More than words
Existe el tópico de que los grupos heavies escriben las mejores baladas. Suelen ser canciones barrocas, recargadísimas, con delirios vocales y guitarreros, con demasiada virguería para parecer natural: no me gustan, vaya. Con esta canción de Extreme ocurre algo distinto. Resulta que tiene una guitarra acústica y dos voces. Punto. Máxima sencillez, absoluta belleza. Me atrevo con ella porque la canción me flipa, pero soy consciente de que la jodo en colorines. Anyway, está hecha en dos tomas. En la primera, la guitarra y la voz principal. En la segunda, la armonía vocal y golpecitos en la guitarra, porque no supe estarme quieto. Si no conoces esta canción, una de dos: o no vives en este planeta, o nunca te ha pillado la variadísima selección musical de M80 o KissFM. Si cualquiera de estos es tu caso, busca la original y píllala, verás qué temazo.
"Soy el que ya no te busca, el que ya no te llama, o eso es lo que tú crees. En realidad, soy el que te llama todo el rato, pero tú ya no oyes mi voz. O eso creo yo, porque a lo mejor sí que me oyes, pero no quieres que sepa que me estás oyendo y así, cansado de llamarte y no encontarte, retire mi insistente y enervante acoso a tu castillo.
Te acoso porque te necesito, porque vibro entre tus piernas, y tú crees que quiero desahogarme, que quiero calmar mi deseo, y eso es todo; pero no, que va, eso no es todo, cielo, correrme no es nada, correrme es vaciarme y lo que yo quiero es llenarme y sé que cuando entro en ti, el que se llena soy yo.
Es mi amor un florilegio absurdo que no te sirve ni para presumir, pues no puedes mostrarlo sin parecer rara; es mi deseo un inconveniente para que seamos sencillamente amigos, porque, lo sabes tú y lo sé yo, jamás podré abrazarte como amigo y siempre buscaré volver a oírte suspirar.
Por mucho que me esfuerce, por grande que sea el empeño que pongas, no te acordarás del héroe divino que te hizo llorar de placer, sino del que lloraba patético y desnortado suplicándote un poco de atención, un poco de roce. El héroe lo fue por más tiempo, pero el imbécil fue el último y en él me he convertido a tus ojos. Tus ojos bellos y ciegos, mi amor, tus ojos bellos y ciegos."
Ignatius escribió estos párrafos en su carta de despedida a Sureña Sincetas, el gran amor de su vida, y el efecto de esta carta sobre su amada fue nulo: aquél día, Carmen Sajero, cartera eventual, pintora intentándolo y preciosa, tenía la cartera de la Vespa irregularmente llena con el pollo que había comprado en horas de trabajo, aprovechando que su ruta pasaba por Manolo’s, el pollero guapo que le miraba el culo y bromeaba con ella siempre que iba a comprar. Bueno, el caso es que metió el pollo en su cartera y la carta de Ignatius quedó atrapada y no sólo atrapada: el pollo, que era bastante fresco (Manolo es un pollero honrado), dejó escapar restos líquidos sanguinolientos que traspasaron el papel que lo envolvía e impregnaron la carta dirigida a Sureña Sincetas que, oh, providencia, se quedó adosada al pollo y el destino del amor de Ignatius quedó ligado al de un pollo preparado para asar de Manolo’s.
Durante varios días esperó Ignatius respuesta a su carta. Sólo he reproducido aquí unos párrafos, porque el resto eran de índole personal e íntima en exceso, pero os puedo asegurar que, en términos literarios, amatorios e incluso jurídicos, era una carta que te cagas, o sea. El hecho de que Sureña no le contestara sumió a Ignatius en un desánimo que podíamos calificar de bastante desanimado, tirando a desanimado que te pedes, pero limitándose a sumirle en el desánimo, sin que el desánimo le cubriera del todo; le llegaba el desánimo hasta el cuello, pongamos, así que respiraba bastante animado, pero su corazón, sin embargo latía desanimado. Anímicamente, podíamos decir, no estaba del todo hundido, por lo tanto.
La carta no llegó, claro, porque cuando Carmen terminó su ronda no advirtió que la carta estaba pegada a su pollo. Llegó a casa y congeló el pollo, con la carta pegada, claro.
Una semana después, Carmen se prepara para preparar la cena. Esa noche va a tener invitados y, no me digáis porqué, pero el pollo asado de Carmen era famoso en su ciudad sureña. En realidad, todos sus asados tenían cierta fama, y ella misma era considerada la reina local del asado. Al parecer, uno de los trucos de Carmen era cortar un tomate en cuatro gajos y ponerlo encima de la carne que fuera (pollo, cordero, la que fuera) y dejar que soltara su juguillo sobre la carne. Luego lo tiraba, pero el tomate había dejado allí su saborcillo. Podéis probarlo, es un truco genial.
Bueno, Carmen saca el pollo ya descongelado del papel y es entonces cuando se da cuenta de que hay una carta ahí pegada. Lo que le llama la atención de la carta es que es una carta de las de antes: caligrafiada y personal. Una rareza en estos días. Y una putada. Resulta que es una carta que merecía ser entregada, mucho más que las demás, pero no la puede entregar, porque está hecha una birria, toda empapada de sangre de pollo y tal... Y necesita su trabajo y no puede permitir que una queja la deje sin curro. El caso es que la caligrafía le llama la atención. Es inusualmente cuidada. Mira el remite y no le dice nada. Sólo pone: “Soy yo, claro”. Bueno, como tiene prisa, porque sus amigos van a llegar, aparta la carta y la lleva a su dormitorio, donde espera poder leerla cuando se seque.
A Ignatius no le apetece demasiado salir esa noche, pero sus amigos, Listillo y Pizpireta, insisten en que les acompañe, que van a casa de una amiga que es artista y simpatiquísima. Odia que le intenten emparejar, porque, en su experiencia, las mujeres que los demás juzgan adecuadas para él suelen ser horriblemente inadecuadas.
Cuando Ignatius, Listillo y Pizpireta llegan a casa de Carmen comentan, en seguida, lo maravillosamente que huele ese asado
- Ese asado huele maravillosamente – dice Ignatius
- Oh, sí, maravillosamente – confirma Listillo
- Sí, desde luego, maraviyosamente – dice Pizpireta
Y todos la miran lamentando la pésima instrucción ortográfica que ha recibido Pizpi, pero nadie le dice nada, porque es muy violento decirle a una imbécil que pronuncia con faltas de ortografía.
La cena se desarrolla divinamente para todos excepto para Pizpi, para quien se ha desarroyado dibinamente. Ignatius reconoce que se había equivocado y que Carmen sería una mujer adecuadísima si no fuera porque está enamorado hasta los huevos, perdón, huesos, de Sureña Sincetas. Pero Carmen le cae de lujo, se ríen un montón.
Listillo propone un juego, bastante idiota, de esos pseudopsicológicos, en los que tienes que escribir palabras y se supone que cuando se piensa en una herramienta y un color todos escriben martillo rojo y cosas así. Pizpireta se sorprende de lo aburrido que es el juego. Ignatius, que está de acuerdo por primera vez en la noche con Pizpi, se sorprende de lo simpática y guapa que es Carmen y de lo poco que le apetece acostarse con ella, porque al lado de su Sureña, todo languidece. Listillo se sorprende de que Pizpi no cometa faltas al escribir y es verdad: escribe cojonudamente, pero pronuncia con mogoyón de faltas. Y a Carmen lo que le sorprende es lo muchísimo que se parece la letra de Ignatius a la de la carta que tiene en su mesita de noche, manchada de sangre de pollo.
Carmen se disculpa y dice que va al baño, pero antes pasa por su mesita de noche y se lleva la carta, para leerla a escondidas. A ella le ha caído genial también Ignatius y quiere saber qué cosas escribe este señor tan simpático por carta.
Mientras, en la mesa, la juerga se apaga. Pizpi quería que iciesen halgo distinto y Listillo empezó a bostezar y a rascarse el paquete.
- No me reféria a heso
- Oh...
- Ah...
(silencio bastante incómodo)
Vuelve Carmen con el rostro encendido. La carta en la que Ignatius se lamenta ante su ex-amada del final de su relación la ha enamorado por completo. Alguien capaz de escribir así, piensa, tiene que follar genial (ya se sabe que los artistas son un poco bastos). De modo que se las ingenia para echar con cajas destempladas a Listillo y Pizpireta y se queda a solas con Ignatius.
Hablan durante una hora y la cosa está que arde. Conectan de manera maravillosa. Todo parece muy fácil entre ellos. Se hablan con una intimidad desconocida para ambos y se ríen muchísimo.
Carmen lo ve claro: lo natural es que tengan sexo. Buen sexo.
Ignatius ni se lo plantea.
Carmen ataca, pero pilla tan de sorpresa a Ignatius, que aprovecha su boca abierta por la estupefacción para meterle la lengua hasta la campanilla.
- No, no, no... no puedo, lo siento, no pensaba que querías eso... lo siento, estoy enamorado de otra persona
- Lo sé...
- ¿...?
Y Carmen le enseña la carta.
- ¿Qué... qué hace esa carta aquí...?
Carmen se lo cuenta. Ignatius escucha entre dolorido y atontado la absurda peripecia de su misiva y se levanta para marcharse.
- No te vayas. Quiero poseer, quiero que me posea el hombre que escribe estas palabras.
Ignatius la mira extrañado, escandalizado, desubicado.
- No... No, mujer. Eso que has leído, son palabras, nada más que palabras... - se da la vuelta, abre la puerta, sale y antes de cerrar, asoma un poco la cabeza para insistir- ese no soy yo, son sólo mis palabras, nada más que palabras.
Cierra la puerta y, atrapado en un un terremoto de lágrimas que no quiere que nadie vea, se va.
Y Carmen supo, desde el principio, que aquello no era verdad.
Aquello sí que era auténtico. Era algo más.
Más que palabras. Mucho más.