Rock'n'roll a lo bestia, festivo y vocinglero, para felicitar a quien le apetezca ser felicitado, por ejemplo a mí mismo. Esta bestialidad de McCartney grabada por los Beatles en el Álbum Blanco siempre me ha parecido la forma más vital de felicitarle el cumpleaños a alguien, así que la repesco para felicitarme a mí mismo. Es un rocanrol trepidante, divertidísimo de tocar, con un cambio fabuloso y un riff de esos que te levantan el culo de la silla irremediablemente. ¡A disfrutarla!
Y sucedió que, igual que 42 años atrás, el sol tuvo un ramalazo veraniego y lanzó un rayo, con perdón, de puta madre, pero de puta madre, a la tierra y el rayo sobrevolaba Madrid, aun indeciso, a las ocho y media de la mañana del primer día de noviembre de 1964.
Ese rayo de sol con ramalazo veraniego y acariciador sobrevolaba, como os decía, el cielo azul del Madrid gris de los los años 60 y, como un pájaro discriminador, como un halcón peregrino, como una rapaz implacable, planeaba sobre quién caer, cuando observó una mujercita rechonchilla y hermosa y a un hombre enjuto y ligeramente encorvado que entraban en ese momento en un hospital. No dudó mucho más tiempo ese rayo juguetón y fue a caer, después de esquivar a un montón de patanes, en la tripilla (bueno, el uno de noviembre de 1964 era una gran tripa) de doña Milagros, que esperaba para ingresar en el Gómez Ulla, en el muy madrileño barrio de Carabanchel. El hombre enjuto era militar, así que esa es la razón de que atravesaran la ciudad entera (la familia vivía en lo que entonces eran las afueras del norte de la ciudad, la Plaza de Castilla) para dar a luz a esa bola de sebo que entorpecía sus pasos y su vida en general.
Por decirlo en pocas palabras, eso que inflaba la tripa de doña Milagros más allá de lo razonable, era yo. Así que, al notar la impertinencia amable y calentita del susodicho rayo, me puse en contacto con mi madre, para comunicarle. por medio de contracciones regulares y tremendas, mi intención no dilatable en el tiempo, pero sí en su... bueno ahí, de nacer.
Nací, pues, a eso de las nueve de la mañana de un hermoso día otoñal en un hospital militar de Carabanchel, pesando cuatro kilos setecientos gramos, una buena cifra hoy, pero no demasiado espectacular en aquellos años es los que a las embarazadas, su médico les decía “come, come, que tienes que comer por dos”. Salí colorado como un tomate, hermoso como una calabaza gigante, comilón como ahora, y sin atisbos de lo que hoy todos conocen como mi genialidad singular y cocorbitante.
Crecí fugaz y simpaticote, un buen tipo, dicen los que me conocieron en mis primeros años. Mi primer amigo, desde antes de poder sostenerme en pie, fue el gran Mich, que había nacido 4 meses después que yo y que vivía puerta con puerta en el segundo piso del 15. Yo el segundo izquierda, él el segundo derecha. Contaban nuestras orgullosas mamás que salían juntas al parque a que nos diera el sol de primavera en los cochecitos que éramos tan distintos como pueden serlo dos personas: Mich alargado, blanquito y elegantemente delgado, una configuración que aún conserva, el muy cabroncete. Yo achatado por los polos, rosado y redondo como una mortadela bolognesa, una configuración que no le logrado quitarme de encima ni para fardar.
Cuentan que en los primeros años de mis andares en esta tierra no era el muchacho tímido que luego fui, sino que en las reuniones familiares era un niño que repetía con entusiasmo todo el repertorio de gracietas que hacen sentirse orgullosos a los padres y que hacen que los invitados se sientan atrapados en una horrible cárcel. Al parecer, mi número estrella era cantar, lleno de convencimiento, “Yo soy aquel”, de Raphael, con una fidelidad tal al single que teníamos en casa, que me rallaba en el momento en que se había rallado el disco (...y estoy aq... y estoy aqu... y estoy aqu... y estoy aqu... ) y no reanudaba la canción (¡ ... y estoy aquíiiii, para querereteeee...!) hasta que me daban un ligero topetazo en el hombro, como hacíamos con el comediscos en casa. A todo el mundo le hacía mucha gracia recordarlo, pero yo jamás le he visto la gracia.
Una característica física que me marcaba entonces eran mis orejas desabrochadas. Desplegadas como las alas de un águila y del mismo tamaño del que las que tengo hoy, pero en una cabeza más chiquitita, me daban cierto aspecto de ratón mickey, sobre todo al salir del baño, con mi abundante pelambrera pegada al cráneo. Me gustaba jugar muchísimo a los coches y me pasaba horas en casa, arrastrándome por el suelo con cochecitos metálicos inventando historias y carreras imposibles. Entonces, como ahora, no me gustaban especialmente los coches de carreras, ni los deportivos, sino los que reproduicían más fielmente los modelos más modestos. Por ejemplo, tenía un 850 azul precioso, que en mis carreras ganaba a los Pontiac y a los Dodge y a los Mercedes.
En la calle, Mich y yo jugábamos al fútbol, a buscar cosas y cuando cruzábamos las calles lo hacíamos diciendo: ¡los autooos... locoooos...! mientras atravesábamos la calle a lo que a nosotros nos parecía toda velocidad, dando pasitos cortos pero muy veloces. Era muy divertido, aunque suene raro.
En casa éramos nueve, pero siempre había alguien más a comer, a dormir o lo que fuera. Para comer, juntábamos dos mesas en el cuerto de estar, una estancia extraña, según la recuerdo ahora, como medio de paso y mal distribuida... Pero lo mejor eran las cenas. Libres y distorsionadas cenas.
Para cenar, había que buscarse la vida: sobras, bocadillos... Recuerdo que Jose, el mayor, el cinéfilo, el que siendo hijo era ya un poco padre, se hacía guisantes con jamón, y Jesús, el segundo se hacía enormes perolos de sopa de gato (café con leche con trozos de pan flotando, lo flipas, pero estaba que te cagas) y yo me ponía a su lado con cara de pena y Jesús acababa diciéndome ¿quieres un poco?, siéntate aquí conmigo, y yo me sentaba a su lado y me sentía mayor, como Jesús, los dos codo con codo, como dos viejos camaradas, comiendo sopa de gato y hablando de nuestras cosas...
Las niñas, que iban después de Jose y Jesús eran Militos, Montse y Paloma. Militos (Milagros, como mamá en su partida de nacimiento) no recuerdo muy bien lo que cenaba, pero sí la recuerdo por las tardes batiendo claras de huevo al punto de nieve, paseando por la casa con el plato hondo y ese constante clac-clac-clac-clac mientras canturreaba. Paloma hacía sopas al minuto, especialmente de arroz, le salían muy ricas y yo procuraba que hiciera para dos para sumarme a su buen hacer sopil. Con Paloma la cosa era hablar una especie de jerga infantiloide inventada por nosotros en la que Paloma era Palomise y yo , no me preguntéis porqué, era Ñoñise.
En cuanto a Montse... me acuerdo tan pocas veces de ella. Montse murió hace más de 20 años, el mismo día, en el mismo minuto que mi madre, en el mismo sitio, en el mismo maldito accidente. Montse padecía una enfermedad mental que nadie supo nunca diagnosticar con exactitud. Mentalmente, en sus veintitantos años, creció hasta los ocho años, más o menos y ocupó, mientras vivió, toda la atención de mis padres. Era emocionalmente muy inestable y sufría ataques de ira tan violentos que siempre he pensado que nos marcó a todos esa exposición tan salvaje al desequilibrio. Un miedo extraño que, con los años, he detectado en la pupila de todos nosotros, los hijos normales de José y Milagros. Los que nunca estallamos de ira, porque sabemos el daño que la ira incontrolada es capaz de causar. Aparte de esos accesos de furia, Montse era capaz de las muestras de cariño más enternecedoras y ahora, al recordarla, riendo, bailando, haciendo ganchillo, se me nubla la vista, se me llenan los ojos de lágrimas y recuerdos que se empujan y agolpan y quisiera tenerte aquí conmigo, Montsita, y que cantáramos juntos algunas de tus canciones, moreneta, que cantáramos y bailáramos hasta que eso se acabe. Porque Montse hacía honor a su nombre y era medio negrita como la moreneta, era tan inalcanzable y tan virgen...
Mariano, no sé, Mariano, mi hermano pequeño, el séptimo, de pequeño le queríamos tanto todos que me imagino que no tenía problemas para cenar y siempre encontraba un aliado. De Mariano, al que yo llamo Shaky (pronúnciese en inglés: Sheiqui), por un juego deductivo que sólo él es capaz de entender, en esa época puedo decir poco: era simpático, jugaba muy bien al fútbol y sacaba muy buenas notas, pero era injusto, porque no daba ni golpe, pero era muy, muy listo. A mí, si no hubiera servido para que me compararan con él, me hubieran alegrado sus buenas notas, pero sólo me servían para evidenciar lo mal estudiante que era yo...
Caray, mis hermanos.
Cuando era un poco más consciente de las cosas, con 10 años o así, cuando casi no hacía otra cosa que jugar al fútbol en la calle, aparece Buch. Hasta entonces estaba Mich, y luego todos los demás, Antoñito y Ramonete, Javier y Luis, Luis y Luisa, Los Ortoll, Los Delgado, Nano... todos como una especie de magma secundario. Pero cuando llega Buch, nos hacemos amiguísimos en seguida. Es como el amigo que me faltaba.
Mich es, por decirlo de alguna manera, mi amigo del alma.
Buch se convierte, por seguir con esa forma de llamarlo, mi amigo del corazón. Buch y yo pasamos tardes enormes, largas y frías, andando sin parar, hablando y hablando y haciendo cosas rarísimas: vamos a la estación de Chamartín y hablamos en inglés, sin saber lo que decimos, recitando en voz alta letras de canciones de los Beatles para impresionar a las chicas: ninguna se impresiona, claro.
En esa época preadolescente despliego mi amor por el fútbol y la música. Empiezo a tocar la guitarra y a cantar, pero sólo para mí. Me enseña a tocar Jose y luego empiezo a aprender por mi cuenta. Pero me da mucha vergüenza que mis amigos sepan que me gusta cantar y tocar la guitarra. Por supuesto, en el colegio, no digo ni palabra. Es como si fuera cosa de maricas o algo así.
En el colegio voy de trastazo en trastazo, de cate en cate hasta el gran cate final: el día que repito segundo de BUP. Buch me acompaña a recoger las notas ese día de septiembre fatídico. Me había acostumbrado a grandes remontadas en los exámenes de septiembre, pero ese año algo falló. Me quedaron las matemáticas (Porky, cabrón), la Lengua (Chocho, hijoputa) y el dibujo, ésta con total justicia. Repetir curso con 16 años es asqueroso. Yo tenía muchos amigos un año y dos años menores que yo, pero estar en clase con ellos... bufff, qué mal asunto, de verdad.
Por entonces, ya en plena adolescencia, se suma El Rubio a mi selecto grupo de Amigos Por Encima Del Resto y todos mis mejores recuerdos de la adolescencia los relaciono con Mich, Buch y el Rubio. Acampadas, fiestas, fracasos amorosos, éxitos deportivos, tardes aburridísimas, días gloriosos, noches inolvidables... mis amigos.
Como esto empieza a hacerse eterno, corto y abrevio, que si no leer esto va a ser insoportable; elipsis bestial hasta esta mañana de octubre de 2006, la última del mes, un día antes de empezar a ser, conscientemente, de lleno, un cuarentón. Un papá de dos adolescentes increíbles, tío de un auténtico ejército de humanoides asombrosos, de una sobrinada formidable, amigo de muy poquitos pero escogidos, publicitario en horas bajas, músico en eclosión y escritor de bobadas en un blog personal que me sirve de espejo.
Cumplo 42 años consciente de algunas cosas buenas y de otras muy tristes sobre mí mismo. No soy el ser maravilloso que me hubiera gustado ser, eso está claro, pero en general estoy satisfecho con la persona en que me he convertido. La verdad, me imaginaba en una situación más estable, más, digamos, reconocida social y profesionalmente, pero no me queda más remedio que admitir que el mundo y yo no estamos de acuerdo en cuanto a los valores que hay que reconocer y premiar en las personas. El mundo este no necesita gente como yo, eso parece evidente, pero como creo que, al menos, tres personas en este mundo me necesitan, seguiré adelante, porque son las tres personas más importantes de mi vida.
Sí, por un lado, ellos dos, Leticia y Borja, mis hijos, a los que esta mañana veía marchar al instituto escondido, sin que ellos me vieran, mientras hablaban de sus cosas y mi corazón estallaba de alegría al ver lo normales y maravillosos que son. Afortunadamente, no son bichos raros como su padre.
Por otro lado mi amada Susana, la mujer que me sostiene, que me hace vivir. La que me besa cuando sonrío, sí, pero también cuando lloro (como hace a penas quince minutos, cuando escribía sobre mi hermana Montse); la mujer que el destino, dios, o tal vez sólo la casualidad puso en mi camino un día y me dijo: ya no estás solo.
Esas palabras, exactamente “ya no estás solo” son las primeras que Susana me dijo. No sabes cuánto, amor mío, no sabes de qué manera, han sido verdad esas palabras, desde ese momento, en el que entraste en mi vida y espero que hasta el fin de los días. Ahora sé que ya nunca, mientras yo exista, mientras tú existas, estaré solo.
Mañana, hoy, ayer... cuando sea que leas esto, ya no estoy solo.
Y eso me parece suficiente para que al cumplir 42 años esté más que satisfecho de mi vida y me dé por pensar, como me dijo cierta amiga Monstruosa, hace apenas unas horas, que todo saldrá bien.
Sí, todo saldrá bien.