lunes, abril 30, 2007

Mi primera vez




El pasado viernes, entre las 6 y las 8 de la tarde, en un programa de la radio local de Murcia, llamado ¡Y qué más da!, pincharon Ya sin ti, mi última canción. Ha sido la vez primera que se emite una canción de Wolffo por la radio.
Juan Manuel Tomás, responsable musical del programa, oyó canción, vio el video, me dijo que le gustó y la pinchó este viernes. Bendito sea.
Muchas gracias a Juan Manuel y nada, que me ha hecho feliz, el tío.

El que quiera, puede escuchar el programa ( viernes de 6 a ocho de la tarde, si se arregla el servidor) sintonizando, en la ciudad de Murcia el 99.9 y en Cartagena el 104.3, o, vía internet, pinchando aquí.

viernes, abril 27, 2007

Ausente princesa (a mi hija Leticia, que cumple años a miles de kilómetros de casa)

Siempre, incluso cuando no estás, pequeña, estás.

Estás en lo más hondo, sí, pero también en lo más superficial de mi corazón experto en amores y desengaños. Veo cómo creces, veo cómo te vas separando de mí, soltando cabos, navegando por ti misma y veo también como crece en ti otro cariño, otro amor y otro lazo que te ata a mí.

Te haces mayor. Qué le voy a hacer.

Cumples 17 años, hoy, y no puedo abrazarte, Leticia, con esos abrazos que siempre son unos segundos más largos de lo que a ti te gustaría, siempre un poco más estrechos de lo necesario, siempre un poco más urgentes de lo que en realidad ocurre.

No tengo tarta que ofrecerte. Sé que prefieres una tarta que hagamos juntos, aunque la caguemos, a cualquiera otra que podamos comprar. No hay cumpleaños feliz, aunque sé que para ti, allá, en Suiza, será un gran cumpleaños. Sólo me da rabia no poder verte disfrutándolo. Pero imagino que es parte de tu crecimiento y del mío, el que sueltes amarras. Pero no imaginas cómo te extraño en este día, bichito mío.

Te estás haciendo una mujer asombrosa, y creo que tú no lo sabes, por eso, como tu padre, como el hombre que más te quiere de los que jamás encontrarás en la Tierra, me creo obligado a decírtelo. Llegarás a donde quieras llegar, en cuanto te quites de encima los miedos que te atenazan, porque, Leticia, tienes el alma engrandecida por las buenas y las malas cosas que te han pasado, el corazón abierto para los amores y los desengaños y el cerebro preparado para asimilar todas las vidas que tienes que vivir.

Te hablaba de los miedos.

Quizá soy yo el culpable, amor mío, el que no ha sabido darte todo lo que merecías, todo lo que me habría gustado. He pensado muchas veces que los hijos no deben cargar con los errores de los padres, pero sé que tú sabes que eso mismo funciona en las dos direcciones. Yo, el día que viniste al mundo, juré que te protegería con mi vida, y cariño mío, ese juramento tenía letra pequeña, aunque entonces lo ignoraba. ¿Ves? Tu vida te ha enseñado a ti a ser hija, a ser persona, y a mí a ser padre, a ser persona también. Parece normal que los padres asumamos los errores de los hijos, pero al revés, cuesta algo más. En todo caso, Lettuce, sé que mis errores te han ayudado a ser la mujercita asombrosa que eres hoy, la que dejará al mundo con la boca abierta en no demasiado tiempo.

Estás en Suiza, lejos de casa, pero cerca, muy cerca, de tu futuro. En apenas unos días, pequeña saltamontes, estarás de nuevo aquí y esta casa volverá a ser la misma con tu música endemoniada atronando, con tu sonrisa traviesa flotando por la casa, con tu risa llenándolo todo, Leticia, exactamente igual que llenas mi corazoncito de padre enamorado y confundido hoy por tu ausencia.

Vuelve, Leticia, vuelve pronto, porque quiero ver con mis ojos ansiosos de ti cómo has crecido, cómo ha mejorado tu francés, cómo vuelve una jovencita de pasar, por vez primera, 12 días fuera del nido, sin su padre aberrando todo el día alrededor.

Te estoy esperando como siempre, mi niña. En la puerta de casa, aguantándome las ganas de correr a abrazarte porque dirías, apesadumbrada por lo palizas que puedo ponerme, “¡Jo, papi, déjalo...!”. Así que aguanto y me obligo a quedarme quieto mientras entras en casa, con aire ausente y preguntas ¿qué haces, papi? Y yo, que estoy seguro de que, en ese momento, no hay ser más feliz sobre la tierra, dejo que llegues a mí y espero, tenso, el momento en que, sin hablar, tus labios le dicen a mi mejilla lo que tu voz no se atreve a decirme: que me quieres casi tanto como yo a ti. Casi.

Porque lo que te quiero yo a ti, Lechuguita, eso nadie lo puede medir.

Feliz cumpleaños, Leticia. Felices 17.


(Vuelve pronto)

miércoles, abril 25, 2007

Un buen tema (en el que, al fin, todo el mundo entiende la verdadera naturaleza del irresistible magnetismo sexual de Wolffo)


Es así de sencillo. Muchos de vosotros, os preguntábais: ¿Es verdaderamente Wolffo una bomba sexual? Algunos, los que físicamente han tenido la experiencia inenarrable de conocerme, tenían dificultades al explicarlo: “sí, está gordo, pero me pone” es la expresión que resume el sentir de los españoles y, en un sentido más amplio, europeos en general y americanos de arriba y abajo; para africanos y asiáticos, sin embargo, no soy más que un icono bello y admirable, pero no se ponen como verracos al verme, he de reconocerlo. Los australianos, es que ya les conocéis, se creen tan listos... como los esquimales, que me ignoran.

Vedlo y juzgad, por vosotros mismos, si no soy una leyenda:




Me encanta esta canción. Claro, es tuya, diréis. Sí, es cierto, es mía, pero os juro que si no fuera mía, me encantaría también, a no ser que fuera de Sabina, en cuyo caso, diría que es basurita ingeniosa y poco más.

Suena muchísimo la guitarra acústica porque, yo lo creo, es el sonido más bonito y alegre que un ser humano como yo puede escuchar: una guitarra acústica bien rasgueada. Y, permitidme la inmodestia, yo tengo buena mano derecha para el rasgueo, mi muñeca sabe volar; para el punteo y otras suertes, es distinto, soy bastante pato, pero rasgueando... me ganan pocos.

La canción es sobre soltar lastre. Cuando una amistad, una relación amorosa, un trabajo, cuando algo importante termina, a veces, nos cuesta seguir adelante porque acumulamos una enorme carga que yo llamo basura sentimental. No, no se trata de que los sentimientos sean basura, sino de eso que nos atenaza, que nos impide pensar con precisión, que no nos deja ver con claridad las cosas, que no nos permite cerrar el asunto y empezar asuntos nuevos. Quedan los recuerdos, que son geniales y los sentimientos, que son un tesoro. Pero esa basura... hay que eliminarla. Esta canción es sobre eso. Una etapa más. Fue hermosísimo, pero si ha de terminar, que termine y a otra cosa. Si quieres, nos vemos unos kilómetros más adelante, tal vez en otra carretera, en otro lugar.

En el video, ya fuera de bromas, me véis obeso como una ballena varada haciendo rebotar mis carnes tras la guitarra. He dudado un huevo antes de desvelar el mito, pero ahí me tenéis. Soy así. Esas tetas son naturales, esos mofletes no están hinchados por protectores dentales, la papada no almacena comida, como la de los pelícanos y no tengo gases, ni estoy en estado: soy barrigón. Espero que esta impúdica exhibición de mi gordura me sirva para ave4rgonzarme y ponerme ya a perder los, al menos, 25 kilos que debería perder.

No obstante todo ello, y a pesar de los precarios medios (ni siquiera tengo cámara de video: está hecho con la de fotos), me gusta el aire que he conseguido darle al video. Todas las imágenes de interior las he reventado de luz y contraste para uniformarlas y darles una textura de cinema-verité mal conservado, que casa bien con las tomas de exterior.

Pongo la letra, aunque volverá a surgir el chiste del karaoke, porque creo que sirve para escuchar mejor la canción. Es una forma de que la gente vea el video hasta el final, y además, se entere de qué va la cosa. Esta canción es más cortita de lo que suelo, porque apenas dura 3 minutos y medio, así que eso que tenéis ganado.

Escuchadla, porque creo que es una buena canción. Un buen tema; mirad el video, porque se deja ver y ayuda a entender la letra (vocalizo como el culo, lo reconozco) y podréis decir: ¿Wolffo? Yo tengo mejor tipo que él...

Ojalá os guste.

La canción, podéis bajarla aquí con buen sonido:

domingo, abril 22, 2007

De acuerdo: no soy un santo

Por cuadragésimotercera vez en mi vida, me propongo demostrar ante sus señorías, que no soy ningún santo, como tal vez, alguno de ustedes, todavía crea.

A veces soy perezoso. Me gusta tumbarme a ratos sueltos y regodearme en el placer de no hacer nada, no por el placer de la nada en sí, no crean, sino por el gustito que me da pensar que podría estar aprovechando en tiempo en alguna tarea productiva.

No consigo tomarme en serio a mí mismo por mucho que lo intente pero es que, de verdad, tampoco lo consigo con el resto del mundo. Cuando alguien se me acerca en plan oh, qué importante es mi vida, me quedo mirándole con una mueca cuasi estudiada, una especie de rictus inofensivo, que cada cual puede interpretar como quiera, pero que tiene una misión única: esconder mi risa.

Porque, para según qué cosas, soy un pelín cobarde: no me atrevo a reírme abiertamente en la cara de todas las personas que, a lo largo del día, se lo merecen, en mi insolente opinión.

Otro defecto que tengo es la indolencia. Miro muchas veces, a muchas personas, por encima del hombro. Esto no es exactamente así, a ver si me explico. Muchas veces, pienso que podría mirar a muchas personas por encima del hombro, porque, en ocasiones, tengo cierto complejo de superioridad, no sé si os pasa a vosotros, en temas concretos, en áreas que domináis. En fin, que es una indolencia más de pensamiento que de acción porque, otro defecto que tengo, es que aunque me caigas mal, será difícil que oigas salir de mis labios palabras hirientes contra ti. Si me caes bien, no te preocupes, te lo haré saber, y pensarás que soy un exagerado.

Esto de no herir conscientemente es un defecto, digamos, reflexivo, como los verbos. Porque a quien hace daño, a quien fastidia, es a mí. En una ocasión, una persona a quien he defraudado absolutamente (aunque, justo es decirlo, aún no sé porqué) me propinó una paliza emocional tremenda. Ante mi insistencia pidiendo explicaciones y razones, acabó hartándose de mí, y cambió el ignorarme (que, evidentemente, no funcionaba, yo me puse pesadísimo) por desatar sobre mi testa un chaparrón de hiel de tales proporciones que no creo que termine de recuperarme nunca. Y eso es lo que los estudiosos podrían llamar, sin hacer demasiados aspavientos, una putada. Quiero decir, que hay una desproporción en el trato: yo no me atrevo a insultar así.

Otra rémora que me adorna es la impaciencia. Soy impaciente y lo soy en grado superior. Sobre todo en las relaciones humanas. Quiero que me demuestres que me quieres todo el rato, pero especialmente, justo después de habértelo demostrado yo a ti. Soy un pelma.

Hay un aspecto en mí que debe resultar irritante al mundo: el desnivel emocional. Es decir, el peso que le doy a según qué cosas y lo intrascendentes que me resultan otras. Cuando estoy hablando contigo, quiero que te emociones con lo que me emociono yo, que te rías con lo que yo me río y que ignores lo que a mí no me importa. Pero no tolero que lo que yo ignoro a ti te haga gracia (los monólogos); que te rías de lo que a mí me emociona (el rock and roll) y que te emociones con lo que a mí me hace reír (un discurso de ZP).

Soy insoportablemente snob con algunos de mis gustos. Detesto algunas cosas que a todo el mundo parecen gustar. Unos ejemplos:

Joaquín Sabina, por ejemplo, me parece un mamarracho, y que nadie me diga que es un poeta, por favor. El Guernica, el desafortunado collage de un escolar. Prefiero una buena hamburguesa a un buen solomillo.Creo que el único cine que es arte es el que nadie llama arte y que el cine de arte y ensayo, me parece un ensayo, pero que salió mal. El Monasterio de EL Escorial me impresiona, pero me parece aburridísimo. Y La Sagrada Familia, un poco hortera. El Acueducto de Segovia, la obra inútil de un desconocedor del principio de los vasos comunicantes. Me gusta la Estatua de la Libertad y la Gioconda me parece una tía vinagre, fea y mal pintada. El David me pareció un poco afeminado y la auténtica pizza italiana no me pareció más rica que la de PizzaHut.

Me cae mal, en general, el tipo que dice que el mejor chorizo es el de su pueblo, porque seguramente, ni siquiera sabe cómo los hacen el el pueblo de al lado.

Sé que, a veces, soy egoísta, pero tengo una cosa que tú no tienes: soy capaz de reconocerlo y de asentir. Tú, sin embargo, me llamas egoísta a mí con soltura y no eres capaz de ver lo que se refleja en el espejo de ti. Eso me fastidia a mí de ti. Como cualquiera puede ver, soy, además, un tío disperso, porque no se trata de ti y de mí, sino de mis defectos.

Queda claro, estos (que deben ser una milésima parte de los defectos que me definen) rasgos me catalogan como un No Santo.

Eso no quita para que, cortésmente, en el día del libro, al pasar por mi lado, te quites el sombrero y me sonrías y, con la voz que dios te haya dado, me digas:

- ¡Felicidades, amigo!

Porque puedo no ser un santo.

Pero el 23 de abril, es mi santo.

Y me gusta que me lo recuerdes.

jueves, abril 19, 2007

Acordándome de Montse: la ira y la miel.

Yo he conocido la ira.
Sé lo que es, porque la he visto y la he sufrido en su esencia nuclear. Por eso, si para apartarme de ti, afilas tu lengua y tu talento apuntando a mi corazón, me das, sí, pero no me tumbas. Es un gracioso florilegio, un maldito juego de espejos que no ves, porque si lo vieras verías que es un empuje inane, un ejercicio de autoafirmación tan primario que, pasado el primer impacto, ya ni siquiera duele. Porque yo sé lo que duele la ira. La ira desatada es una explosión del otro en tu cara. La ira contenida, una implosión desde tu pecho hacia dentro, que destroza todo lo que un cuerpo cualquiera es capaz de contener. Yo he conocido la ira.

Yo he saboreado la miel.
Supe de la dulzura y su cuerpo, de lo versátil y suave que puede ser, de lo atrayente de su aroma y la redondez de su regusto. La miel de abeja, espesa y verdadera, sucia y esencial, es un sentimiento puro, sin conservantes, pero eterno; sin colorantes, de acuerdo, pero brillante y dorada como un atardecer de otoño. Ese atardecer que te pilla conduciendo a casa, pensando en tu jefe, en un cliente o en cualquier otra bagatela y que, si te atrevieras, te haría dejar el coche en la cuneta y bajarte para cantarle al cielo un par de canciones adecuadas. Sé el sabor que tiene la miel y ese, lo reconozco, por más que te empeñes en no volver a mostrármelo, tú lo tienes también. Yo he saboreado la miel.

Y Montse, mi hermana Montse, mi moreneta particular, tenía los ojos almendrados del color de la miel. Cuando nació, el 10 de mayo de 1960, su piel chocolateada les dijo a mis padres que deberían llamarla así. Y su nombre, Montserrat, parecía avisarnos a todos de que ella sería así: un gráfico de sierra, con etapas álgidas de miel y risas y abismos profundísimos de ira y dolor.

La cabeza de Montse no funcionaba como la tuya o la mía. La partitura de su vida era desconocida para los médicos. Entonces nadie había inventado a House, así que ningún médico, borde o simpático, supo diagnosticar qué pasaba en la cabeza de mi hermana. En esa partitura extrema, llena de allegros y de oscuras canciones, había determinadas teclas que nadie conocía, que cuando eran pulsadas, desataban la pesadilla.

Montse avanzaba a una velocidad distinta al resto de los humanos. Era cuatro años y medio mayor que yo, pero, probablemente, mentalmente, a los cinco años yo era ya mucho mayor que ella. Pero avanzaba, o eso me parecía a mí. Porque el verdadero drama de mi preciosa hermana-miel era que ella, en el fondo, sabía que era diferente. Pero no acertaba a explicarse porqué. Y cuando esa disonancia, ese arpegio fallido, se desencadenaba en su mente enferma, se desataba la tormenta.

Era la ira. Y entonces era como si el mundo subiera a lomos de una manada de caballos salvajes desbocados y ya sabes: si quieres seguir en pie después, quítate de su camino. Y la miel de sus ojos brillaba entonces, no obstante, como nunca, y acompañaba esas galopadas de frustración y de rabia con incontenibles lágrimas. Y si te golpeaba, mientras sus uñas se clavaban, sin piedad, en la piel de tus antebrazos, sus ojos te estaban pidiendo perdón. Mientras su garganta profería alaridos más propios de un animal enloquecido, sus ojos te pedían ayuda. Mientras su cuerpo, fuerte y extraño, te atacaba, sus ojos de miel cuidaban de ti.

Mi hermana Montse era un verso suelto. Había sólo una persona capaz de calmarla cuando la ira se desataba en su interior. Era la madre de Mich, a quien los más viejos en esta bitácora habrán visto comentar de vez en cuando, cuando me entran estos ataques de nostalgia. Cuando Montse se subía a lomos de la ira, ella, MamaMich, era como la mujer que susurra a los caballos. Se acercaba a ella con un amor difícil de encontrar en el mundo, y aplacaba la tormenta con caricias y susurros desconocidos para los demás.

Tengo dos recuerdos muy vívidos de mi hermana Montse. O sea, tengo mil, pero dos por encima de todos. El primero es del día de mi confirmación. Yo tenía 13 años y me ponía, por primera vez, un traje de mayor. A los 13 años prometía, podeís creerme. Montse vio cómo mi madre, orgullosa como sólo las madres son capaces de estar, -se fotografía conmigo, vestido como una persona mayor, con corbata y todo, feliz de que pudiera pasarle el brazo por los hombros, porque ya la superaba largamente en altura (mi madre era grande, sí, pero por dentro, por fuera era una preciosidad bajita). Montse vio la escena y algo le debió parecer bonito en todo eso, y dijo:

- Ahora yo como mamá.

Y se puso a mi lado y me hizo que la abrazara exactamente igual que había hecho con mi madre.

El segundo recuerdo de ella que tengo es del penúltimo día. Yo tenía 18 años y ese era mi primer verano con una novia seria. Era, de hecho, mi primera novia. Le hablé de mi hermana y ella estuvo de acuerdo, o más bien me instó, a que saliéramos con ella a tomar un helado el día antes de marcharnos de vacaciones.

Fuimos a buscarla a casa y ella parecía extrañamente feliz y orgullosa. Entendedlo: su hermano pequeño tenía novia. Era como si ella tuviera que darnos la bendición, o algo así. Caminamos por la Plaza de Castilla, rodeándo el depósito del Canal de Isabel II, tomamos la Castellana y, enseguida estábamos en Oliveri, creo que se llamaba así, una heladería fantástica, para aquella época, pero ya languideciente, que si no me equivoco, ese verano (el del 83) debía ser uno de los últimos que permanecía abierta. Montse caminaba entre mi novia y yo, los tres cogidos de la mano y no decía una palabra. No dijo esta boca es mía en todo el trayecto.

Luego, porque entre las poquísimas nociones matemáticas que tenía, estaba la de distinguir qué números eran más altos que otros, poidió el helado más barato de la carta y no dejó de sonreir en toda la tarde. Paseamos, hablamos y, en fin, pasamos la tarde juntos.

A eso de las nueve de la ncohe, la dejamos en casa. Cuando se despedía de mí, con un beso lleno de amor y saliba, que así eran sus besos, me dijo:

- Me gusta

Y esas dos son las últimas palabras que recuerdo de Montse.

A la mañana siguiente, partíamos hacia Cádiz, a pasar el mes de Agosto. Yo iría por la noche en tren. En el coche iban mi padre, conduciendo, mi madre, donde se sientan las madres, y detrás mis hermanos Paloma, Mariano y Montse. A la altura de Villa del Río, provincia de Córdoba, con casi 40 grados, mi padre sufre un desmayo y el coche, ignorando la curva de la carretera, sigue su marcha a 110 km/h por un aparcamiento y va a estrellarse con el remolque de un camión de transporte de coches.

Montse se quedó allí. Con mi madre. En Villa del Río, descansando su ira para siempre. Privándonos a todos de la miel de sus ojos. De su dulzura cuando, emocionada, aprendió a tocar, en la flauta, Campanita del lugar. Dios, ¡qué mal tocaba la flauta, y cuánto la añoro! Ahora, mientras escribo este aborto, lloro como un imbécil recordándola y echando de menos todo de ella. Su miel, claro, pero, también, aunque no lo creas, su ira.

Mi hermana Montse, ya sabes, la ira y la miel.

domingo, abril 15, 2007

El tiempo y June

My back pages
(cuelgo este video que he hecho a toda, porque YouTube se oye mejor que evoca)



Me atrevo con esta maravillosa canción de Bob Dylan, versioneando la versión que sus amigos tocaron en su 30 cumpleaños en escena. Entonces, cantaban Roger McGuinn, de los Byrds, Tom Petty, Neil Young, Eric Clapton, el propio Dylan y mi amado George Harrison. Hoy sólo canto yo, eso que salís ganando. Me atrevo hasta a imitar los solos de guitarra de Clapton y Young, le añado mi inevitable soplido a la armónica de MI y unas armonías vocales que me han quedado de lo más pintonas, aunque esté mal que yo lo diga. La canción es, sencillamente, formidable y la letra, una de las grandes del más grande letrista, en mi opinión. Te aconsejo, si entiendes un poquito de inglés, que la escuches leyendo la letra, verás qué maravilla. Es larga, pero verás que se escucha sin exigirte nada y se disfruta, muy fácilmente su estructura uniforme de 8 estrofas, 8, si el tiempo y la autoridad lo permiten. Dedico esta canción, porque sé que le gusta, con todo el cariño que soy capaz de hacerlo a mi querido amigo Buch, que cumplió años hace poco y no tuve el detalle de felicitarle. Espero que no te vengues olvidando que tu ahijada se va a Suiza dentro de dos semanas, porque cuenta con que su padrino le unte bien. Un abrazo, viejo amigo. Y felicidades, claro.

El día que me encontré con June, diez años después, tuve la sensación de que el tiempo se había detenido y de que mi mundo, desordenado y caótico en la última década, pero inactivo, entraba de nuevo en erupción. Así que, después de los saludos rituales y de los caray cuánto tiempo y todo eso, le dije:

- ¿Sabes, June? Tengo la sensación de que al tiempo se ha detenido y de que mi mundo, desordenado y caótico en la última década, pero inactivo, entra de nuevo en erupción.

Ella me miró ladeando la cabeza y, con una sonrisa conocida, acercó su mano a mi mentón, lo acarició un poco y sus dedos agarraron mi oreja.

- Caray, es verdad... el tiempo parece haberse detenido: hacía tiempo que no escuchaba un tópico tan elaborado.

Sí. Y si soy el Rey de los Tópicos, ¿qué pasa? Soy Nobili Strangelo, el último de los Strangelo de Odesa, la ciudad estado escondida en medio del Ignoto Mar Menor.

Sitúense, damas y caballeros. El Mar Menor, como todo el mundo sabe, se divide en cuatro mares: El Habitual, el Veraniego, el Cadencioso, el Oblicuo y el Ignoto. Son cinco, porque el Ignoto, como su propio nombre indica, no entra en los rankings. Y es ignoto, además.

Pues bien, en mitad de este mar ajeno, donde sus aguas se vuelven para no volver, allí, detrás de la Playa Más Fea del Mundo, justo detrás de la la montañita más desgraciada que existe, se alza, orgullosa, la ciudad de Odesa, donde los Strangelo (pronúnciese “estrányelo”) hemos pululado a nuestro antojo y gobernado despótica e injustamente los últimos cuatro siglos.

Mi padre, y el padre de mi padre, y el padre del padre de mi padre y así, han sido gobernantes caprichosos y mendaces, prohombres sin sentido alguno de la medida, el ridículo o la justicia. Hombres carentes de piedad e inteligencia, memos de estado cortos de miras, abortos de políticos, mequetrefes de cojones dudosos y reyes absolutos de mi pobre ciudad. Durante años, la única preocupación de mis ancestros fue encontrar una muchacha de caderas prominentes y pechos abundantes, capaces de parir y alimentar a la siguiente y lamentable generación. Así fue durante años. La población de Odesa, ignota como su mar y endogámica como los más endogámicos que puedas imaginar, está formada, a partes iguales, por cretinos integrales y mamarrachos disciplinados (parecido al resto de España, vamos) y así, ignorantes e ignorados, se reproducen y viven felices en su idiocia. El sueño de todos es ser padres de una muchacha culona y tetoncilla, que sea capaz de atraer al siguiente príncipe Strangelo. Porque los Strangelo debemos maridar con moza gentil y odesana.

Yo fui el último en nacer así. Mi madre... no soy capaz de recordarla, pues no creo que haya hablado con ella ni una sola vez en mi vida. Desde adolescente viví, eso sí, rodeado de mujeres que se peleaban por agradarme y servirme. Y por satisfacerme.

No tuve hermanos. Mi abuelo y mi padre, recién ascendido éste al trono por abdicación de aquél (abdicación que se produjo con una pistola en el pecho sujetada por mi padre, que estaba cansado de ser el heredero eterno), murieron juntos en un accidente aéreo. Resulta que estaban un día subidos a la torre del castillo, pedos perdidos, cantando a voz en cuello canciones de Raphael y yo les empujé, con la mala suerte de que se cayeron hacia el lado de fuera. La torre daba a un encantador acantilado. Era una caída de 250 metros, pero en la caída no les pasó nada, de verdad, porque yo les oí gritar todo el rato, lo que indica que, mientras caían, estaban vivos. Lo malo fue cuando terminó la caída, que se dieron un golpe tremendo contra las rocas del suelo, no sobreviviendo ninguno de ellos. Es como hacer deporte. No es malo, en sí, lo malo es cuando lo dejas, que engordas. Pues lo mismo cayendo. No te mueres cayendo. Te mueres cuando la caída termina.

Soy, pues, el final de una dinastía, la última esperanza estrangelina. El cabo suelto que nadie ató. Sin padre ni abuelo que me diera la brasa, fui libre y cometí lo que los historiadores de Odesa, la ciudad estado escondida en medio del Ignoto Mar Menor, llamarían un día, asaz periodísticamente, el Error Nobili: contraté una conexión ADSL con Cableuropa, ONO, Murcia, España.

Eh... que no tengo quejas con mi proveedor de internet, por favor, que no se molesten el presidente y el cuadro directivo de ONO, habituales lectores de esta página, y grandes amigos (un saludo, chavalotes) sino que el Error Nobili, fue la conexión con el exterior.

Pero a mí me molaba internet. Podía ver porno, piratear música y pelis... y chatear. Me enganché a un foro de Gran Hermano y a cosas de esas de elfos y hadas y tunantes y homosexuales y un día, se me abrió una ventanita en el ordenador que decía: “June quiere hablar contigo”.

Hablé con ella, claro. June escribía mejor que nadie que yo hubiera conocido jamás. Su literatura tenía una cualidad sexual que para mí era un potente afrodisiaco. Siempre que la leía, ustedes disculparán, pero acababa empalmado como un demonio. A veces escribía relatos eróticos, pero otras, simplemente escribía sobre la tierra, la luna, los pajaritos y las abejas, pero a mí me daba igual: acababa con una enorme erección (no había dicho todavía que tengo un falo formidable, ¿verdad? pues que todo el mundo lo sepa: es asombroso).

Convencí a June para que viniera a verme, lo cual fue realmente difícil: ella, que era de la zona, no había oído hablar nunca del Ignoto Mar Menor. Miento: sí había oído hablar de él, pero en forma de mito, como si dijéramos, tipo el abominable hombre de las nieves, o la chica de la curva, lo que los cursis de hoy llamarían leyenda urbana. Pero le di instrucciones precisas para que llegara a mi ciudad y ella accedió. Y llegó. No era lista, la tía...

No podía permitir que mis súbditos supieran que planeaba verme con una mujer del exterior, así que yo mismo fui a recogerla a la Playa Más Fea del Mundo en mitad de la noche y la llevé a mi castillo y la amé 7 veces por la noche y dos más por la mañana.

- Escóndete, cielo, y no me des mucho la paliza; si necesitas comer, ahí tienes una despensa bien nutrida, pero que no te vea nadie. Si eres buena y te quedas calladita, esta noche te amaré 8 veces.

Y ella se lo tomó mal. Me dijo que no sabía nada de mujeres. Y más cosas. Pero no las voy a decir aquí, porque, ¿qué pensaríais de mí?

Huyó, claro.

Pasé los últimos diez años buscándola, intentando encontrarla entre las piernas de otras amantes, en los gemidos de otras, en los pechos de otras, en los orgasmos de las demás; traté de rememorar el sabor de los besos de aquella noche única en todos los sentidos. En el de la vista, pues jamás existió mujer más hermosa que ella desnuda; el del tacto, pues mis manos nunca tocarán pechos como los suyos; como mi lengua, que jamás escrutó paredes más sabrosas que las de su boca; o el aroma inconfundible de su siempre acogedor sexo. O el sonido inolvidable de sus gemidos de placer.

Jamás la encontré, claro, hasta aquel día en que el destino nos hizo tropezar en la presentación del libro de un amigo común. Quiero decir que no era un gran amigo, ni suyo ni mío, era un amigo muy común, muy del montón.

Aunque June estaba diez años mayor que la última vez que la vi, traté inútilmente, de conquistarla con ese apestoso tópico:

- Parece que el tiempo se ha detenido...

Y es que las cosas son, de común, más sencillas, lógicas y obvias de lo que nos empeñamos en pensar. El tiempo pasa y, afortunadamente, nos deja su huella a cada segundo. Sólo los necios intentan esquivar su inexorable goteo. Sólo un idiota puede pensar que es más joven porque tiene más ilusión, o porque tiene menos barriga, o arrugas; sólo un bobo puede pretender ser más joven de lo que es, del mismo modo que una piedra no puede pretender ser pezón, por más bonita que se ponga. Y, estirando a fondo el argumento, sólo el que tenga por cerebro un conjunto vacío puede asumir que es más joven de lo que es, y pensar que eso es mejor que no serlo.

Sólo un imbécil como yo. Nobili Strangelo, el último eslabón de una cadena corrupta, puede pensar que es bueno conservarse y decirlo en voz alta.

Sólo June podía contestar así:

- Caray, es verdad... el tiempo parece haberse detenido: hacía tiempo que no escuchaba un tópico tan tonto y elaborado. Sólo tú podías hablar así.

(un poco cabrona sí que eres, ¿eh...?)



miércoles, abril 11, 2007

A bote pronto

Me gusta jugar al tenis y al béisbol en la Wii, pero me ha provocado una lesión de codo y una amenaza de lesión en el hombro. Me gustan, pero no tanto, los bolos y el golf. El boxeo ni siquiera voy a probarlo.

Me gusta el anuncio ese de un tinte para el pelo, o un champú para cabellos teñidos o algo, en el que salen gemelas con el pelo de distinto color. Hay un plano en el que entran en contacto los pechos de dos gemelas con el pelo largo, un poco gorditas, que me pone muchísimo.

Odio la campaña de la DGT, especialmente, el anuncio que han puesto esta Semana Santa, porque, además, es gramaticalmente incorrecto. Dice el slogan: “Hay muchas razones para no matarte esta semana santa. Elige la tuya y hazlo”. ¿Hazlo? ¿Qué haga qué? ¿Matarme? Todo es un despropósito. Nadie elige una razón para no matarse, no es como elegir un refresco, pero aparte de eso, de que no tiene sentido, no se dice así. Si admitimos la primera premisa como correcta “hay muchas razones para no martarse”, en todo caso, la conclusión debería ser “elige la tuya y vive”. De todas formas, me pone enfermo el tono paternalista de las últimas campañas de tráfico. El lema ese “no podemos conducir por ti” es insufrible. Ninguno les pedimos que conduzcan por nosotros, sino, más bien, que tengan las carreteras en buen estado y que saquen de ellas a los temerarios.

Cuando pienso en alguien especial, a veces me pongo un poco cursi. Salgo a la terraza a que me acaricie el sol y pienso que, aunque esté lejos, a lo mejor en ese momento está disfrutando los rayos del mismo sol. Mierda, me duele el codo.

Limpio mis gafas nuevas con esmero cada mañana. Son unas gafas geniales y me gusta ponérmelas o llevarlas en el bolsillo. Me gusta dejarlas encima del poyete (había escrito pollete, pero Buch, elegantemente, me ha dado el keo) de la cocina, junto al teléfono, mientras preparo el desayuno a mi familia. Intento hacer un desayuno distinto cada día, pero creo que todo el mundo está tan dormido que no se dan cuenta ni de lo que desayunan. Pero ahí estoy yo, con mis gafas limpias.

Eres especial, ¿sabes? Te alejas y te pierdes, pero no dejo de pensar en ti. Sé que me olvidas a ratos, pero otros ratos estoy en tu cabeza, lo sé porque me doy cuenta. De repente, algo me pellizca el alma y sé que tú estás pensando en mí.

Me gusta escribir en este blog y me gusta que me leas, tú, y tú, y vosotros. Me encanta. Antes me preocupaba en ir a leer a mucha gente para dejar un comentario y que vinieran ellos a comentar y ver 60 comentarios, pero eso ya me da igual. Ahora, lo que me preocupa es que haya paz en el mundo y que los pajarillos canten por la mañana, que por la noche me ponen nervioso, y que los esquimales, los amazonas y los africanos sigan siendo auténticos, que renuncien a los avances de occidente para que cuando vayamos a verles con nuestras cámaras digitales digamos, mira, mira qué guay, qué auténtico, se está muriendo de cólera, pero es un esquimal auténtico.

Me encanta el cambio climático, soy un super fan del cambio climático. Ya sabes, el cambio climático, el último, me refiero, el de cuando cambia de lluvioso a sol, pero sin hacer demasiado calor. En verano, me encanta cuando el cambio climático es de calor que te torras a tormenta de verano. También me encanta el cambio climático de cuando en invierno llego a casa, aterido de frío, y está puesta la calefacción. Y me encanta el cambio climático de cuando imagino que vienes a donde estoy, tocando la guitarra, y te quedas apoyada en el quicio de la puerta, sin decir nada, hasta que te acercas a mí y te sientas a horcajadas sobre mí y me enseñas las zonas que, globalmente, más se calientan cuando estás cerca.

Me gusta Grisom, caramba, y empieza a enervarme House. Estoy harto de los periodistas deportivos y de los del corazón. No me molan los programas de cocina, ni la manía esa de emplatar, y jamás me han gustado, salvo en los glorioso tiempos de La Clave, los debates televisivos. Detesto los telefilmes de Antena 3 y las series españolas. Sobre esto, además, me gustaría decir algo: solemos decir, los actores españoles, los guionistas, los técnicos, los realizadores españoles no tienen nada que envidiar a los americanos. Sólo es una cuestión de dinero. ¿Alguien se lo cree de verdad?

Me cae mal Matías Prats y, sin embargo, me gusta Sánchez Dragó. Me gusta la gente con ideas, aunque sean distintas a las mías. Por ejemplo, el Gran Wyoming, me encanta, pero no soporto la pantomima de Caiga Quien Caiga. Me gusta escuchar Gomaespuma cuando están en vena, pero no les tolero cuando empiezan con el rollo progre. No me gusta el rollo carca, tampoco, no os equivoquéis. En realidad, lo que no me gusta es que la gente no piense, y que asuma las posiciones bienpensantes de los otros y las repita como propias.

Yo no respeto a todo el mundo. Sólo respeto al que se gana mi respeto. Ni respeto todas las opiniones. Sólo las que considero respetables. Si alguien, por ejemplo, me dice que no tira de la cadena después de hacer pis, o que no se lava las manos antes de comer porque, joder, es que nos estamos cargando el planeta, eso no lo considero una opinión, y mucho menos respetable. Lo considero una melonada y el que la suelta no se gana mi respeto, sino mi risa, si me pilla de buen rollito.

Me gusta tocar la guitarra y pensar que andas cerca. Me gustaría componerte una canción que sea una gran canción, no como las que compongo yo.

No me gusta la poca voluntad que tengo para adelgazar, porque empiezo a necesitarlo urgentemente y no me gusta lo cobarde que soy: iba a confesar cuánto peso, pero paso.

Hay dos cosas que me gustaría tener y que no tengo: habilidad para dibujar y don de lenguas, aunque todas las mujeres con las que me he acostado, unas tres mil y pico, dicen que tengo una lengua que es un don del cielo.

Me gustaría no haber escrito este post, pero voy a colgarlo de todos modos, porque necesito tener la sensación de que el tiempo pasa y de que no me quedo aquí, en esta estación solitaria, viendo el mundo alejarse de mí. Y yo, quieto, ni siquiera tengo ganas de levantar la mano y despedirme del tren que os lleva a todos a sitios mejores que este. Os veo marchar y me quedo solo en este apeadero en el que me he apeado yo solito.

A ver si pasa otro tren y puedo cogerlo. A ver si, al entrar, te veo en el vagón restaurante, tomando café, leyendo y esperándome, y hacemos juntos ese viaje en tren que tanto nos apeteció hacer cuando lo hablamos.

Porque... me gusta viajar en tren, tachán-tachán, y ver los campos marcharse y las ciudades alejarse, tachán-tachán, y verte junto a la ventana, dormida y apoyada en mi hombro, y te echaría la chaqueta por encima para que no cogieras frío y miraría al señor que, enfrente de ti, nos mira envidioso, tachán-tachán, y decirle con mi gesto viril y magnánimo: es mía, imbécil.

Pero el viaje en tren será el próximo post. ¿Quieres?



martes, abril 10, 2007

Tula

Sujetando nada
Sube el volumen y baila. Es mejor.


Aquí puede verse en grande y enlazarlo y todo eso

Esta es una canción que escribí para una amiga muy especial. Eso queda entre ella y yo. Es una canción sobre eso que que es tan poco moderno, pero tan hermoso que es el instinto maternal. Esa necesidad de sus hijos que tienen las mujeres que es, creedme, mucho mayor que la que sus hijos tienen de sus madres. Es un homenaje, en definitiva, a todas esas mujeres que, teniendo pareja o no, teniendo dinero o no, han de ocuparse ellas solas de la educación de los hijos. Es una especie de petición de que de vez en cuando, intenten disfrutar la maternidad, en lugar de sufrirla, por difícil que os lo pongamos, a veces.

Musicalmente, me encanta, pero qué voy a decir yo. Es muy guitarrera, tiene guitarrazos por todas partes y muchísimo ritmo. Es una canción optimista en la música, en la letra y en el espíritu y el día que tenga dinero la grabaré con una sección de viento como dios manda. Me gusta mucho el riff de guitarra, el solo de guitarra y el soplido salvaje de la armónica y ese final apoteósico de coros y viento. Aunque, como casi siempre, pienso que le falta, un nosequé, para pillarle el verdadero sonido. A ver qué os parece.




Mira qué guapa está Tula. Si yo os contara...

Tula es del Atleti, pero nadie lo sabe. La verdad es que tampoco le importa demasiado, pero los lunes, al ver las noticias, al escucharlas en la radio, al hojear un periódico, busca con disimulo los resultados de la liga y, secretamente, sonríe siempre. Si han ganado, porque una inexplicable ola agradecida le recorre el cuerpo, como si aquello le reportara algo, y si han empatado o perdido, porque recuerda a Nico, su amigo de la infancia y la adolescencia, que era un indio irreprimible, que cada vez que su atleti empataba y perdía (o sea, casi siempre), la miraba y después, mirando al cielo (o al techo si estaban en casa, pero mirando hacia arriba, que le habían dicho que esa expresión era su mejor vista), le decía:

- Puede que este año ya no, pero el año que viene... ¡ya te digo!

Tula tiene 53 años. Es una mujer guapa, pero no despampanante, y se le notan cada uno de los 53 años que tiene. Eso sí, se le notan de maravilla. Se le notan en las patas de gallo y el pecho caído, sí, pero también tranquilidad de su mirada, la suavidad de su piel, en la sabiduría de sus palabras, en lo acogedor de su abrazo y en su asombrosa destreza sexual. Tula es la mujer que yo quiero.

Yo tengo 58 años. Soy Fiscal de Menores en Barcelona, y conocí a Tula de la manera más normal, dado mi trabajo. Cuando su expediente llegó a mi despacho, no le di más importancia que a otros. Era un caso normal. Simplificando mucho la cosa, Tula vivía en la costa de Alicante con los tres hijos fruto de su matrimonio, que acabó de forma desastrosa. Aprovechando el régimen de visitas, su ex marido se llevó un fin de semana a los niños y no los devolvió, sino que los trajo a Barcelona, donde vivía él entonces con su nueva pareja.

Cuando Tula vino a mi despacho, en los días previos a la vista, me dijo:

- Oiga, será mejor que me devuelvan a mis hijos y le prohíban a ese volver a verlos, porque si no, todos ustedes se van a arrepentir.

Cuando eres fiscal en un sitio como Barcelona, no estás acostumbrado a que la gente te amenace de esa manera, sino todo lo contrario. A todo el mundo le tiembla la voz y se dirigen a ti como si fueras una especie de juez divino y supremo, un trasunto de dios sobre la tierra. De modo que, aunque me ofendí, como exigía mi papel en aquella situación, Tula entró en mi vida no llamando a la puerta con educación, sino con el estruendo de un tsunami y sus efectos en mi corazón, que yo creía vacunado de espantos, fueron devastadores.

Esa misma noche, y todas las demás, hasta que el juicio se celebró, Tula se presentaba en mis sueños exactamente igual que lo hizo en mi despacho: como si tirara la puerta de una patada. Entraba en mis sueños y los poseía del todo, y yo, acababa masturbándome para conjurar mis miedos y caer en brazos de un sueño reparador.

Ganó, claro. El juicio, digo.

Ya me encargué yo de presentar el caso de forma inapelable, de que no fuera este uno de esos casos que han dado fama a algunos jueces de Barcelona, que dictan sentencias absurdas e incomprensibles. Los niños, con su madre, y su padre, que por otra parte, parecía estar a miles de kilómetros en la sala, renunció a verlos y a cualquier decisión sobre sus vidas.

Tula vino a verme al día siguiente, antes de volver a casa, con los niños, a darme las gracias, con un aromático bizcocho recién horneado.

- No, señora, por dios, esto es irregular... me limité a cumplir con mi trabajo.

- Vamos... ha sido usted un ángel – me dijo – es sólo un bizcocho... además, si no lo acepta, esos señores de ahí se van a enfadar con usted...

Suárez, Estadella y Perinat me miraban, efectivamente, con cara de o pillas el bizcocho o mueres, así que acepté. Todos sabemos que en una oficina un bizcocho casero es tan importante como un día de vacaciones.

- De acuerdo, pero, si tienen tiempo, déjenme invitarles a un desayuno tan rico que sólo podrán tomarlo en Barcelona...

-.-

Esa fue la primera vez que, en presencia de sus hijos, hicimos el amor. No se trata de sexo, claro, sino de hacer el amor. Cada uno a un lado de la mesa. Con tres críos alborotando alrededor y medio centenar de clientes habituales de la cafetería ignorándonos olímpicamente.

Fui poco ético. Me inventé un seguimiento procesal que me obligaba a estar en contacto con la familia y a visitar su ciudad a no mucho tardar, para comprobar que todo iba bien.

Cada 15 días, viajaba a Alicante y pasaba un fin de semana con Tula y sus hijos. Las primeras veces, disimulaba y hacía como que llevaba un cuestionario y le preguntaba cosas, pero, poco a poco, fui olvidando la excusa y sencillamente, disfrutaba de esa familia. Tula me dijo un día, mientras veíamos la tele en su casa y yo masajeaba sus pies desnudos en mi regazo:

- Esto ya no es trabajo, ¿verdad?

Miré a Tula. Luego a sus pies. Luego a Tula otra vez. Y nos besamos durante, aproximadamente, una hora. Y luego, durante las horas siguientes de esa noche, no paramos de besarnos, acariciarnos y hacer el amor, esta vez, sí, con sexo, hasta que el amanecer nos sorprendió en un abrazo exhausto y entregado.

- No has parado de acariciarme en toda la noche, cariño - me dijo ella- ¿dormimos un poquito?

Y dormí, por primera vez en mi vida, sin soltar el abrazo enamorado que mantenía a mi amada pegada a mí.

Tula vivía por sus hijos. Y me quería, pero sus hijos eran lo primero. Estaba dispuesta a todo por mí, pero debo reconocer que si alguien falló, fui yo.

Me dejó cuando le mandé una invitación para mi boda. Sólo a mí se ocurre. Qué tonta fui.

Me casaba en Barcelona, claro, de donde era la familia de mi novio. Yo, una mujer respetada profesional y socialmente, estaba, desde hacía años, prometida con un abogado experto en fusiones y adquisiciones, que tenía más pasta de la que yo podría contar.

Durante años, mantuve el contacto con Tula, y digo bien, mantuve, yo, el contacto, porque la escribía largos mails, largas cartas, insistentes sms’s... pero ella, sencillamente, no me contestó. No creáis que la culpo, sencillamente, me olvidó y es lo mejor que pudo hacer.

Hoy, 15 años después de aquello, con el ceporro del experto en fusiones aquí al lado, hurgándose la nariz en el carísimo sofá de enfrente, a millones de años luz de distancia, veo en la gigantesca tele que preside mi casa con horterez, cómo entrevistan a Tula Robledales, Premio Nacional de Poesía, y siento un escalofrío que recorre entera. Siento, ¿sabéis? Rabia, mucha rabia por no haber sido valiente.

Pero también siento placer. Quince años después, mi cuerpo aún se estremece al pensar que una vez, la mejor poeta del mundo, lloró de placer en mis brazos. Y eso, creo. que no puede decirlo nadie más que yo.

Mirad qué guapa está Tula. Pero qué guapa que es...

¿No es adorable?

martes, abril 03, 2007

Quién es quién en el Gran Circo del Rock’n’Roll: Creedence Clearwater Revival, de la América profunda a la cima del mundo, pasando por Wolffo, claro.

Lodi



Otro temazo de esos que John Fogerty escribía para Creedence Clearwater Revival. Esta canción, de pequeñajo, me desconcertaba, porque no oía que dijeran "Lodi", así pronunciado, lo-di, y me fastidian las canciones en las que no se canta el título. Cuando descubrí que Lodi se pronunciaba Lóudai me sentí melancólicamente bobo. Poco más tarde, descubrí que la tercera palabra del nombre de la banda, Revival, no se pronunciaba révival, sino riváival, supe que que era tonto de remate, pero ya sin melancolías. En fin, para mí los temas de Creedence se dividen en 3 categorías: buenos, magníficos y extraordinarios. Este es de los magníficos, en mi opinión. Yo le añado un poco de speed, porque me sale del culo; un poco de jolgorio a la percusión (sí, puede que me haya pasado un poco con los redobles y los timbales), una armónica que casi no se nota y un par de voces (si no, no sería una versión mía) que son el puntazo que le cambia el carácter a la canción. Me gustaría dedicar esta canción a mi amiga Wen, que es maia, malagueña y cojonuda, tres características que no se dan en ninguna otra persona que yo conozca. Un beso a ti, Wen y al resto, bueno, a ver qué os parece la cosa.

Por su interés historiográfico, reproducimos la entrevista que publicó la prestigiosa revista Rolling Tostón hace un tiempo, que demuestra la influencia del gran Wolffo en el mundo del rocanrol. Como ya se demostró en “El día que comí con Maiquelyasson”, “Desmontando al chico celoso” y en “El bueno era yo”, esta influencia se extiende a todos los estilos y sorprende a los estudiosos por una sencilla razón: los estudiosos son idiotas, porque cualquiera que me conozca sabe de sobra que yo, y no Elvis, soy el verdadero padre del rocanrol.

Entrevistamos al gran Wolffo

Revista Rolling Tostón.
De nuestra enviada espacial,
Wolffilla Teresa Campos.

Los siempreverdes están verdes. Louisiana huele a ensalada de col y pepinillos y tarta de cerezas. Conduzco con la capota quitada, gafas de sol y entre algodonales, por una carretera de doble sentido, bien asfaltada y solitaria. Llego a Popkipsi y una vaca me mira con expresión triste. Si te fijas, las vacas son animales con poco interés. Si no te fijas, imagínate: ningún interés. Llegan a mis oidos los ecos de un sonido familiar. Sigo la música y mi coche se detiene ante un garaje del que salen tres acordes sincopados y cojonudos y una voz prometedora. Ese sonido country inconfundible, ese ritmo rock ireesistible. Esa voz que a todos nos gusta. Son Creedence Clearwater Revival, o, lo que es lo mismo, Wolffo y su banda, ensayando.

Bajo del coche cuando termina la canción y entro en el garaje. Están sentados todos, no parece que hayan estado ensayando...

- Vaya, hubiera jurado que estábais ensayando... ¿qué sonaba, vuestro próximo single?

- Era un disco de Julio Iglesisas, colega – me dice Wolffo –, un temazo, “De niña a mujer”. ¿No tienes muy buen oído, verdad?

Eso es lo que yo llamo un buen comienzo. En fin.

- Bueno, tampoco es tan malo... – retiro mi melena para que wolffo pueda admirar lo limpias que tengo las orejas- mira.

- Desde luego, no parece un mal oído... incapaz de hacerle daño a nadie.

Wolffo viste unos impresionantes pantalones de cuero marrón que marcan su abultado paquete con masculinidad, elegancia y esperanza. Los otros parecen un puñado de mozos de corral con esas melenitas ridículas y esas camisas de cuadros. Wolffo se adelanta y me dice, con descaro español:

- Oye, ricura, ¿empezamos la entrevista, o vas a mirarme los túyasabes con ojos golosos durante mucho más tiempo?

Y yo, que entiendo los mensajes subliminales como nadie, le contesto:

- ¿Y si follamos primero?

Y hala, ahí nos tienes, y te digo una cosa: cantará bien, parecido a Julio, si quieres, pero tampoco te creas que es gran cosa en lo otro. Me lo hace 13 veces, pero es de esos que pregunta todo el rato ¿te gusta, nena?, ¿estás disfrutando? Y yo finjo un poquito y todo eso...y le tengo donde quería para empezar la entrevista.

- ¿Cómo formáteis la banda?

Wolffo mira al horizonte inmenso de Louisiana y en un bello gesto de remembranza, se mete el índice en la nariz y modela una redondilla mientras recuerda aquellos tiempos.

- ¿Formamos? Formé yo, Wolfilla, hija, esos no pueden formar nada juntos. John, Stu, Tom y Doug se dedicaban, hasta que yo llegué a Popkipsi, en South Louisiana, a cuidar vacas flatulentas. Si idea de una juerga, para que te hagas una idea, era agitar una cerveza con el pulgar tapando el cuello de la botella y metérsela por el culo a una vaca. Luego medían los decibelios de sus terribles flatulencias. Lo dejaron cuando se empezó a hablar del agujero de la capa de Ozono.

- Muy interesante, pero, ¿a mí que me importa?

Wolffo siguió como si no me hubiera oído. Bueno, mejor, así me evitaba hacer preguntas. Puse en marcha la grabadora y, con el solecito entrando a través del cristal, me eché una sistecilla mientras Wolffo largaba.

“Tenían una banda de rock, pero imagínate: se llamaban Los Vaqueros Rockeros, un nombre que les colocaría, sin duda, junto a los grandes frikis como Las Monjitas del Jeep, Luixi Toledo, Venancio o El Pelos y los Marus o Mecano. Su repertorio no era gran cosa, pues hacían versiones del Dúo Dinámico y de los primeros discos de Karina. Las clavaban, eso sí, pero resultaba raro ver a esos rudos muchachotes cantando esas cosas.

El día que llegué yo, todo cambió. Yo no hacía versiones (eran otros tiempos, claro), sino mis propias canciones (a ver si alguien pica y visita WolffoMusic) y ellos admiraban lo bien que me quedaban las camisas blancas.

Eran cuatro desastres, así que pillé por banda a John Fogerty, que entonces se hacía Johnny Fogg y le dije:

- Hazte country

Y se hizo. Le aconsejé ponerse camisas de cuadros y dejarse un corte de pelo modelo príncipe valiente, para que la gente no se fijara demassiado en la música y le criticaran el aspecto.

- ¿Me darás tus pantalones?

Y se los di. Al principio, se llevó un disgusto porque creía que el abultamiento de la entrepierna era un extra de los pantalones, pero se acostumbró a vivir con la dura realidad: Wolffo los tiene más gordos.

Le regalé una canción, la que encabeza este artículo, y le dije:

- Copia esta canción todo el rato y le vas cambiando la letra y la velocidad y ya verás qué repertorio más majo te queda.

Y así lo hizo

- No dejes que esos tres hablen en las entrevistas y tú... habla más bien poco, colega, cuanto más desconocido sea tu rubro intelectual, mejor, créeme.

Y así fue.”

Algo me dijo que había terminado de hablar, porque cuando desperté, se oían dos cosas: a Wolffo jadeando mientras me poseía por decimocuarta vez y allí fuera, todo era poesía: junto a los siempreverdes y los campos de maíz, mientras una pandilla de niños negros esnifaba pegamento, los Creedence se lo pasaban en grande metiéndole por el culo a una vaca lo que parecía ser una litrona de Budweiser muy agitada, y el mundo seguía su curso...