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(cuelgo este video que he hecho a toda, porque YouTube se oye mejor que evoca)
Me atrevo con esta maravillosa canción de Bob Dylan, versioneando la versión que sus amigos tocaron en su 30 cumpleaños en escena. Entonces, cantaban Roger McGuinn, de los Byrds, Tom Petty, Neil Young, Eric Clapton, el propio Dylan y mi amado George Harrison. Hoy sólo canto yo, eso que salís ganando. Me atrevo hasta a imitar los solos de guitarra de Clapton y Young, le añado mi inevitable soplido a la armónica de MI y unas armonías vocales que me han quedado de lo más pintonas, aunque esté mal que yo lo diga. La canción es, sencillamente, formidable y la letra, una de las grandes del más grande letrista, en mi opinión. Te aconsejo, si entiendes un poquito de inglés, que la escuches leyendo la letra, verás qué maravilla. Es larga, pero verás que se escucha sin exigirte nada y se disfruta, muy fácilmente su estructura uniforme de 8 estrofas, 8, si el tiempo y la autoridad lo permiten. Dedico esta canción, porque sé que le gusta, con todo el cariño que soy capaz de hacerlo a mi querido amigo Buch, que cumplió años hace poco y no tuve el detalle de felicitarle. Espero que no te vengues olvidando que tu ahijada se va a Suiza dentro de dos semanas, porque cuenta con que su padrino le unte bien. Un abrazo, viejo amigo. Y felicidades, claro.
El día que me encontré con June, diez años después, tuve la sensación de que el tiempo se había detenido y de que mi mundo, desordenado y caótico en la última década, pero inactivo, entraba de nuevo en erupción. Así que, después de los saludos rituales y de los caray cuánto tiempo y todo eso, le dije:
- ¿Sabes, June? Tengo la sensación de que al tiempo se ha detenido y de que mi mundo, desordenado y caótico en la última década, pero inactivo, entra de nuevo en erupción.
Ella me miró ladeando la cabeza y, con una sonrisa conocida, acercó su mano a mi mentón, lo acarició un poco y sus dedos agarraron mi oreja.
- Caray, es verdad... el tiempo parece haberse detenido: hacía tiempo que no escuchaba un tópico tan elaborado.
Sí. Y si soy el Rey de los Tópicos, ¿qué pasa? Soy Nobili Strangelo, el último de los Strangelo de Odesa, la ciudad estado escondida en medio del Ignoto Mar Menor.
Sitúense, damas y caballeros. El Mar Menor, como todo el mundo sabe, se divide en cuatro mares: El Habitual, el Veraniego, el Cadencioso, el Oblicuo y el Ignoto. Son cinco, porque el Ignoto, como su propio nombre indica, no entra en los rankings. Y es ignoto, además.
Pues bien, en mitad de este mar ajeno, donde sus aguas se vuelven para no volver, allí, detrás de la Playa Más Fea del Mundo, justo detrás de la la montañita más desgraciada que existe, se alza, orgullosa, la ciudad de Odesa, donde los Strangelo (pronúnciese “estrányelo”) hemos pululado a nuestro antojo y gobernado despótica e injustamente los últimos cuatro siglos.
Mi padre, y el padre de mi padre, y el padre del padre de mi padre y así, han sido gobernantes caprichosos y mendaces, prohombres sin sentido alguno de la medida, el ridículo o la justicia. Hombres carentes de piedad e inteligencia, memos de estado cortos de miras, abortos de políticos, mequetrefes de cojones dudosos y reyes absolutos de mi pobre ciudad. Durante años, la única preocupación de mis ancestros fue encontrar una muchacha de caderas prominentes y pechos abundantes, capaces de parir y alimentar a la siguiente y lamentable generación. Así fue durante años. La población de Odesa, ignota como su mar y endogámica como los más endogámicos que puedas imaginar, está formada, a partes iguales, por cretinos integrales y mamarrachos disciplinados (parecido al resto de España, vamos) y así, ignorantes e ignorados, se reproducen y viven felices en su idiocia. El sueño de todos es ser padres de una muchacha culona y tetoncilla, que sea capaz de atraer al siguiente príncipe Strangelo. Porque los Strangelo debemos maridar con moza gentil y odesana.
Yo fui el último en nacer así. Mi madre... no soy capaz de recordarla, pues no creo que haya hablado con ella ni una sola vez en mi vida. Desde adolescente viví, eso sí, rodeado de mujeres que se peleaban por agradarme y servirme. Y por satisfacerme.
No tuve hermanos. Mi abuelo y mi padre, recién ascendido éste al trono por abdicación de aquél (abdicación que se produjo con una pistola en el pecho sujetada por mi padre, que estaba cansado de ser el heredero eterno), murieron juntos en un accidente aéreo. Resulta que estaban un día subidos a la torre del castillo, pedos perdidos, cantando a voz en cuello canciones de Raphael y yo les empujé, con la mala suerte de que se cayeron hacia el lado de fuera. La torre daba a un encantador acantilado. Era una caída de 250 metros, pero en la caída no les pasó nada, de verdad, porque yo les oí gritar todo el rato, lo que indica que, mientras caían, estaban vivos. Lo malo fue cuando terminó la caída, que se dieron un golpe tremendo contra las rocas del suelo, no sobreviviendo ninguno de ellos. Es como hacer deporte. No es malo, en sí, lo malo es cuando lo dejas, que engordas. Pues lo mismo cayendo. No te mueres cayendo. Te mueres cuando la caída termina.
Soy, pues, el final de una dinastía, la última esperanza estrangelina. El cabo suelto que nadie ató. Sin padre ni abuelo que me diera la brasa, fui libre y cometí lo que los historiadores de Odesa, la ciudad estado escondida en medio del Ignoto Mar Menor, llamarían un día, asaz periodísticamente, el Error Nobili: contraté una conexión ADSL con Cableuropa, ONO, Murcia, España.
Eh... que no tengo quejas con mi proveedor de internet, por favor, que no se molesten el presidente y el cuadro directivo de ONO, habituales lectores de esta página, y grandes amigos (un saludo, chavalotes) sino que el Error Nobili, fue la conexión con el exterior.
Pero a mí me molaba internet. Podía ver porno, piratear música y pelis... y chatear. Me enganché a un foro de Gran Hermano y a cosas de esas de elfos y hadas y tunantes y homosexuales y un día, se me abrió una ventanita en el ordenador que decía: “June quiere hablar contigo”.
Hablé con ella, claro. June escribía mejor que nadie que yo hubiera conocido jamás. Su literatura tenía una cualidad sexual que para mí era un potente afrodisiaco. Siempre que la leía, ustedes disculparán, pero acababa empalmado como un demonio. A veces escribía relatos eróticos, pero otras, simplemente escribía sobre la tierra, la luna, los pajaritos y las abejas, pero a mí me daba igual: acababa con una enorme erección (no había dicho todavía que tengo un falo formidable, ¿verdad? pues que todo el mundo lo sepa: es asombroso).
Convencí a June para que viniera a verme, lo cual fue realmente difícil: ella, que era de la zona, no había oído hablar nunca del Ignoto Mar Menor. Miento: sí había oído hablar de él, pero en forma de mito, como si dijéramos, tipo el abominable hombre de las nieves, o la chica de la curva, lo que los cursis de hoy llamarían leyenda urbana. Pero le di instrucciones precisas para que llegara a mi ciudad y ella accedió. Y llegó. No era lista, la tía...
No podía permitir que mis súbditos supieran que planeaba verme con una mujer del exterior, así que yo mismo fui a recogerla a la Playa Más Fea del Mundo en mitad de la noche y la llevé a mi castillo y la amé 7 veces por la noche y dos más por la mañana.
- Escóndete, cielo, y no me des mucho la paliza; si necesitas comer, ahí tienes una despensa bien nutrida, pero que no te vea nadie. Si eres buena y te quedas calladita, esta noche te amaré 8 veces.
Y ella se lo tomó mal. Me dijo que no sabía nada de mujeres. Y más cosas. Pero no las voy a decir aquí, porque, ¿qué pensaríais de mí?
Huyó, claro.
Pasé los últimos diez años buscándola, intentando encontrarla entre las piernas de otras amantes, en los gemidos de otras, en los pechos de otras, en los orgasmos de las demás; traté de rememorar el sabor de los besos de aquella noche única en todos los sentidos. En el de la vista, pues jamás existió mujer más hermosa que ella desnuda; el del tacto, pues mis manos nunca tocarán pechos como los suyos; como mi lengua, que jamás escrutó paredes más sabrosas que las de su boca; o el aroma inconfundible de su siempre acogedor sexo. O el sonido inolvidable de sus gemidos de placer.
Jamás la encontré, claro, hasta aquel día en que el destino nos hizo tropezar en la presentación del libro de un amigo común. Quiero decir que no era un gran amigo, ni suyo ni mío, era un amigo muy común, muy del montón.
Aunque June estaba diez años mayor que la última vez que la vi, traté inútilmente, de conquistarla con ese apestoso tópico:
- Parece que el tiempo se ha detenido...
Y es que las cosas son, de común, más sencillas, lógicas y obvias de lo que nos empeñamos en pensar. El tiempo pasa y, afortunadamente, nos deja su huella a cada segundo. Sólo los necios intentan esquivar su inexorable goteo. Sólo un idiota puede pensar que es más joven porque tiene más ilusión, o porque tiene menos barriga, o arrugas; sólo un bobo puede pretender ser más joven de lo que es, del mismo modo que una piedra no puede pretender ser pezón, por más bonita que se ponga. Y, estirando a fondo el argumento, sólo el que tenga por cerebro un conjunto vacío puede asumir que es más joven de lo que es, y pensar que eso es mejor que no serlo.
Sólo un imbécil como yo. Nobili Strangelo, el último eslabón de una cadena corrupta, puede pensar que es bueno conservarse y decirlo en voz alta.
Sólo June podía contestar así:
- Caray, es verdad... el tiempo parece haberse detenido: hacía tiempo que no escuchaba un tópico tan tonto y elaborado. Sólo tú podías hablar así.
(un poco cabrona sí que eres, ¿eh...?)