domingo, diciembre 24, 2006

¡Feliz Navidad! ¡Felices días!

Vincent (Starry, starry night)



Me fastidia muchísimo que la relación música moderna/Vincent Van Gogh acabe llevándosela ese grupito de retrasados mentales que se hacen llamar La oreja de su putamadre. Sobre todo existiendo esta absolutamente maravillosa canción del incomparable Don McLean (el autor de esa otra obra maestra llamada American Pie, que nadie la confunda, por favor, con la peli). Buscad la original (o pedírmela, que os hago llegar) porque es impresionantemente bella. En esta versión mía, para darle mayor naturalidad, he grabado en una pista, al aire, de una vez, voz y guitarra; hay fallos, pero son mis fallos y los asumo. Como no tengo a mano un cuarteto de cuerda, ni un pianito mísero, me limito a doblar la guitarra acústica en otra pista, en la que toco también un poquito la armónica. El resultado es lo más parecido a escucharme en directo. Aunque no es, estrictamente, una canción de navidad, yo siempre la tenido por tal. Con ella, me gustaría felicitaros la navidad a todos los que tenéis la amabilidad de pasar una y otra vez por este rincón. Por supuesto, sin vosotros, no sería nada. Besos y abrazos a todo el mundo, Feliz Navidad y un 2007 lleno de lo mejor que se os ocurra.


Tendríais que venir a mi casa esta Navidad. Viene un montón de gente y hay un ambientazo terrible. Santa no es tan idiota como parece, de verdad. Es un buen tipo, yo, que le conozco, he conversado con él largo y tendido sobre temas profundos como el sentido de la navidad, la trascendecia de la vida o porqué a los españoles les cuesta tanto conducir por el carril de la derecha. No os voy a engañar, tampoco es un tío que te deje helado con su clarividencia, pero bueno, puedes escuchar su discurso sin sonrojarte, aunque a veces me cueste seguir el hilo de su pensamiento. Santa, normalmente, viene, se queda en una esquina, hace ho-ho-ho, le revuelve el pelo a los niños y no decepciona, generalmente. Su bonhomía es cierta, en serio, es un tipo simpático

El calvo es otra cosa. Me refiero al de la lotería. Mira tú que es un advenedizo. Y que su mérito es bien poco: tener una cara interesante y que le visten y le maquillan bien. Pero sé de buena tinta que el secreto de su acting estaba en no entender ni una palabra de lo que está pasando. De ahí su aire ausente, es incapaz de entender el pollo que se monta en España con eso de la lotería y las participaciones y todo eso. Vale, el tío triunfó, sí, y de hecho, ya ves, yo le invito todos los años, pero tampoco es para morirse, no hace falta que venga en ese plan, porque este año ni siquiera ha anunciado la lotería. Este año no tocaba.

Mira, sin embargo, a Ramón García. Sigue con esa cara de simplón simpaticote, aunque este año, por fortuna, no haya venido con Anita, que, por lo visto, no ha digerido bien el chasco que se ha llevado con su serie que era buenísima, creo. Ramón viene con su capa española, sí, pero no apabulla como el calvo, él te sonríe y te dice mira como mola mi capa, ¿quieres meterte dentro y le damos un susto a Baltasar? Y bueno, aunque esa no sea exactamente tu idea de diversión en una fiesta, siempre consigue un halo de buen rollito a su alrededor.

Aunque el que triunfa siempre en casa es Jimmy Stewart, y eso que el tío sigue viniendo en blanco y negro. Mira que hizo pelis en color el tío, pero nada, él dice que su pesonaje navideño es el de George Bailey y viene siempre así, en blanco y negro, con barba de dor días, pero con sombrero y todo, con un traje años 40 con la corbata floja y una sonrisa que me hace temblar, si quieres que te diga la verdad. Simpatiquísimo, Jimmy, si quieres saberlo, con los niños y con las viejas, que al pobre le dan la noche todos los años, llenándole de babas.

María suele ponerse un poco pelma con lo de que le despertamos al niño y nos hace bajar la música, nos dice que no nos riamos tan alto... y trae frito al pobre José que, entre nosotros, es un poco calzonazos: porque, hombre, alguna vez podría dar un puñetazo en la mesa, o poner el pie en la pared y decir ya está bien, Mari, no seas pelma, bonita, me estoy tomando una copa con los colegas... Pero no, nunca da una voz, no pone una cara mala ni nada. Se limita a decir, sí cariño, y nos mira como diciendo, es un poco dura sí, pero por la noche... como si no supiéramos todos que con María el sexo es una entelequia. El pringao del Jose.

Raphael, de momento, está calladito, gracias a dios. Está junto a la chimenea, calladito, con su copa de champán y ese aire de muñeco de cera que adopta a veces para que todos admiremos lo bien que le han dejado en su último estiramiento de pellejo. Yo, mientras no nos intente animar cantando el tamborilero, como si se cree Kim Novak. Veo, con horror, que JuanCar se aclara la garganta y se prepara para su discursito, a ver si le convenzo para que lo haga desde la cocina, con la excusa de que hay una webcam y así le verán también y le escucharán en la fiestas espejo que estamos dando en Buenos Aires, Nueva Dehli, Cicely (Alaska), Johanesburgo y Sidney. Qué pesao se pone el rey, ¿eh? Alguien debería decirle algo, es aburridísimo el tío, y todo el mundo con que si es campechano y todo eso, caray.

Pero, haga l que haga, venga quien vanga, las estrellas de mi fiesta de Navidad son, siempre, los tres magníficos, Melchor, Gaspar y Baltasar, y mira que son tontos. Pero la gente, oye, que les quiere. Os voy a decir algo, yo, porque traen regalos, que si no, les iban a dar mucho por culo (eh, paje, no tengas esto en cuenta, es lo que llamamos una licencia literaria). Lo siento, de verdad, pero no puedo con estos tres pelmazos. Melchor es insoportable, y ahora le ha dado por lo de salvar el planeta, todo el rato dando la brasa con el cambio climático (cuando llueve, cuando hay sequía, cuando hace calor, cuando hace frío... toooodo es el cambio climático) y que si a ver el planeta que les dejamos a nuestros hijos. De verdad, un pelmazo de primera categoría.

Gaspar, otro membrillo. Resulta que ha salido del armario. Y piensa que por ese hecho toooodos tenemos que besar el suelo que pisa. Vale, tío, eres gay, pero eso no te salva de ser un gilipollas de perfecta factura. Eras tonto antes de saber que eras homo y sigues siéndolo ahora, no me des la tabarra con que si vas a vestirte de reina maga el año que viene, porque me la trae floja, pero no creo que a tu público le haga demasiada gracia. Gaspar, ¿sabes lo que pienso siempre que te nombro? Que qué padres más cabrones tenías, porque mira que es feo Gaspar... es como mi hermano, Mariano. ¿A quién se le ocurre llamarle a un bebé Gaspar o Mariano? La gente que se llama así tendría que nacer ya con 33 años por lo menos.

Y Baltasar. Desde hace un tiempo está en plan minoría étnica, ya sabes... Oh, no soy el negrito, soy un hermano de color. ¿Hermano de quién y de qué color? Su reivindicación para el año que viene es que Melchor y Gaspara se afeiten la barba (y las piernas en el caso de la reina G.) y sea él el que vaya en primer lugar y con una regia barba blanca.
- Pero tu barba es rizada y negra como el sobaco un grillo...
- ¿Quieres decir que por ser negro no puedo llevar una barba de rey blanco?
Así todo el día, de verdad, peor que un dolor de muelas. Esto de las navidades laicas se está poniendo de lo peor.

Así que yo, siempre acabo borracho, del bracete de Jimmy Stewart, Santa Claus y Ramón García, cantándole a las estrellas de Valdemorillo que, por si no lo sabíais, tiene el cielo nocturno más bonito de todo el mundo.

Y es después de un rato de cantar a voz en cuello con los amigos, viendo subir el aliento en forma de volutas hacia las estrellas, después de sentir cómo se apagan las risas y el sabor de la amistad, cuando entiendo el verdadero sentido de la navidad.

Soy de esos. Me gusta la navidad. Puede que a ti te parezca una fiesta consumista o religiosa o lo que sea. A mí me gusta. Y me gusta desearte felicidad.

Feliz Navidad a todos, amigos.

Vovemos en 2007.

domingo, diciembre 17, 2006

Algo entre ella y el cielo.

Baby, it's you (the Sha-la-la song)



Nena, eres tú, dice John Lennon y yo, que no soy nena, imagino como debió sentirse alguna nena si John se lo susurró al oído. Esta es la típica canción de grupo vocal femenino de la Tamla Motown (como Please, Mr. Postman y tantas otras) que los Beatles, con dos guitarras, un bajo, batería y tres voces hicieron de forma magistral. Si tienes oportunidad, escucha la versión de los Beatles con unos buenos auriculares (mejor de los grandes, los que antes llamábamos "cascos") a buen volumen y estoy seguro de que te va a estremecer el vibrato único que Lennon aplica a esta canción. Esta es la típica canción sencilla, simple, si quieres, que a mí me vuelve loco. Prefiero mil veces oír un te quiero bien dicho que un cielos rojos con caballos trágicos corren por mis venas. Soy así de simplón. Y esta canción dice algo bestial: No es porque sonrías o beses como nadie; me da igual lo que digan de ti; me tienes loco por ser como eres, por ser quien eres. Y eso es lo mágico de todo el asunto. En esta versión mía, sacada de la de los 4 de Liverpool, introduzco algunas variantes. La guitarra eléctrica la uso, casi como un elemento de percusión y se escucha más la púa (ese rrraaccc...rrraaccc... que se oye) que los acordes. A cambio, le doy más presencia a la guitarra acústica que, además de soportar en su rasgueo toda la canción, protagoniza el solo de la canción. Un solo sencillo y precioso, de los típicos de George Harrison. El juego de voces es el mismo que hacían Paul y George, salvando las insalvables distancias. Quiero dedicar este tema a mi querido amigo Bertie, un cockney nacido Madrid que (cada uno se tortura como le da la gana) me lee siempre y, con cada post que publico, me manda un cariñoso e-mail comentando el escrito y contándome cosas de Londres. No sé si vives en el East End, exactamente, ni si tienes acento de londinense castizo, pero me encanta decir que tengo un amigo cockney. Un abrazo, amigo mío.

Detrás de cada puerta.

Al doblar cada esquina.

En todas las calles de su ciudad.

Acechando en los cielos múltiples de los sueños, ella siempre le miraba con ojos probables.

Cuando se enamoraba, él era así: creía que todo lo que hacía, hasta lo más nimio, tenía que ser aprobado por ella. E imaginaba una suerte de ventanuco recreado y flotante en el espacio, como el triángulo del ojo de dios de cuando niños, que vigilaba sus pasos. Todos sus actos.

Por eso, cuando Heaven Bacon (que podría traducirse, si los nombres se tradujeran, por tocinito de cielo) estaba enamorado, no parecía un idiota, como casi todo el mundo; era el tipo más agradable, simpático y bienintencionado del mundo. Y todo el mundo quería a Heaven.

Mira cómo compra Heaven el peródico. Parace que, en lugar ir andando a trabajar, esté rodando una escena cotidiana de un musical y flota por las calles, las domina, reina en las aceras y entre los coches, con movimientos ligeros y elegantes, un poco amanerados, sí, pero todo parece fluir en perfecta armonía.

Heaven llega a su oficina y coquetea con la secretaria lo justo para resultar galante, pero no ligón; se detiene en el almacén y confraterniza con los mozos y los mensajeros, pero no poniéndose a su altura, sino siendo elegantemente paternalista, distantemente cariñoso, como el duque inglés que habla con los que le cuidan a sus perros. Y todos le sonríen, porque Heaven, puestos a ser agradables, es todo un campeón.

- Heaven, colega, el boss quiere verte.

- ¿A mí...?

- Sí, a solas; espero que sea el ascenso que esperas, macho. Suerte...

Heaven recorre el pasillo como flotando. Si le dan ese ascenso, si le hacen director de zona, muchas cosas van a cambiar. Su coche, por ejemplo; la plaza del garaje que ahora ocupa el utilitario con ínfulas de deportivo que tiene y que ella considerará que a sus 48 empieza a parecer ridículo, pasará a ser ocupada por una elegante berlina bien equipada, turbodiésel, una que le guste a ella, nada estridente, claro, pero ingeniería alemana, nada de tecnología japonesa. Lo coreano, ni siquiera lo contempla, por supuesto...

Su piso está bien; para un soltero –a su pesar- como él, un piso en la zona tranquila de la ciudad, en un barrio bueno, con vecinos discretos y agradables, es perfecto. Tiene 125 metros cuadrados y una distribución perfecta. Si ella quisiera, podría convertirlo en su nidito de amor y dejar así de tener ese aire de picadero de cuarentón golfo (intolerable, por ejemplo, el espejo del techo de su dormitorio, justo encima de su cama), y pasar a a tener, con sensibilidad y reformas femeninas, la categoría de hogar.

Ha observado que una de las marcas típicas de las reuniones familiares es la conversación acerca de las reformas; e imagina que en la familia de ella unos a otros se explican con aburridísima precisión el suelo que están poniendo, la solución genial que han encontrado para las encimeras de la cocina, el cambio radical que van a hacer en los baños o los problemas de fontanería de los pisos antiguos. Cuando se habla de estas cosas, Heaven mira con curiosidad a la cara de los que escuchan, porque no termina de creer que alguien pueda encontrar interesante una conversación acerca de tiradores o de remates. Bueno, quizá el ascenso le permita pasar, con naturalidad, a primera línea de esos debates:

- Chicos, no os imagináis las que me está haciendo pasar el capullo al que he encargado para la estantería de obra del salón...

Y todos pensarían, tal vez, que Heaven no es un cuñado tan raro; es un tipo normal. Sano, comilón, buen bebedor y follador de fin de semana, como tiene que ser.

Otra cosa que quiere hacer Heaven en cuanto sea director de zona es llevarla a ella a Londres, la ciudad que le tiene loco desde que la visitó, invitado por su amigo Bertram, Bertie, un tipo genial al que conoció en un congreso. En seguida se cayeron bien y Bertie le invitó a Londres para devolverle su hospitalidad. Londres pareció darse cuenta de que a Heaven le encantaban las ciudades-magia y, de la mano de Bertie, Londres lució como nunca antes ese fin de semana. Heaven quería compartir ella la magia del tándem Londres-Bertie.

La ropa. Esa es otra. Un vestuario completo nuevo... Heaven viste como un ser asocial, como si quisiera caerle mal al resto del mundo; esa es la impresión que se saca al ver la poca atención que presta a su aliño indumentario. Y está imaginando escenas de compra junto a ella, eligiéndole trajes de buen paño, corbatas sutiles, camisas etéreas, zapatos-guante... cuando se da de bruces con la puerta Shoyel Quemanda, el director general.

- Toc, toc... ¿se puede, señor Quemanda?

- Pase, Bacon, pase... le estaba esperando.

Heaven pasa y encuentra una especie de Clima Propicio reinando en el despacho, así que se echa sobre los hombros una chaqueta noestoynervioso, entra en el despacho, se sienta en el sillón que le ofrece el jefe y cruza con elegancia las piernas, quiero dejar claro este extremo, porque es de suma importancia: cruza sus piernas con elegancia, es decir, sin dificultad y componiendo una figura agradable de ver.

- ¿Sabe lo que es esto...? - le dice Shoyel mientras le acerca un papel con membrete de la empresa, pero sin acabar de dárselo a Heaven.

- ¿Un memo? ¿Un informe...? – dida Heaven

- Un informe, sí, Bacon, justamente. En él se espicifica quién debe ser, a juicio del director cesante y del mío propio, el próximo director de Europa Sur – mientras dice esto, blande el informe ante las narices de Heaven, pero no termina de dárselo. - ¿Ve el nombre que figura ahí debajo, donde dice “Recomendación final?”

- (si no dejas de mover el puto papelito, piensa Heaven, no lo veré, cretino) Vaya... pues no lo veo...

- Coja el papel, por el amor de dios, Bacon, no sea usted pardillo...

- (pardillo lo será tu padre, viejo del demonio) Ja, ha, ja... como es usted, Señor Quemanda...

Heaven pilla el papelito y ve, efectivamente, su nombre claramente escrito en letras de molde: HEAVEN BACON. Por un momento, la expresión letras de molde le hace pensar en un sandwich relleno con las letras de su nombre, pero desecha ese pensamiento estúpido y se centra en lo que importa. El ascenso.

- Caray, es mi nombre, señor Quemanda

- Ciertamente, Bacon, ciertamente. Va a ser usted el próximo director para Europa Sur de Tapicerías y Enjuagues Lexington. Felicidades.

Después de brindar con unas mirindas (Shoyel Quemanda no bebe) y darle torpemente la mano a su jefe en un gesto de compañerismo terriblemente forzado, Heaven sale de allí feliz. Nuevo puesto. Más sueldo. Un despacho individual con mesa de madera. Una tarjeta de las buenas. Y el piso como a ella le guste. El coche que ella escoja, siempre que sea alemán, ese punto es irrenunciable. Viajarán a Londres juntos, en una especie de luna de miel oficiosa, y le presentará al gran Bertie, su amigo. Ella le elegirá los mejores trajes, las corbatas más bonitas, y espera que no le compre un jersey de pico rosita de esos que les gustan a las mujeres para los domingos, pero si ella lo compra, bueno se lo pondrá, incluso sobre los hombros, si eso le hace feliz; caray, qué cantidad de buenas noticias para ella.

Se va a poner contentísima de saber lo mucho que van a cambiar las cosas. De lo felices que van a ser.

Tiene que llamarla y contárselo todo. Sin dejarse detalle alguno.

Y todo eso, estoy seguro, sucederá cuando Heaven Bacon conozca a la mujer que sea capaz de enamorarle.

Y quizá entonces, cuando la conozca y le ofrezca todas esas cosas, a lo mejor ella le pregunta:

- ¿Es por mi forma de sonreír, es por mis besos, es pòr lo que dicen de mí?

Y puede que le oigas contestar:

- No mujer, no es por nada que tú tengas o por lo que digan que seas... nena, eres tú.

lunes, diciembre 11, 2006

Wolfillo de barrio

No es extraño que tú estés loca por mí



Dios, Burning, nada menos, los reyes del rocanrol en Madrid. Burning tuvo una época gloriosa, que precedió a la llamada movida, y que salvó a esta ciudad de la quema con tres discos sensacionales: Madrid (1978), El fin de la Década (1979) y Bulevar (1980), de donde extraigo esta maravilla para versionear. El núcleo de Burning lo formaban Toño, el bocas, Pepe Risi a la guitarra (¡salve!) y Johnny al piano y los teclados, éste, el único que sobrevive hoy. Burning eran un grupazo de La Elipa, barrio urbano donde los haya, que marcó con una pátina de macarras de billar de buen corazón a la banda. De Pepe Risi escribió Sabino Méndez (el verdadero artífice de Loquillo y los Trogloditas y hoy novelista de cierta relevancia) en su canción Madrid: "Dile a Pepe Risi que ya puede sonreír: él mató el silencio en las calles de Madrid". Y es una gran verdad, aunque yo extendería el elogio a la banda, no sólo al extraordinario guitarra con su Les Paul negra colgando. En esta versión mía, no pongo nada de teclas, así que toco el bajo, la lleno de guitarras (he grabado 4 pistas) y pongo una armónica que apenas se oye, porque está tocada por debajo, haciendole la cama al conjunto, sin dibujos. Aunque yo había oído las canciones más conocidas de Burning, fue mi viejo amigo Javi, El Rubio, quien me sumergió en este grupo bestial. Recuerdo que discutíamos mucho sobre música, porque él tenía (y tiene, seguramente) gustos más rockeros que los míos, más melódicos, pero Burning era uno de esos sitios donde los dos nos sentíamos cómodos. He impostado mucho la voz para parecer el chulito madrileño de barrio que nunca fui, pero que, os lo juro, me hubiera encantado ser. Por supuesto, este tema se lo dedico, con todo el alma a mi gran amigo Javi, El Rubio. ¿Unos botellines?

Wolffo, el lobo solitario y golfillo era un adorable quinqui. Recorría el descampado que atravesaba, como una herida, la vía muerta del tren, sin dejar caer la pelota de béisbol que gopeaba, con habilidad de prestidigitador con los pies, las rodillas, la cabeza y los hombros en un malabarismo eficaz y vistoso que nadie había visto nunca. O sea que, en realidad, ni era tan eficaz ni tan vistoso.

Wolffo era uno de esos. A los dieciséis años se buscaba la vida trabajando como aprendiz de peluquero en Venancio’s, la barbería del barrio, que era de esas que aún tenía dos pirulís tricolor flanqueando la entrada. Venancio’s era lo que hoy se llama una Peluquería Unisex, pero el buen Venancio se negaba a llamar así a su negocio que atendía a ambos sexos por igual. Para él su peluquería era, clarísimamente, bisex, pero un sondeo rápido entre sus amistades le convenció de que no llamara así a un negocio que pretendía ser serio. En realidad, la única concesión a la modernidad que hizo Venancio fue un luminoso de color amarillo con su nombre en grandes caracteres rojos completado con un chulísimo genitivo sajón. Ese ‘s le daba al negocio el aire moderno que convenció a Wolffo a hacer un trabajo que él consideraba de maricas. Bueno, el genitivo sajón y el propio Venancio, que siempre había se había portado muy bien con su madre.

La madre de Wolffo, Fuencisla, se consumía a ojos vista entre ataques de tos terroríficos, que siempre parecían el último. Si no muere de este, pensaba Wolffo, por lo menos se desmonta. Wolffo dejaba toser a su madre, y la dejaba escupir, y luego se acercaba a ella y la abrazaba y la hacía reír con alguna gracieta de macarrilla subida de tono. Fuencisla había dejado de trabajar como oficial de peluquería en Venancio’s hacía dos años, cuando un ataque de tos especialmente virulento le hizo esputar lo que parecía un pedacito de pulmón sanguinoliento, sobre el regazo de una clienta especialmente tiquismiquis. En realidad, cualquier otro patrón habría echado a la Fuencis, al menos, tres años atrás, pero el saberla viuda de su amigo de la niñez, El Chinche, que murió en un atraco al Banco de Bilbao, cuando iba a ingresar su primera nómina como maquinista del metro, y lo bien que trabajaba, cuando la tos se lo permitía, le impidieron hacerlo. La Fuencis, además, era muy guapa y vistosona, y Venancio albergaba la esperanza de que se curaría y podría convencerla de que se casaran.

Nunca ocurrió, naturalmente. Cuando se hizo evidente que la Fuencis no podía seguir trabajando, Venancio se ofreció a casarse con ella, enferma como estaba, para darle al chaval un padre, pero Fuencisla no quiso. Y sólo accedió a que Wolffo empezara a trabajar cuando la situación fue insostenible.

Mira a Wolffo correteando por la vía muerta haciendo subir una y otra vez la pelota de béisbol. Va a ver a Julieta, su chica... bueno, la que a él le gustaría que fuera su chica, porque Julieta, La July, sale con Toño, ex-peluquero, como él, pero de 19 años y cantante de un grupo de rocanrol que se hace llamar Burning que han tocado más de una vez en el barrio. Burning son de la Elipa, el barrio de al lado, el eterno rival, y eso le quema a Wolffo cantidad. La July iba a su clase en el instituto, y la verdad es que parecía increíble que tuviera sólo 16 años. Un día fueron a la bolera con más amigos. En la calle de al lado jugaban unos tíos mayores, todos enrollados y vestidos de cuero negro y botas chúpamelapunta. Los de la calle de al lado, además, jugaban mejor a los bolos, se reían con risotadas grandiosas, decían los tacos de una forma bestial, bien colocados, como si dijéramos, bebían botellines a lo bestia y a pesar de que todos tenían su paquete de Winston, compartían una especie de cigarrillos caseros. Cuando Wolffo le hace notar a la July este gesto de compañerismo, ésta se ríe en su cara.

- Pero qué niño eres, Wolffo... no tienes remedio.

Los de la calle de al lado eran los Burning, que esa noche tocaban en el Pink Floyd, el bar más enrollado del barrio. Ese mismo día, la July se fue del brazo de Toño y empezó a ser el sueño imposible de Wolffo.

Wolffo era amigo de todo el mundo en el barrio. Todos le conocían de verle jugando por las tardes en los alrededores de Venancio’s, mientras su madre trabajaba. Wolffo le hacía recados a todo el mundo, y todo el mundo le daba una pesetilla, un durito cada vez que hacía un mandao.

Empezaron las clientas de la pelu; le pedían que les fuera a donde Antonio, el charcutero, a por el pedido. La mujer que le había encargado la cosa, le daba una peseta y Antonio le daba un cachito de choped, de mortadela o de chicharrones. Wolffo hacía los recados y no hacía preguntas. Iba a echar las cartas de la gente, pero no miraba a quién iban dirigidas. Empezó a llevar pedidos a algunos tenderos y no se quedaba ni una peseta. Así que era el candidato perfecto para llevar otras cosas, otros paquetes, sin mirar qué narices había allí dentro, sin preguntar nada, sin contar nunca nada a nadie.

Tampoco es que fuera tonto. Sabía que lo que llevaba, entre otros, a Toño, el cantante, no era harina, porque nadie pagaba mil pesetas de las de 1978 por llevar un paquete de harina de un lado al otro del barrio, pero nunca miró ni preguntó nada.

Su discreción le sirvió para comprar los carísimos medicamentos con que su madre se trataba sus terribles ataques de tos. Tampoco quiso preguntar a su madre qué eran esos medicamentos, pero sabía que no curaban, sólo la ayudaban a soportar mejor los periódos, cada vez más cortos, entre ataque y ataque de tos.

Wolffo, un día, baja al metro y se va a una tienda de fuera del barrio. En su barrio sabe que todos le consideran un buen chico, inocente y buena persona, pero en el barrio de Salamanca parece el quinqui adorable que en realidad es. Así que le cuesta que le dejen entrar en la joyería en la que ha ha visto un collar precioso. Pero al fin el joyero, que ha invertido un minuto en mirar a los ojos al macarrilla que implora fuera, le deja pasar.

Compra un horrible, pero carísimo, collar que piensa que a la July le caerá de maravilla entre sus pechos blancos y rellenos de promesas y se pira.

En el metro de vuelta a casa, se ha metido, por seguridad y por un equivocado concepto del morbo, el collar en el paquete y no es que le aplauda por ello, me limito a contarlo. Dos rockers de los de gomina y bandera sudista se suben al mismo vagón que él. Wolffo intenta hacerse el invisible, porque sabe que su aspecto, un poco jipiosillo, es una especie de imán para los rockers violentos. No lo consigue. Se le acercan.

- Hola, mierdecilla, ¿quieres una limosna?

Wolffo es un ratilla experto en huidas, pero nunca huye a no ser que sea la pasma quien le acecha. Así que se echa una mano a la nariz, como si estuviera oliendo algo pestilente y le dice al sorprendido rocker, que le dobla en tamaño:

- Hola, aliento de polla, no quiero una limosna, no, pero ¿y tú?, ¿quieres un huevo roto?- y le suelta un rodillazo allí donde le cuelga, justo cuando el vagón abre sus puertas en la estación de Diego de León y sale por patas de allí.

A los diez minutos, cuando cree que el peligro ha pasado, escucha un grito bestial:

- ¡Al ladrón!

No se da cuenta, hasta que ya es demasiado tarde, de que el grito se refería a él, aun cuando no había robado nada. Pero en la estación de Diego de León, en el año 78, si alguien gritaba ¡al ladrón! y había alguien por allí con el aspecto de Wolffo...

Sin saber muy bien cómo, tiene a un energúmeno encima, un tío gordo, enorme, sentado en su pecho que grita y le salpica con felipillos y le da puñetazos en la cara. Uno de ellos le hace retroceder la cabeza de forma violenta contra el suelo y pierde el conocimiento.

Cuando despierta, se cree que está en el cielo. Todo es blanco, y una chica con cofia, blanca, le mira y le acaricia con dulzura la cara. Cae en que no está en el cielo cuando intenta levantar la mano para corresponder a la caricia de la enfermera con un pellizco en el culo y se da cuenta de que está atado a la cama.

-.-

Cuando llegó la ambulancia y le van a soltar el botón de la cintura de los vaqueros, en esa época se llevan apretadísimos, intravenosos, casi, se encuentran con la sorpresa de un collar de oro y piedras de colores que parece carísimo y un fajo de de 23.000 pesetas, todo metido en el paquete. “Ya me parecía a mí mucho bulto” es lo que piensa el médico que le está entubando. La pòli llega y da instrucciones para que cusodien bien al ladrón, porque de un chavalito así de macarra, con una joya así y esa cantidad de pasta en los huevos es, sí, o sí, un ladrón.

-.-

Toño cumplió tres años de condena, pues el joyero, al saber lo ocurrido, le dio la razón al poli que le llevó el collar, que había asumido que era producto de un robo.

El abogado de oficio que le correspondió era malo, de los peores, y mala persona, además, y estaba convencido de que Wolffo era culpable, así que puso su poco empeño en que no le mandaran a un penal demasiado chungo. Cosa que, por cierto, no logró.

Cuando salió, vio que todo había cambiado.

Su madre murió de pena, porque después de un ataque de tos no encontró el abrazo reparador de su Wolfitto.

Venancio, harto, vendió la pelu y regresó a su pueblo, en Palencia.

Toño murió de un mal chute.

Y la July se casó con un fotógrafo deprimente de bodas, bautizos y comuniones.

Ni siquiera quedaba el descampado de la vía muerta que en otro tiempo atravesara dando toquecitos a una pelota de béisbol.

Estaban construyendo tres edificios, exactamente iguales, de pisos-nicho.

Así que cogió una barra de hierro que encontró en la obra, lanzó hacia arriba la pelota de béisbol y la golpeó con la barra con toda la fuerza de la rabia que sentía. Fue a romper una cristalera enorme de un Supercor que habían puesto nuevo. Salió el dueño gritando, ¡al cabrón, al cabrón...!

Y esta vez, Wolffo corrió sin mirar atrás, porque dos veces no le pillaban, eso estaba claro.

No le pillaron.

Y hoy, Wolffo escribe en un blog.

miércoles, diciembre 06, 2006

Para ti. Para mí. Para todos.

Para ti.


Siempre, siempre, me ha caído magníficamente Fernando Márquez, El Zurdo. El único rockero de derechas que lo decía abiertamente. Aunque rockero no es la mejor forma de definirle, yo me entiendo. El Zurdo tenía una pinta lamentable, era amigo de las sandalias dedofuera, por ejemplo, y con eso debería valeros para creerma. EL Zurdo formó parte del grupo nodriza de la mal llamada movida: Kaka de Luxe, de donde luego salieron los Pegamoides, Enrrique Sierra, el soberbio primer guitarra de Radio Futura, componentes de los Ejecutivos Agresivos y, sobre todo Paraíso, su grupo. Paraíso no grabó ni un elepé. Se conformaron con un single que tuvo cierta repercusión, este Para ti que hoy versioneo yo, y una serie de maquetas que durante años fueron la música de culto de los enteradillos de la movida. Temas como Makoki, Carolina, Lipstick, Mongoloide, No te equivoques... son contraseñas que algunos seguimos manteniendo casi en secreto. En Paraíso estaban, con EL Zurdo, Mario Gil y Antonio Zancajo, los tres que luego formaron La Mode, otro grupo maravilloso. Esta canción tiene una cosa que me fastidia cosa mala: la manía de cambiar el acento de algunas palabras para que la métrica no sufra, que siempre me ha parecido un recurso de lo más memo. Pero tiene algunos versos absolutamente geniales y la canción, en su sencillez, me parece extraordinaria. Es de una época anterior a la llamada movida y su autor le cogió cierta tirria porque los pocos que íbamos a verle a los conciertos de La Mode se la pedíamos constantemente y estaba harto de ella. Hacerla ha sido un placer, sobando la guitarra acústica y apuntillando con la guitarra eléctrica, muy reverberada, muy brillante, cada verso de esta maravillosa canción. Le añado, porque yo soy así, unos coros que no están en el original, toco el bajo y le había puesto una armónica, pero la he quitado porque cambiaba absolutamente el carácter de la canción. Bueno dejo ya de enrollarme y espero que te guste esto.


En mi familia, todas las navidades, hay una especie de chiste recurrente que me tiene a mí como blanco predilecto. Lo cuento: el día de Nochebuena, el momento del mensaje navideño del rey coincidía con los preliminares de la cena, imagino que como en muchas otras casas. En mi casa la cena de esa noche era frugal. Mis padres, católicos convencidos y practicantes, pensaban que en ese día se celebraba el nacimiento del hijo de dios en la Tierra, y que eso no era motivo para que darse un pantagruélico homenaje que algo tenía de inmoral. Normalmente cenábamos un sencillo consomé, delicioso, es verdad, y un plato como de hospital de carne asada y puré de patatas y de manzana o algo así. Una cosa, de verdad, bastante deprimente. Luego brindábamos con champán, tomábamos turrones y nos íbamos a misa del gallo; al volver a casa recogíamos un regalito (una especie de adelanto de los reyes magos) que no era de Papá Noël ni de Santa: era un detalle del Niño Jesús. Pero me estoy yendo por las ramas, como de costumbre. El chiste no tiene que ver con esto, sino con el mensaje del rey. Ese año, debía ser el 77 o el 78, por alguna extraña razón, me parecía que había que escuchar lo que contaba aquel tipo y me planté ante el televisor. Por supuesto, nadie más lo hizo, y los prolegómenos de la cena eran los de rigor: alegría, bromas acerca "del banquete" que nos esperaba, villancicos con la letra cambiada... el cachondeíto de costumbre. Entonces, un infantil (12 o 13 años) pero no por ello menos vehemente Wolffo, plantó cara a sus hermanos y padres diciendo teatralmente:
- Podríais mostrar un poco más de respeto. Ese señor que está hablando es el rey. El rey de todos los españoles. ¡De todos los españoles!
La primera reacción fue un silencio incrédulo. Unos cinco segundos. Después un estallido de risa gigantesco y un bochorno de vuestro Wolffo que a pesar de su tierna edad comprendía que acababa de hacer el ridículo de la peor forma.
Hoy, 30 años después de aquello, seguimos reuniéndonos en Nochebuena. A falta de mis padres, la casa de mi hermana Militos es la que nos abre sus puertas. Solemos reunirnos hacia las nueve, de modo que cuando el rey se dispone a atizarnos su entretenido discurso de todos los años, estamos todos con la cervecita en la mano diciéndonos lo feos que estamos e, invariablemente, cuando JuanCar empieza con su perorata, alguien dice:
- ¿Os acordáis de aquél año en que Wolffo...?
Y se lo vuelven a contar unos a otros, como si no lo supieran. Creo que para mí empieza la navidad cuando se me pasa el leve cabreo y empiezo a reírme de mí mismo por aquello.
Hoy, por un arrebato de parecidas características que aquel que me lanzó a espetar a mis irrespetuosos hermanos, siento un ramalazo de nostalgia de aquellos días en que se aprobaba la Constitución Española.
El primer recuerdo que me vino a la cabeza de aquellos días fue la canción que encabeza este artículo: Para ti, de Paraíso. Resulta que luego, en Google he visto que no, que era del año siguiente, del 79, pero me parece que el espíritu de la canción es exactamente el de aquella época.
Los de mi generación éramos protoadolescentes en aquellos días y todo era nuevo. Habíamos vivido los últimos coletazos del franquismo, pero despertábamos a la vida adulta viendo nacer, en la misma vieja España de los libros de texto, un país completamente nuevo. Un país que se ponía de acuerdo en dejar atrás todo aquello que nos separaba y se daba a sí mismo una oportunidad para empezar de nuevo.
Hubo generosidad por parte de todos. No fue, y nadie me convencerá de ello porque lo viví, una lucha en la que los de un lado vencían la resistencia del otro lado. No, fue un esfuerzo generoso de todos, un festival de concesiones y convicciones que dio como resultado una constitución seguramente imperfecta, pero maravillosamente bienintencionada. Y entonces era mucho.
Recuerdo que salía a la calle y la política se respiraba en cada esquina. Si os fijáis en los chicos que hoy tienen 13, 14 o 15 años, es difícil oírles hablar de política. Entonces, tengo una frase grabada de mi amigo Luis B.: esto es un coñazo, sólo habláis de mujeres, de fútbol y de política.
Y era verdad. En la calle, en aquellos días en que había un día elecciones, otro un referendum, otro día una manifestación, la calle estaba llena de política. Había, fácilmente unos doscientos partidos comunistas, y otras tantas facciones de la Falange. La izquierda se debatía entre la ruptura y el consenso, y la derecha entre el complejo y el disimulo.
Y hablábamos de ello. Es verdad, con una ignorancia planetaria, seguramente, pero lo hablábamos. "Como España sea como Rusia, vamos de culo" le dije un día a un amigo del partido comunista, y me pareció una gran frase, llena de sentido común y profundidad de pensamiento contemporáneo. Aunque ninguna frase de aquellos días como la que mi amigo Jose me dijo un día, poco después de que se legalizara el PCE. Me dijo, completamente en serio: "Como esto de la democracia siga así, me ha dicho mi padre que nos vamos a Chile, que hay una dictadura de puta madre" (sic).
Pero el hecho es que todos sabíamos que España no iba a ser como Rusia, y que nadie en su sano juicio sacaría a su familia de una democracia para llevarla a una dictadura, por muy de puta madre que fuera.
Me doy cuenta que empiezo a parecerme al abuelito cebolleta, con sus historias y sus añoranzas, pero, si quieres que te diga la verdad, me da exactamente igual.
Cuando escuché por primera vez esta canción, tenía 15 años y me parecía increíble que alguien que no me conociese me dedicase una canción. Si la escuchas, si atiendes a la letra, y cambias un poco los actores, mirándolo todo con anchura de miras, podrás ecomprender porqué he relacionado esta canción con aquellos días en que se aprobó la constitución.
Es como si aquellos políticos (políticos que sabían hablar, que habían leído muchos libros y escrito algunos otros, no como este que tenemos todos en la cabeza) le cantaran a este nuevo país que empezaba a desperezarse, que esa Constitución era para nosotros. Los españoles que empezábamos a respirar en libertad.
Que nos entendían.
Que habían vivido años duros.
Pero que ahora nos daban la oportunidad de dar un salto cualitativo.
Sólo teníamos quince años cumplidos.
Y esa canción, esa constitución, era para nosotros.
Para ti. Para mí. Para todos.

sábado, diciembre 02, 2006

El amante estúpido

I'll have to say I love you in a song


La historia de Jim Croce es muy curiosa. En apenas un par de años que duró su carrera, truncada por un accidente aéreo, le dió tiempo a publicar un númeor asombroso de maravillosas canciones. Si te gusta este tipo de música, de melodías impecables, guitarras acústicas, un poquito de cuerda, y una voz que te acaricia con sexual descaro, Jim Croce es tu hombre. Tiene muchas canciones de esas que te paran el corazón, pero esta me parece especialmente inspirada. Cada vez que intento decírtelo, se me atropella la lengua, así que tendré que decirte que te quiero en una canción, dice el estribillo. ¿No es hermoso?
Hoy, por influjo de cosas como Operación Triunfo, suele confundirse a los buenos cantantes con los exhibicionistas vocales. No es necesario un rango vocal espectacular, ni "llegar muy alto", ni siquiera afinar correctamente para cantar bien. No esta versión, pero si escuchas la original, verás como te dan ganas de que te la cante al oído.
La he grabado sin separar el micrófono de la boca y sin levantar la voz, en un ejercicio de discreción interpretativa que a mi gorgorible garganta le ha costado un huevo; a la base de percusión y cuerda, le he añadido el bajo, dos pistas de guitarra acústica (grabada al aire, no enchufada) y unas cuantas voces, con la esperanza de que a ti, y me estoy refiriendo a ti y a nadie más que a ti, te guste el resultado. Antes de esta vez, seguro que me has escuchado ya cantarla, ¿verdad? Pues eso.


A Memo Ciono lo que le gusta, es escribir. Pero trabaja en una fábrica de aspiradoras, en el departamento de compras. Le faltan la constancia y el valor de ponerse a escribir en serio, y alivia su deseo de escribir con las cartas comerciales que manda, en las que siempre hay un par de párrafos magníficos, especialmente si se dirige a una mujer, porque, si ese es el caso, además de talento, derrocha un poco de descaro juvenil, que le sienta de maravilla, y un algo de seductorcillo de tres al cuarto.

En una pequeña empresa del sur, que importa componentes de China, trabaja Lola Mento, una mujer increíble. Es licenciada en Yasesabe, y la dueña de esa pequeña empresa, dato que oculta en sus relaciones comerciales, que ha conseguido encontrar en China la fábrica capaz de fabricar los interruptores más baratos y de mejor calidad que se hayan visto nunca en el sector de las aspiradoras. Son duros, fiables y de funcionamiento asombrosamente preciso.

Memo ha hablado un par de veces con Lola, pues ya le ha hecho un par de pedidos fuertes, y se ve en una posición segura, de cliente importante, de los que puede juguetear un poco con la situación. Cuando la llama, coquetea descaradamente con ella, pero es en sus escritos, cuando le manda sus injustificadamente larguísimos e-mails, cuando destapa el tarro de las esencias de su porcino juego de la seducción.

“... aunque el funcionamiento de sus interruptores es irreprochable, es por lograr un mejor clima de trabajo, apreciada (mucho, muy apreciada, créame) proveedora, que me atrevo a sugerirle que, a partir del próximo pedido, incluya una grabación de su hermosa voz, para que todos los trabajadores de mi fábrica puedan compartir conmigo el privilegio de escuchar su maravillosa voz...”

Memo se sentía sueltecito. Sobre todo porque Lola callaba. Y aunque en sus respuestas escritas nada indicaba que estuviera animando a Memo, cuando el amante cernícalo la acosaba telefónicamente Lola, que sabía lo que se jugaba su pequeña, pero próspera empresa, se limitaba a balbucear una sonrisilla. Memo, que hacía honor a su nombre, interpretaba todo al revés. El silencio en sus cartas lo interpretaba como que Lola tenía miedo de dejar por escrito, en una carta comercial que podría llegar a su jefa, nada personal ni compremetedor. Y sus sonrisitas telefónicas, que cualquiera hubiera interpretado como “vaya, ¿otra vez con tus gracietas, pelmacín...?”, Memo las interpretaba como un pie para ir un paso más allá. Pero a Memo, francamente, le faltaban un par.

En estas estaban cuando a Memo se le ocurrió el plan perfecto para ir a conocer a Lola y, en su estúpida cabeza masculina, tirarse a la nena. La llamó.

- Hola, Lola al habla

- Perdón, ¿me repite su nombre?

- Lola...

- ¡Agárrame la cola! jajajajajaaa

- ¡Hm...! Eres memo, ¿no?

- Sí, cariño... como me conoces, ¿eh?

Mientras ella, al otro lado del teléfono, hacía gestos como de meterse los dedos en la garganta como para vomitar, Memo sonreía satisfecho de su ingenio en Madrid. Le explicó, entre gracietas de latin lover de pacotilla, que tenía que hacer su Viaje Anual de Verificación de Proveedores, y que este año le había correspondido, entre otras, a su empresa, y que él mismo se encargaría de la verificación. Así que, si no era mucha molestia, debería reservarle un día, el viernes, a ser posible, para que él se desplazara allí y, sobre el terreno, explicarle el funcionamiento de su empresa y contestar unas cuantas preguntas...

- ¿Qué clase de preguntas...? – preguntó Lola, un poco mosca, porque todo el mundo en el sector quería saber de dónde sacaba Lola sus proveedores chinos, y ella había tenido la precaución de mantenerlo en secreto. Y ese era parte del secreto de su éxito.

- Nada, mujer, cosas rutinarias, nada que comprometa a tus proveedores ni nada de eso, no te preocupes.

-.-

De modo que la cosa quedó así.

Dos semanas después, Memo Ciono llegaba a la estación término de Alicante y se bajaba del Altaria con lo que él juzgaba juvenil desenvoltura, y Lola como patética huida hacia delante. No acababan ahí las divergencias de criterio.

Él pensaba que se había vestido cásual, con acento en la a, con sus vaqueros ajustados, y Lola le veía como un mamarracho, con esos vaqueros intravenosos, cuya cintura torturaba una inocultable barriga. Él se veía seductor. Ella, risible.

Lola levantó la mano de lejos, para que él la reconociera. Se habían conocido hacía tres años, en una convención de esas a las que van las mujeres (cónyuges) con su propio programa de actividades; programa que suele ser tan delicadamente machista que excluye a los cónyuges masculinos. Lola no tuvo problema, porque no estaba emparejada, aunque mintió diciendo que su marido sí que iría, para que le dieran una habitación más grande y dos unidades del regalo de bienvenida que fuera (bombones, ¡bién!). Memo estaba casado entonces y fue con su mujer, la señora Scissors, una tía que le cortaba el rollo a todo dios, y a él antes que a nadie. Por entonces, Memo era un triste y a Lola le dio mucha pena y procuró animarle. Ese fue su error. Memo Ciono se separó meses después y se lanzó al río revuelto de la seducción, porque peces de todos los colores nadaban en tordas partes, si bien sus artes eran tan lamentables, que llevaba sin mojar (las de pago no contaban) más de un año.

Lola miró al tipo que ahora venía. No lo aseguraba, pero juraría que, de vez en cuando, se tocaba el paquete, mientras se acercaba a ella, como ofreciéndoselo. ¿Es posible que piense que eso es sexy?, se preguntaba Lola.

Y sí: era posible, lo pensaba. Y fue así todo el día. Cuando le cedía, caballerosamente, el paso para que pasara ella primero por una puerta, se las arreglaba para rozarle un pecho, o el culo, o lo que fuera. Le miraba descaradamente las tetas todo el rato y hacía comentarios de lo más asqueroso, pretendiendo ser sensual. Fue un día de pesadilla. Su acoso fue tan espectacular, tan torpe y tan necio, que Lola tomó una decisión. Y todo el mundo que la conocía sabía o que eso significaba.

Y nadie volvió a ver a Memo en dos meses.

-.-

Memo Ciono perdió su trabajo. Cuando aquel viernes, desapareció, nadie se preguntó nada. Cuando llevaba una semana sin dar señales de vida, la gente se lo preguntaba, pero todo el mundo, con cierto alivio, como esperando que se confirmara la fatal noticia.

Él mismo se dio cuenta, consternado, de la decepción general que causó su reaparición. Pero, ¿qué ocurrió con Memo?

-.-

Lola estaba harta. En la cena, a la que se vio, prácticamente, obligada a invitarle, él se descalzó y le sobaba las piernas con su pie acalcetinado por debajo de la mesa. Sentía ganas de vomitar. Pero, en cambio, le dijo:

- ¿Estás caliente, (so) Memo?

Él se puso tan nervioso que se le atragantó la merluza.

- ¿Lo has hecho alguna vez en un barco, (pedazo de) Memo?

Y le llevó a un yate de un amigo suyo. Cuando estaban relativamente lejos de la costa, Lola hizo de tripas de corazón y le propinó a Memo un tórrido beso de la muerte, atizándole un muerdo de película con un somnífero capaz de dormir a una manada de elefantes. Cuando Memo cayó a plomo, Lola hizo unas señales con una especie de lintrna y entonces se acercó un barco pesquero gobernado por Mekito Lakaka, el dueño del restaurante chino al que acudía, regularmente, Lola. Tres chinos abordaron el yate y se llevaron al durmiente Memo y lo metieron en un pequeño contenedor metálico de 2x2x2 con un cargamento de agua y galletas. El contenedor fue llevado al puerto y confundido con otros dos mil contenedores exactamente iguales que iban a China haciendo un curioso recorrido alrededor de África y Oceanía.

Una vez allí, le sacaron en Pekín de la caja y le costó cierto trabajo explicar su periplo y, tras pasar tres desagradables semanas en una cácel china, donde comprobó que eso de engañar a la gente como a un chino es mentira podrida, volvió a madrid con el rabo, literalmente, entre las piernas.

-.-

Todavía recibió una llamada de Lola. Le dijo:

- Debiste intentarlo cantando, idiota.

Y le colgó.