos la lengua y el labio inferior, y chocaban nuestros dientes con choques leves y suaves y yo inspeccionaba el cielo de tu boca y tú reías cuando la punta de mi lengua te rascaba allí y yo sentí que el mundo podía terminar en ese momento.

Tenías que irte y yo también. Estuvimos un mes sin vernos, porque que un vecino tuyo trabajaba en esa sucursal de La Caixa y se encargaba de visionar las cintas de la cámara de seguridad. Dio la maldita casualidad de que esa misma noche, alguien entró en ese cajero pero no para morrearse con su chica, sino para intentar reventarlo. Tu vecino vio la escena de las risas y los besos y le pasó la cinta a tu padre, quien, la verdad, no encajó demasiado bien mis chistes procaces y mis manos exploradoras.

Así que, un mes y medio después, tras un montón de interminables, larguísimas conversaciones telefónicas, en la Mobylette Cady de mi hermano Suso, me acerco a ti, y tú me esperas ahí, en la puerta del Mercadona (pruebe nuestras marcas Hacendado y DeliPlus). Tienes el libro que me has prometido. Y yo llevo una cinta con una canción de los Beatles que he grabado para ti.

No me he quitado el casco aún, ni siquiera me he bajado de la moto, pero tú muestras una habilidad lingual asombrosa, y evitas la mentonera del casco y consigues saludar a mi lengua con la tuya en el beso más vocalmente acrobático de la historia de mis besos (no sé si de los tuyos).

Me das el libro: El libro de las tierras vírgenes, de Rudyard Kippling. Una maravilla, eso es lo que pienso ahora, después de los años y de haberlo leído, al menos, una docena de veces, porque entonces pensé, ¿qué mierda es eso que me das?

- ¿Te gusta Kippling? – me dijiste.

- (¿Quiplin...?) Mujer, qué cosas tienes, no me va a gustar... – dije, pero no tenía ni idea de quién era, ni puta idea, vamos.

- A mí me deja k.o. No hablo del poema ese “If”, que le gusta a todo el mundo, y a mi también, claro, sino de su forma de escribir, de contar las cosas: este libro es el mejor libro del mundo. Ya verás cómo te suena la historia y... cómo te gusta el libro - todo eso que dijiste era como chino básico para mis oídos lerdos y yo sólo sonreía con cara de bobo, pero no entendía nada - ¿Y tú qué... me traes algo?

- Claro, toma... – dije acercándole la cinta (una Basf C-60, de las buenas, buenas)

- Ah... una cinta...

- Te he grabado una canción

- ¿Solo una...?

- Bueno, es que la canto y toco yo la guitarra y el bajo y todo

- Ah, vale... y ¿me va a gustar la canción?

- Claro: la he escogido por el último verso que dice, después de que en la estrofa explique que han encontrado cuatro mil agujeros en Blackbourne, Lancashire, y que tuvieron que contarlos todos, que ahora sabían cuantos agujeros hacían falta para llenar el Albert Hall, ¿entiendes?

- No

(¿qué pasa, es que eres tonta?)

- Agujeros que llenan, ¿no ves el juego de palabras?

- Ah, sí...

O sea, que no eras tan tonta.

- Te traigo otra cosa. Toma – le dije y le regalé, impulsivamente, mi walkman - te dará vidilla.

- ¿Vidilla?

- Sí, vidilla, vidilla, diminutivo de vida, cariñosote, en -illa, en vez de en -ita, es más gracioso: ya verás cómo te da vidilla.

- Vale, me voy, pero te empezaré a escuchar desde ahora mismo. ¿Me prometes que leerás el libro?

- Sí, claro (¿por qué napias me meto yo en estos jardines?), pero yo esperaré a llegar a casa para leer tu libro, si no te importa

- No me importa.

Y te fuiste. Y mi walkman no te dio, precisamente, vidilla.

Me quedé mirando tus preciosas caderas alejarse de mí. Y tu pelo lamiendo tu espalda y tus orejitas preciosas tapadas por los auriculares de mi walkman y yo sonando dentro de tu cabeza e impidiéndote escuhar el claxon del taxi que te arrolló y te mató en menos de un segundo, antes de que nadie se diera cuenta de lo que estaba pasando.

O sea, que mi walkman no te dio vidilla.

Ahora, voy a poner un epílogo.

Epílogo.

No he leído su libro. Es decir, esa obra sí que la he leído, muchas veces, pero el ejemplar que ella me regaló, con una cariñosísima dedicatoria que no os cuento, duerme a mi lado y todas las noches, antes de dormir, lo miro, lo tomo en mis manos y, sencillamente, no puedo leerlo. Pero me gusta meterlo bajo la almohada y mis sueños siempre empiezan por sus besos y sus besos siempre me ponen alegre, y la alegría me hace dormir tranquilo y el sueño reparador me hace separar el día de la noche y creedme si os digo que aún la amo.

Creedme, porque no puedo dejar de amarla, por mucho que me disfrace.

Creedme.


viernes, marzo 07, 2008

un día cualquiera

Blackbird


Este es un tema de esos que a todo el mundo que toca la guitarra, le gusta aprenderse. Como suele pasarme con estas cosas, soy perezoso, y no me lo he aprendido bien, sino que hago lo mínimo para no estropear la canción. Esto es una de esas cosas que, los que tengan curiosidad por qué se encontrarán cuando van a verme, pueden escuchar: yo y mi guitarrita azul, y nada más. Está grabada así, a la primera (vale, la tercera...) micrófono al aire, y he dejado un par de notas desafinadas, porque tienen su gracia y el sonido de la silla cuando termino. La canción es maravillosa, sobre esto no cabe discusión, y a mí me gusta cantarla. Ojalá te guste escucharla. Si así fuera, bájala,. si quieres, aquí:


Sólo son las seis de la mañana, y ya hace un sueño que me mata. Me levanto, porque eso es lo que espera el (mi) mundo de mí y paso por el baño a pesarme (llevo 11,5 kg) pongo el café, enciendo la radio y miro por la ventana de la cocina para comprobar que en la casita de enfrente, como siempre, a todas horas, ya está puesta la tele. En casa especulamos sobre si es un programador de esos eléctricos estropeados,de los que van apagando y encendiendo luces para dar la sensación de que hay alguien allí (mi teoría) o es que el marido y la mujer de la pareja que antes iba solo, y todos, los fines de semana a la casa, se ha separado y uno de los cónyuges está viviendo sólo en la casita de campo y se pone la tele todo el día para no sentirse tan solo (teoría de Susana, mucho más imaginativa, literaria y, a la vez, realista, que la mía).

Mientras mis ojos luchan por no volver a cerrarse en pleno embadurne de tostada, oigo, aburrido, las mismas noticias, los mismos comentarios y las mismas opiniones de ayer y anteayer en la radio, deseando que lleguen los anuncios a ver si ponen alguno de los dos de vehículos industriales de Ford que me gustan ahora: el de la tienda Gemelos Peruelo (“¿Dónde vas Laureano? A la tienda de Peruelo, necesito ir a la moda...?”) y el de la OPA hostil de la panadería Hijos de Fructuoso Ramírez sobre Big Food Corporation, (“... eh una azzión beneficiosha para ambah parteh...”).

Preparo el desayuno de todos y la comida de Susana, pero no pienso en una cosa ni en la otra, sino que mi cabeza está centrada en si debo darme un desayuno homenaje, o seguir siendo comedido para estar esta noche más en forma. En estas estoy cuando, a las seis y media, llevo el café, un zumo de naranja y un beso de buenos días a Susana para despertarla, y vuelvo a la cocina, a preparar el desayuno de Leticia y Borja, a los que llamo a las siete menos cuarto con palabras de ánimo, venga, chicos, que ya es jueves y alguna que otra orden, de momento, suave, date prisa, Borja, que luego no te da tiempo a hacerte la cama...

Todo está montado como un baile programado y cuando Susana sale, duchada y vestida, apurando el café de nuestra habitación, Borja arrastra sus pies enormes de adolescente engrandecido hacia el cuarto de baño y Leticia intenta llegar a la cocina, con el sopor aún pegado a la cara; se encuentran los tres en el pequeño distribuidor que reparte a los dormitorios, la cocina y el baño de los niños y hay una pequeña, pero confusa y cariñosa ceremionia de besos de buenos días perezosos.

Leticia se sienta y, sin poder abrir aún los ojos, pregunta que de qué es el sandwich; yo la miro, sonriendo, porque sé que ella sabe que no le voy a contestar y que, si lo hago, le diré una mentira, porque me gusta decir mentiras alimentarias de buena mañana y Susana apura el café y se marcha a trabajar y yo la acompaño a la puerta y al abrir, caray, qué frío y Samantha nos recibe calurosa y rabihistérica y saluda y acompaña a Susana, corriendo a su alrededor, hasta la puerta de la parcela, confiando, con confianza inquebrantable, perruna e inútil, en que yo la esperaré cuando Susana cierre la cancela, pero yo no la espero, porque hace frío y porque me gusta ver desayunar a Leticia; desayuna y come con eficacia, de una forma organizada y meticulosa y siempre me cuenta algo de clase, o de algo de un video del Rarito (el presentador de Nos queda la música y Central de Sonidos, de La Otra, un DJ de los de antes: culto y con criterio, por eso es tan rarito...). Borja, sin embargo, a esas horas es un ausente: se sienta frente al desayuno y su mente vaga a miles de kilómetros de allí, probablemente descansando en algún lugar donde su padre tenga el acceso denegado, al menos hasta que él se haya despertado del todo.

Mientras Borja desayuna yo, que sé que tengo un día complicado, me pongo a hacer la comida. Algo de horno, claro, para que se vaya haciendo mientras yo no paro de producir. Anoche descongelé cuatro cuartos traseros de pollo y los preparo para comerlos con una crema/salsa de calabacín y puerros; si me da tiempo, antes de comer, preparo algo de pasta para acompañar, si no: patatas fritas y arreando. Lo meto al horno y miro la hora: las siete y cuarto. A fuego muy suave, a las 9 debería estar listo, a falta solo de pasar las verduras por el chino y calentar de nuevo. Bien.

Recojo el saloncito, mi habitación, me ducho y, como hoy me toca, me afeito. Cuando salgo de la ducha, Borja, al fin, ha terminado de desayunar (no le va a dar tiempo a hacer la cama...) y puedo recoger la cocina, labor que realizo alegremente porque el pollo empieza a oler y ua sabes lo que es eso: el aroma de la vida, desde luego.

Son las ocho menos diez y Leticia y Borja se van al instituto; cuando vienen a decir adiós, les pregunto si tienen exámenes (todos los días parecen tener exámenes) y no soy capaz de recordar los que tenían el jueves, pero alguno tienen. Bromeo sobre lo fácil que es todo para ellos, no como para mí (que no estudiaba nada) y les deseo un buen día y, diez minutos después, con la cocina recogida y el pollo aromatizando la casa entera, me bajo a mi zulo (mi despacho-local de ensayo) a ver qué cosas tengo pendientes hoy.

Hay pocos comentarios nuevos en Las Peroratas y, como mis compis están en Miami, poco asunto nuevo en el correo laboral. Tengo un par de mensajes deseándome suerte, uno de MiJoe, el bajista de los Ciclones, confirmando que esta noche viene, el spam habitual, los titulares de tres periódicos digitales (que, seamos sinceros, borro sin abrir) y poco más.
Suena en el iTunes We can work it out y cojo la guitarra y toco mientras los cuatro de Liverpoool me acompañan; estoy tan contento que decido buscar unas cuantas canciones de los Beatles para incluir en mi repertorio de esa noche. Me las sé, pero necesito tener las letras impresas para que no se me olvide tocarlas. Así que busco un puñadito de canciones que me encantan y las pongo en mi formato, con el título en tocho en la esquina inferior derecha, para luego buscarlas con comodidad.

Cuando las tengo impresas, las incorporo a la carpeta que me voy a llevar esta noche y reorganizo el repertorio: si tocara todas las canciones que llevo el concierto duraría unas 5 horas, y no creo que nadie me aguantase tanto. Ni siquiera yo.

Entonces, empiezo a recoger el equipo para bajarlo al local donde esta noche voy a tocar. Parece una gilipollez, pero esto me lleva casi una hora. He de guardar un millón de paridas, cables,conectores, piececitas y tal, y todo ordenado para que cuando llegue al local, pueda montarlo de una manera rápida y eficiente.
Salgo a la calle a meter el coche en la parcela y guardo todo, excepto la guitarra, en el maletero: los 550 litros del Picasso, tan cuadraditos y accesibles, dan para mucho, podéis creerme. Son casi las diez y media, y subo a mi habitación a preparame para largarme. Ya en la escalera, el olorcillo agradable del pollo se ha convertido en el hedor penetrante de la comida quemada. La he vuelto a cagar. Se me olvidó subir a las nueve, y el resultado es asqueroso; en fin, ya no hay remedio, así que apago el horno y me largo, pensando que bueno, ya pillaré algo por ahí para comer.

En primer lugar, paso por Directo a Casa, para recoger un pedido familiar de Celltone, el auténtico extracto de baba de caracol (no acepte imitaciones) para mi cuñada Pilar. En la ofi no están los de Marketing, mi departamento, pero bromeo con la gente de medios (¡te has cortado el pelo...! no, qué va, solo me he cambiado de lado la raya... ja, ja!) y con los de contabilidad, a los que pago los tres botes de Celltone y se los llevo a Pilar, previa llamada (¿Te pillo en casa?). Pilar, adorable, como siempre, me ofrece una PepsiMax y, a pesar de que tiene mil cosas que hacer, se sienta un ratito conmigo en su preciosa cocina y me escucha quejarme mientras intenta pagarme los Celltones, pero soy más hábil y consigo escapar. Me dice que no sabe si va a venir a verme esta noche, porque tiene la cabeza como un bombo, pero que si se encuentra bien, vendrá. Pilar es muy buen público, os advierto.

Al fin, a eso de las doce menos veinte, estoy en el Plaza para montar y probar el equipo, cosa que hago con eficiencia germana: en una hora y media está el tema resuelto. Suena de puta madre y antes de subirme, encargo un par de raciones en el Plaza para sustituir mi pollo quemado. Me dan un par de baguettes, también, que me ahorran pasar por el super.

Cuando voy a preparar la mesa, llama Wilko, el drummer, confirmándome que esta noche él y su fantástica mujer, Mercedes, van a verme y a tomarse un copichuelo y me pide que le lleve la caja de la batería y la llave de tensión para afinarla. Cuando estoy terminando de rehogar un espléndido arroz blanco con ajitos que acompañará a la carne en salsa que me he subido del bar, vienen Leticia y Borja y nos sentamos a comer. Me cuentan muchas cosas del instituto, pero yo solo tengo cabeza para el concierto de esta noche y, la verdad, les escucho, pero no les oigo, en mi cabeza ya suenan a priori las canciones de por la noche y les veo mover los labios pero no sé de lo que hablan. Después de comer, me tumbo en el sofá, para mi ratito diario de tele, me pongo Doctor en Alaska (ya voy por la temporada 6) y me quedo dormido... hasta que me llaman por un asunto de trabajo. Bajo al zulo a resolver ese asunto y me lo quito de encima no sé ni cómo. Entonces, hablo con eMail, el guitarra de los Ciclones, para que me confirme que viene y para que se anime a tocarse un par de temas conmigo. Pero parece que su chica se encuentra mal y no sabe si vendrá. Sé que no vendrá, porque se le ve enamoraíllo, y estoy seguro de que cuida a su chica como ella merece. Hablo con MiJoe, el bajista, y me dice que él sí que se anima. Que se lleva una guitarra, que le baje el pie del micro, que está en el zulo. Viene Susana y me cuenta cosas, pero me pasa como con los chicos: sé que me está hablando, pero yo, aunque quiero, no la oigo. Sólo pienso en las once y media. No sé qué hago el resto de la tarde, pero creo que estoy con la chupa puesta desde las ocho y no nos vamos hasta las nueve y media. Aguantarme en un día así tiene mérito, en serio.

Estamos en el bar y, al poco, llegan Wilco y Merce, y nos sentamos en una mesita; a Wilco le apetecen unas rabas y yo completo la cosa pidiendo un poco de bienmesabe que no me cabe en mi estómago cerrado; al poco me llama MiJoe, que está en el pueblo, pero no encuentra el bar; está sorprendentemente cerca y al minuto está con nosotros. Se ha traído una guitarra que es como la mía, la que sale en la cabecera de Las Peroratas, pero en rojo. Es preciosa, la verdad. Lo dejamos todo enchufado, aunque quedamos en que no saldrá hasta el final del concierto a cantar conmigo tres canciones. Llegan Celia, la diosa del Plaza Mayor, y cuñada, además, y Pilar, mi querida Pilar, que ha venido a pesar de su jaqueca. La quiero un poco más por eso.

A las once y media, estoy afinando las cuerdas y dispuesto a empezar.

Bajan la música ambiente y sé, desde antes de empezar a tocar los primeros acordes de I am a rock, de Simon and Garfunkel, que esa va a ser una gran noche. Me presento antes de empezar, para calibrar si la gente está dispuesta a escuchar o sólo quieren follón. Parece un público genial, con ganas de divertirse y de escucharte. Van cuatro o cinco canciones y me encuentro super a gusto, y me permito pequeñas peroratas entre canción y canción. Es evidente que no va a haber descanso: solo serviría para cortarle el rollo al público y a mí mismo y sigo encadenando discursitos y canciones sin darme cuenta de cómo pasa el tiempo. La gente está super enganchada, pidiendo temas, bailando, cantando, dando palmas y haciéndome reverencias en plan ¡Cicloooooooon, ciclooooooonnn...! y yo me siento el rey de la montaña. Cuando toco Piano Man, de Billy Joel, veo que se me acerca una preciosa dama que me resulta familiar: Claro, es Cati, a la que nunca había visto,m salvo en la foto de su perfil de blogger. Nos saludamos (yo con cuiidado, estoy muy sudado en el escenario) y me dice que si le puedo cantar Honesty... aunque conozco, y me encanta, el tema, no sé tocarlo, pero el próximo día me lo sabré. Cati ha venido con dos amigos, Miguel y Claudia, a quien podréis leer en algún comentario por aquí. Al cabo de un rato Susana se me acerca y me dice: ¿Cuándo vas a avisar a MiJoe? Y miro el reloj y me doy cuenta de que llevo dos horas con la guitarrita y de que mi amigo y compañero debe estar nerviosísimo, así que canto la canción que teníamos hablado que sería la señal (Can’t buy me love) y mientras él afina su Epiphone. Le presento y me acompaña, en el primer número: Something, de los Beatles. Cuando llega el momento del precioso solo de guitarra, que MiJoe ejecuta de puta madre, le presento otra vez para que la gente se dé cuenta de que está escuchando algo bueno y le dedican una cálida ovación mientras toca. Luego canta I’ll Feel a whole lot better, de los Byrds y, para terminar, el bis de rigor: atacamos juntos el Bye, bye, love, de los Everly Brothers. A pesar de que no nos oímos nada, la gente agradece el esfuerzo y le dedican una sonora ovación. Piden otra más y, para el bis definitivo, acabo con Hey Jude, con todo el mundo haciendo el na-na-na-na final.

Ha sido un concierto agotador. Tengo la garganta como una alpargata y los dedos destrozados después de casi dos horas y media de concierto, pero en ese momento, mientras aplaudo yo al público desde el escenario, sé que no hay un ser humano ni más feliz ni más poderoso en todo el planeta.

Saludo a Cati y a Claudia, pero es tarde, son las dos de la mañana, y no podemos hablar; todo el mundo se va, porque al día siguiente hay que currar. Me fastidia que fantasma paraíso no haya venido, después de crear tanto suspense; espero que la próxima vez...

Me siento en la mesa de los míos: Celia, la dueña del Plaza y su hija, la increíble Sabina; Pilar, mi adorada cuñada y Susana; y mis amigos y colegas de banda, Wilco, con Merce, y MiJoe.

Todo el mundo está marchándose, porque cierra el bar, pero mucha gente se acerca a mi mesa y me da unos golpecitos en la espalda y se despiden de mí perfectos desconocidos que, qué queréis, me hacen aún más feliz. Como es un sitio de confianza, echo una enorme tela encima de todo el equipo y lo recogeré a la mañana siguiente. Hoy, sencillamente, me siento tan grande que no puedo ponerme a recoger cables.

Sólo me resta dar las gracias al mundo por permitirme pasar noches como esta.

Un día cualquiera, no te digo...



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Listening to: George Harrison - Blow Away
via FoxyTunes